La isla caribeña vive una de las más grandes olas de protesta, organizadas con apoyo de figuras como Bad Bunny y Ricky Martin. A las masivas filtraciones de mensajes entre el gobernador Ricardo «Ricky» Roselló y funcionarios de su entorno, plagados de discursos homófobos y misóginos, se suman los efectos de la bancarrota financiera, la corrupción y los efectos devastadores del huracán María hace dos años. Los neonacionalistas y los trumpistas buscan sacar ventajas, aunque estos últimos parecen más beneficiados.
Como ya saben quienes siguen las noticias sobre Puerto Rico, se realizan allí desde hace días protestas masivas que exigen la renuncia del gobernador de la isla, Ricardo Rosselló. Todo comenzó luego de que el FBI arrestara a varios altos funcionarios de su entorno por manejo corrupto de los fondos destinados a ayudar a los afectados por la catástrofe del huracán María en 2017 y tras el descubrimiento, casi simultáneo a esos arrestos, de los escandalosos chats privados intercambiados a fines de 2018 y principios de 2019 entre el gobernador de este estado asociado a Estados Unidos y sus más cercanos colaboradores. Estos chats se caracterizan por el uso de lenguaje soez y degradante, de sesgo homofóbico y misógino, o simplemente despectivo, por parte de Roselló y su equipo, contra miembros de su propio partido, opositores y hasta las víctimasde del huracán. Además, en estos mensajes se trasuntan posibles delitos de corrupción y violación de derechos. Cuando el Centro de Periodismo Investigativo (CPI) publicó las más de 800 páginas que suman estos chats, la reacción social fue casi instantánea.
Una voz cantante la lleva el neonacionalismo. Se trata de un espacio de izquierda de espectro difuso, en el que cohabitan independentistas y no pocos miembros y líderes del partido en la oposición (Partido Popular Democrático, PPD, de centro) opuestos a la agenda anexionista del partido en el gobierno (Partido Nuevo Progresista, PNP, de centroderecha). Otra voz cantante son los sectores más derechistas, fanáticamente trumpistas, del propio PNP. Ambas voces, a izquierda y a derecha, coinciden en exigir la renuncia inmediata de Roselló. Es decir, se perfila una convergencia entre el neonacionalismo y el ala trumpista del propio partido gobernante para provocar la renuncia del jefe de gobierno. El propio Trump dijo que Roselló es un gobernador «terrible».
La interpretación estándar en la prensa nacional e internacional de las enormes protestas callejeras es que «el pueblo» de Puerto Rico se ha lanzado a las calles a exigir la renuncia del gobernador, desafiando con ello al partido de gobierno, su agenda anexionista y al gobierno estadounidense que rige sobre Puerto Rico, el cual es un «territorio no incorporado» de Estados Unidos (otras palabras para nombrar a una colonia). Se nos ofrece así una interpretación muy simple y muy fácil de digerir, por supuesto. Sin embargo, valdría sintonizar esta versión un poco más a una realidad no tan simple.
Casi nadie ha analizado la coincidencia del sector neonacionalista con la derecha trumpista contra la continuidad del gobernador en su cargo. Convergen desde perspectivas que, si bien son diferentes, parecerían fundirse en el horizonte. Para entender esto es indispensable tomar en cuenta la «cuestión nacional» de Puerto Rico y los bloqueos que ocasiona. Los puertorriqueños son ciudadanos con los derechos y obligaciones correspondientes a todo nacional estadounidense. Un siglo de negociaciones políticas entre Puerto Rico y el gobierno federal, basado en raciones dosificadas de gobierno propio (self-government), ha conllevado que los residentes en la isla, pese a ser tratados todavía como ciudadanos de segunda clase –por ejemplo, no pueden votar al presidente aunque votan en las primarias de los partidos estadounidenses–, hayan alcanzado niveles de paridad que los autorizan a recibir una amplia gama de aportaciones federales que son muy significativas en el contexto isleño, si bien distan bastante de la norma continental y, por supuesto, de lo acostumbrado en la Europa socialdemócrata. El amplio espectro de aportaciones federales, que llega a aproximadamente 20.000 millones de dólares anuales, sostiene, entre otras cosas, la red vial, la educación pública y el acceso público a servicios sociales y de salud, y financia 100% del programa de alimentación que abarca a 42% de la población. La aportación federal a la economía de Puerto Rico no se enmarca bajo la figura de la «ayuda», sino que comporta contribuciones obligatorias a las que tienen derecho los ciudadanos estadounidenses.
Esto ha llevado a que en Puerto Rico exista una variante del «Estado mágico» que nombrara Fernando Coronil para el caso de Venezuela, pero en lugar de petróleo, la isla depende de los fondos federales de Estados Unidos. Los políticos corruptos de todos los partidos, en todos los niveles, se han especializado en chupar lo más posible de los fondos federales, hasta alcanzar grados inauditos de desfachatez y destreza criminal. Para ello se confabulan con sectores también corruptos de la economía y el aparato político estadounidense, manipulando fondos, contratos, cifras y proyectos que llevan gran parte del dinero a sus bolsillos, sin descartar la complicidad de las clientelas políticas locales que reciben lo que salpica. Ello ha incluido el acceso casi ilimitado a préstamos de fondos buitres. Como resultado de esta larga fiesta de tiburones, Puerto Rico alcanzó hace tres años una descomunal deuda pública, de aproximadamente 70.000 millones de dólares con los bonistas y 30.000 millones con fondos de pensión, que llevó al gobierno a la bancarrota y puso la economía isleña bajo supervisión de una Junta de Control Fiscal nombrada por el Congreso estadounidense.
La intervención fiscal de la Junta, además de velar por el pago de la deuda a los bonistas, pone en entredicho la capacidad de los políticos coloniales para seguir succionando las cantidades acostumbradas de fondos federales con los que no solo llenan sus arcas, sino que además sostienen sus campañas electorales y aceitan sus clientelas. Esta situación explica las tensiones internas que se dan actualmente en los liderazgos partidistas. Caudillos y jefecillos no hallan cómo ubicarse para responder a los retos planteados por el nuevo actor que es la Junta de Control Fiscal. Esta se ha perfilado como representante de los intereses de los bonistas afectados por el impago de la deuda pública puertorriqueña, quienes también buscan intervenir en la política isleña y, obviamente, armar nuevas redes de corrupción. Algunos señalan que el ala anti-Roselló del partido de gobierno cuenta con el respaldo de los bonistas representados en la Junta.
Entonces llegó, hace dos años, el huracán María, catástrofe de proporciones bíblicasque trajo pérdida de vidas y de propiedades, angustia y sufrimiento inigualados en la historia isleña, según se ha reseñado ampliamente en la prensa internacional. El gobierno federal asignó 40.000 millones de dólares para la respuesta de emergencia. Los electores supieron cómo los políticos locales, entre ellos los cercanos al gobernador, se lanzaron cual tiburones a disputarse recursos, a punto tal que se ha detenido su desembolso mientras se clarifican los esquemas corruptos que dominaron su utilización.
El escándalo de Roselló es un síntoma de ese «salpafuera» en el interior de su propio partido. Todo indica que ni la Junta ni los bonistas ni los trumpistas están satisfechos con el desempeño del gobernador, aunque sea por razones distintas. El sector trumpista de su partido, que lidera las exigencias de renuncia, espera obviamente que su alianza con el presidente Trump le depare una conexión ventajosa con los desembolsos de fondos federales que, de alguna manera, sirva de contrapeso a los límites impuestos por la Junta de Control Fiscal.
Una significativa mayoría del electorado puertorriqueño es muy consciente de la importancia de los fondos federales. También es consciente de que Puerto Rico, con deuda, bancarrota y huracán María, sigue siendo el país del Caribe con más alto nivel de vida (posibilidades de consumo, de movilidad, etc.). Y ese electorado siente que su bienestar material, real y potencial, se relaciona con que Puerto Rico sea también el país más vinculado a Estados Unidos en la región. Los electores afectos a la posesión y los beneficios de la ciudadanía estadounidense no van a desaparecer; ninguna «concientización» ideológica va a cambiar lo que ellos palpan en la inmediatez de sus vidas.
Los lemas de desafío al gobierno anexionista y a la continuidad del poder federal estadounidense que presiden las protestas callejeras responden al neonacionalismo, es decir a la conjunción de independentistas con miembros y líderes de la oposición. Estos últimos, si bien no reclaman la independencia, coinciden en oponerse a la anexión formal de la isla como estado de la Unión norteamericana. Sectores no necesariamente encasillados respecto al diferendo sobre el estatus, como los movimientos feministas y LGBTI, se han sumado a las protestas en respuesta al lenguaje misógino y homofóbico de los chats, lo que dio amplitud y fuerza a las mayores protestas de los últimos años.
Sin embargo, en lo que respecta al mensaje que prevalece en las movilizaciones, si bien el sector neonacionalista ha salido a las calles de manera espectacular, no existen razones para esperar que atraiga a grandes porciones del electorado. El voto vinculado a la agenda anexionista (ahora en el gobierno) se ha incrementado en las últimas décadas y ha alcanzado una mayoría leve, pero creciente. A esto se une que la mayoría de los electores del PPD no favorece nada que amenace la ciudadanía estadounidense y la conexión actual con Estados Unidos. Desde hace décadas, no más de 2% del electorado ha favorecido formaciones políticas identificadas con la independencia. Mientras las fuerzas políticas alternativas y democráticas se subordinen a la lógica del estatus político que configura este cuadro estático, será difícil desbloquear la política puertorriqueña.
En su columna del 20 de julio en El Nuevo Día, Luce López Baralt aporta una perspectiva diferente sobre los hechos que conmocionan a Puerto Rico hoy. Esa diferencia radica en que ella presenta la alternativa de la gracia. Según el escritor caribeño Wilson Harris, la gracia es lo que supera las parálisis o bloqueos en lo que él llama «la divina comedia de la existencia». Gerardo Muñoz analiza, refiriéndose a otras situaciones políticas actuales, las estrategias de bloqueo que lastran las opciones democráticas e impiden presentar una alternativa exitosa ante el resurgimiento de las derechas extremas. López Baralt propone el acto de gracia de perdonar a Roselló. Pero aquí, más allá de la relación culpa-perdón, nos interesa la gracia del reconocimiento del otro, de ese otro divergente de la tradición independentista constituido por un sector mayoritario de puertorriqueños inextricablemente ligados al marco estadounidense que conforma su realidad.
López Baralt conecta los puntos de una trama de sucesos para llegar a advertir que la espectacular protesta «Ricky Renuncia» opera en beneficio de la extrema derecha trumpista en el país. Me parece que hay más causalidad sistémica que conspiración en este proceso, pero es muy posible que todo vaya en la dirección que ella advierte: un proceso de federalización y captura de aún más áreas de decisión del gobierno del país (de lo poco que queda). Ello conlleva, en términos inmediatos, que la increíblemente rápida destrucción y autodestrucción de Ricky Roselló (cual un libreto de Bertold Brecht) podría contribuir al advenimiento del «infierno tan temido» para los soberanistas, que es la anexión.
La realidad electoral constituye la fibra política de Puerto Rico más allá del impacto transitorio que indudablemente tiene la presencia espectacular del pueblo en la calle (con participación estelar de la farándula), en estos momentos dominada por el neonacionalismo. Dado que el registro electoral se reduce a opciones de estatus, es decir, a disputas de soberanía e identidad, tal realidad ofrece dos posibilidades:
a) el PNP se divide, gana el PPD, no se sabe si con alguien como Eduardo Bahtia o con Carmen Yulín en la gobernación (en mi opinión, ella es preferible por ser copresidente del comité de campaña de Bernie Sanders);
b) el PNP se recompone y gana las elecciones; quedaría al mando el sector trumpista, muy posiblemente con Jenniffer González (aliada de Trump) en la gobernación.
El electorado puertorriqueño tiene muchas necesidades y es muy pragmático: mira quién es el que tiene la conexión con los fondos federales. Por ejemplo, si la campaña en Estados Unidos diera señales de que Trump puede ganar su reelección, dada la extensa entrada en tiempo real de los medios estadounidenses en la isla y la migración intensa en ambas direcciones, ello fácilmente ayudaría a un triunfo del PNP, pero de un PNP plenamente trumpista. Algo lamentablemente muy probable.
López Baralt declara su perspectiva. Como soberanista, le preocupa sinceramente la federalización de la isla, la cual implica, desde esa perspectiva, la «americanización». Aporta datos que apuntan en ese sentido dentro de la trama de «Ricky Renuncia». Sin embargo, el problema es que a una porción mayoritaria del electorado puertorriqueño, que incluye a electores de ambos partidos principales, le encantaría la federalización, por las razones que ya hemos explicado. Ese es el winning ticket del PNP.
Lo anterior no significa que haya que ser fatalista, pero sí que hay que ir más allá del imaginario convencional de la resistencia y la liberación. Es decir, resistir y buscar más libertad es tan básico como respirar, pero no garantiza por sí solo el cambio político real. La resistencia y la liberación reducidas a actos compulsivos se bloquean a sí mismas. En la situación actual del electorado puertorriqueño, que es el único que tenemos y no podemos descartar como «hato de brutos y enajenados», no tiene nada de político plantear que una economía liberada del Imperio traerá automáticamente una mejor vida y que, por tanto, hay que resistir todo lo que venga del Imperio. Pues nadie ha visto ni conocido tal economía «liberada». Los ejemplos de Cuba y Venezuela solo convencen a los ya creyentes.
Una manera de dejar atrás ese bloqueo consiste en el acto de gracia de reconocer el conocimiento y la visión de la mayoría de votantes del país, desarrollados a la largo de más de un siglo. Ello permitiría aprovechar al máximo las posibilidades de coordinación con las corrientes más progresistas de Estados Unidos, que tienen propuestas muy concretas y factibles de mejora económica y social. De esta manera, se puede crear un movimiento político isleño en sintonía táctica y estratégica con organizaciones demócratas progresistas estadounidenses, dejando a un lado las estructuras y el liderato de los partidos locales estancados en el bloqueo colonial. Se puede lanzar candidaturas en ese sentido, al estilo de la de Alexandria Ocasio-Cortez, pero para posiciones en el gobierno de Puerto Rico. Se puede organizar un capítulo puertorriqueño de corrientes como los Socialistas Democráticos de Estados Unidos (DSA, por sus siglas en inglés), que postule en elecciones de la isla. Son solo ejemplos. El desbloqueo consiste en aprovechar los propios vínculos de la población puertorriqueña con Estados Unidos y su deseo mayoritario y ampliamente demostrado de articular sus opciones en ese marco, para moverse hacia políticas de democracia social y libertad ciudadana. Es una manera de contribuir a detener el auge de las derechas extremas.
Juan Duchesne-Winter
Foto tomada de: La Vanguardia
Fuente: https://nuso.org/articulo/puerto-rico-crisis/
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