En los últimos años, se vienen alzando cada vez más voces de alarma ante el impacto negativo que las recetas neoliberales de gestión están teniendo en la universidad. La creciente dependencia que sufre el mundo académico respecto de unos rankings que priorizan cantidad sobre calidad, cada vez más controlados por dos multinacionales, y en un paisaje atravesado de precariedad, incertidumbre y fomento de la competencia entre individuos, son algunos de los factores que moldean el día a día de docentes e investigadores. Y al final también, claro, de los estudiantes. En el caso español la situación se ve agravada por unos recortes draconianos que siguen sin revertirse, a diferencia de lo que ocurre en los países de nuestro entorno.
La obra ganadora del último Premio Catarata de Ensayo precisamente estudia la aventura de intentar ejercer el oficio académico frente a este panorama. Con el título de Crítica de la razón precaria: la vida intelectual ante la obligación de lo extraordinario (Catarata, 2019), Javier López Alós, exprofesor de la Universidad de Leeds, analiza el impacto que una precarización sin precedentes tiene sobre la investigación y la enseñanza. Es decir, sobre la actividad intelectual en la sociedad contemporánea.
No es el primer ensayo dedicado al tema. Títulos recientes como La desfachatez intelectual, de Ignacio Sánchez-Cuenca (Catarata, 2016), El entusiasmo, de Remedios Zafra (Anagrama, 2017), En los límites de lo posible, de Alberto Santamaría (Akal, 2018) o No tengo tiempo, de Jorge Moruno (Akal, 2018), por citar algunos en castellano, han tratado ya la cuestión de la degeneración del pensamiento público —es decir, del pensamiento— en el escenario de posrevolución neoliberal. Mucho antes, autores de referencia como Richard Sennet, Judith Butler o Guy Standing, entre otros, habían trabajado este problema, cuando las consecuencias del fenómeno no eran aún tan palpables. No se trata por tanto de una idea feliz que brota de la nada, sino que se inscribe en una tradición de la que el profesor López Alós, doctor en Filosofía, se hace responsablemente cargo. La virtud de este ensayo, amén de su estilo asequible y agradable, nada abigarrado, está en la parsimonia y exhaustividad con que examina en lo concreto las consecuencias sociocognitivas de la precariedad a partir de su propia experiencia. Lo hace en primera persona, pero sin caer en lamentaciones ni en una excesiva afectación, manteniendo cuidadosamente la voluntad de abstracción y universalidad de sus observaciones. Se trata de una aportación notable a un debate urgente.
Precariedad académica: un problema conocido y generalizado
El tema es de la máxima relevancia, considerando el papel constitutivo que la universidad juega en las sociedades modernas. Es la institución encargada de proveer la formación más avanzada y especializada que se procura a sí misma cada cultura, cada nación. La fuente de sus avances científico-técnicos, y uno de los pocos frenos de emergencia disponibles ante sus peores derivas. Motor y timón al mismo tiempo, puede impulsar la innovación y pujanza de una economía frente a otras, y por tanto la calidad de vida y el desarrollo de su pensamiento. Buena parte de los avances y logros sociales que hoy disfrutamos se han gestado en la universidad. Por ello también, los cambios que esta sufre repercuten tarde o temprano al conjunto de la sociedad. Y algunos de ellos, como explica Alós, están haciendo saltar las alarmas.
No se trata sólo de profesores jóvenes quejándose de su temporalidad. Hay mucho más. No pocos catedráticos, e incluso rectores, han llamado también la atención sobre la cuestión. El catedrático de organización de empresas Ricardo Chiva advertía recientemente en eldiario.es: “La universidad se ahoga en estos planteamientos organizativos (…) La investigación ha quedado reducida a maximizar las publicaciones en determinadas revistas, lo cual pone el énfasis en lo cuantitativo (…) Ya no se trata de publicar trabajos rompedores o innovadores que mejoren sustancialmente la sociedad”. El también catedrático Fernando Vallespín denunciaba desde las páginas de El País: “Los profesores, sobre todo los jóvenes, se encuentran con que tienen que dedicar gran parte de su tiempo a labores de gestión por la palmaria falta de apoyo administrativo. Es como competir con un brazo atado a la espalda”.
Por su parte, Esteban Hernández señalaba en El Confidencial otra peligrosa vertiente de esta crisis: “Existe una censura informal que funciona a través de mecanismos de recompensa para investigadores que utilizan los marcos teóricos adecuados, y que condenan al resto a la invisibilidad y a una carrera académica marginal”. En un informe de hace sólo dos semanas, la Fundación Alternativas concluía que la comunidad científica “vive una situación angustiosa” debido a la falta de movilidad y exceso de burocracia. Los profesores que forman la plataforma de Economistas sin Fronteras tampoco han escatimado en alarmismo: “Las políticas públicas en el ámbito universitario español han generado unos incentivos perversos que están acabando con la reflexión y el pensamiento crítico en todos los niveles”. Son sólo algunos ejemplos de una serie inacabable. La Crítica de la razón precaria se suma a esas alertas, con el añadido de que hunde el escalpelo teórico en la cuestión, para identificar qué palancas y resortes concretos están lastrando el pensamiento crítico. Es decir, el pensamiento.
La investigación reconvertida en negocio: un problema global
El impacto de la revolución neoliberal en la esfera intelectual se produce a escala global, no es un problema español. Aquí sólo hemos echado gasolina al incendio a base de recortes.
En un reportaje que periódicamente se viraliza entre el profesorado, The Guardian daba testimonio de cómo cada vez más profesores viven en los márgenes de la pobreza. Igualmente, el diario británico ha denunciado el rápido crecimiento de problemas de salud mental, explotación salvaje, y generalización del plagio, entre otras dinámicas, debido a la presión de la competencia desenfrenada para sobrevivir en la academia. También en el New York Times hemos podido leer que lo que ha cambiado en los últimos años “es la aceptación generalizada de las normas del mundo de los negocios por parte de las instituciones académicas, que reorientan su estrategia hacia la mejora de sus balances, pese a su estatus de organizaciones sin ánimo de lucro. Esto ha resultado en la voluntad de cobrar a los estudiantes matrículas cada vez más altas mientras se reducen los costos laborales” y en la adopción de un sistema hipercompetitivo “similar a la estructura de torneo que rige toda nuestra sociedad”.
Incluso el decano liberal The Economist criticaba como la dictadura de los ranking obliga a concentrar recursos en la investigación que garantice resultados de alto impacto a corto plazo, olvidando medir la calidad de la docencia, o las investigaciones de incierto resultado y largo aliento, marginando con ello a las ciencias sociales y humanidades. Hemos pasado de ser docentes-investigadores a ser hacedores de publicaciones urgentes, para quienes la docencia representa un peaje que no aporta puntos de cara a la competición. Sin embargo, el conocimiento en el que nos basamos para ello, acumulado a lo largo de los siglos, jamás se hubiera podido producir en un clima como este.
En una carta publicada hace dos años, la Conferencia de Rectores de Universidades Españolas expresaba su “preocupación por las condiciones laborales del Personal Docente e Investigador”, exigiendo la reducción de la temporalidad y otras medidas. La situación, sin embargo, ha empeorado. Según los datos del Ministerio de Educación, la mitad de los profesores universitarios aún no tiene contrato indefinido al llegar a la edad de 50. Toda una vida de interinidad. Al cumplir los 35 años, el 65% son ya doctores, pero sólo uno de cada catorce profesores tiene un contrato estable que le permita, por ejemplo, meterse en una hipoteca razonable. Los sindicatos vienen denunciando además que en torno al 60% de los profesores contratados son asociados, la figura más precaria, que cobran entre 400 y 800 euros mensuales. El orden actual exige al profesor universitario que sea competitivo en una competición global llena de trampas, pero no se le permite que salga de la temporalidad antes de haber trabajado, en promedio, 20 o 25 años en la institución. Tan precarios medios para tan altas expectativas afectan a su actividad intelectual. Primum vivere, deinde philosophari. Esa es la puerta de entrada al imperio de la Razón Precariaque describe Javier López Alós.
La vida intelectual ante la obligación de lo extraordinario
Miedo, sensación de vulnerabilidad, desorientación, aislamiento, ausencia de reconocimiento. Son algunos de los males que acosan a la tarea intelectual, y que se vienen acrecentado en los últimos tiempos, como los primeros capítulos del libro van exponiendo. Factores que moldean la vida académica, imponiendo límites, orientaciones, condiciones de partida, penalizaciones, obligaciones, estilos, modos de organizar el curso de las ideas y los tiempos.
El texto se reparte en dos mitades. En la primera, Precariedad y afectos —si hace setenta años se hablaba de “el giro lingüístico”, en la última década vivimos “el giro afectivo” de las ciencias sociales—, se analizan las condiciones vitales, sociales y personales de esa clase que se ha dado en llamar “cognitariado” o “precariado intelectual”. En la segunda parte, Precariedad y vida intelectual, desglosa las consecuencias cognitivas, y por tanto políticas, de esa nueva razón precaria.
Para analizar las formas en que la precariedad impacta en la labor intelectual, el autor abandona toda simulación de imparcialidad, arrancando desde la propia experiencia, pero sin abandonar en ningún momento la exigencia de precisión. De hecho, se subraya la necesidad de afrontar la producción de conocimiento desde estructuras de comunidad intelectual, a menudo en oposición a los presupuestos de la institución neoliberal. Entre otras razones, para “mantener a raya la propia subjetividad, como criterio de verdad”, para poner distancia emocional con su objeto de estudio mediante la reflexión compartida, en el intento siempre inacabado de perseguir mayor objetividad, “como si el fenómeno no consistiera en algo que enraíza en el sujeto”. Ese esfuerzo patente resulta muy de agradecer en tiempos tan líquidos, dada la pésima suerte que ha corrido la noción misma de objetividad en el último medio siglo.
Con esta promesa de combinar distancia reflexiva e implicación vivencial, la obra despega ilustrando la condición de precario intelectual con una anécdota personal, en la que muchos podemos reconocernos. Un accidente informático hizo perder a López Alós el disco duro donde guardaba el borrador de libro, sin que quedara copia de seguridad del mismo. Una fatalidad así obliga a tomar una decisión vital. Si crees en el valor de tu obra (es fácil verlo hoy, una vez premiado) puedes invertir en un nuevo ordenador y afrontar el coste de reparación del disco dañado, que puede ascender a mil euros, sin que se pueda garantizar la recuperación del archivo. Pero si dudas, que es lo normal, puesto que lo más probable en este género es que los beneficios no resarzan de los gastos, será muy fácil abandonar la tarea, o postergarla indefinidamente. Todos tenemos algún manuscrito eternamente inacabado y olvidado en el fondo de algún disco duro. Si eso hubiera ocurrido, si las cábalas financieras de López Alós se hubieran inclinado del lado de la precaución ahorrativa, en vez de hacia la audacia y el tesón, hubiéramos perdido un ensayo muy necesario. Al recorrer este pasaje, el lector no podrá evitar sentir que, en la adjudicación del premio, el jurado ha estado doblemente acertado.
Fracasos individuales, causas sistémicas
En sus primeras andaduras, el libro interpreta las relaciones intergeneracionales en clave de resentimiento, aunque politizado, generado por un paternalismo tanto más injustificado cuanto las promesas de progreso se iban truncando y emergía la amarga realidad: la generación con más altas expectativas y mejor formación sería también la primera en mucho tiempo que viviría peor que sus padres. Ese fracaso colectivo, además, durante mucho tiempo ha sido leído a escala individual. Sobre el impacto intelectual de ese retroceso, la conclusión es tajante: nadie en esta generación alcanzará el reconocimiento intelectual logrado por los mejores de las generaciones precedentes, porque nuestras condiciones de trabajo lo impiden. No sólo por falta de estabilidad y seguridad, sobre todo por “el conjunto de transformaciones culturales y organizativas que rigen la esfera intelectual en esta etapa del capitalismo”, que impiden institucionalizar tradiciones intelectuales, escuelas, continuidades y renovación a la altura de los proyectos de investigación de largo aliento.
Cuando se adentre en el texto alguien que, como es mi caso, haya pasado más de una década trabajando en cuatro o cinco universidades diferentes y en distintas disciplinas (después de otros once años de empleos alimenticios en precario como estudiante), tendrá la sensación de que cada capítulo va rasgando velo tras velo una perspectiva poliédrica e integral de su propia experiencia, perfilando los contornos de un ecosistema vivido, más que conocido. Página a página, conforme van encajando las piezas de nuestro curso vital, ciertas desorientaciones se tornan en amargas certezas, pero también en brújulas, señales y decisiones. En ese sentido, la Crítica de la razón precaria, no puede dejar de tener algo de terapéutico para el cognitariado al que interpela. Es un mapa. Uno muy completo.
La institucionalidad salvaje e insuficiente que López Alós dibuja no podría resultar ajena a quien la haya habitado. La viveza y realismo de su representación confirman otra sospecha generacional: muchos de los mejores se han quedado fuera. No sólo por perversos mecanismos de selección adversa, también por los ritmos y sesgos fatales que impone la rankingnitis en el campo de las humanidades: pensar con profundidad, con todas las consecuencias, exige buena calma y mucha libertad para desplegar e implicarse con el propio pensamiento. Señal de ello es que, cada vez más, muchos de los textos que exploran el pensamiento de la época, como es el caso, provienen de fuera de la academia o de sus cada vez más difusos márgenes. De ahí la distinción entre saber encerrado y saber expulsado que plantea el autor.
El libro no trata de esquivar los temas más espinosos, como las endogamias y mandarinatos institucionales de los que somos inevitablemente agentes y pacientes, por acción o por omisión, ni la tecnificación de la arbitrariedad que, sumada a cierta atomización y opacidad de la investigación, orienta la producción intelectual a la mera superación de los protocolos de evaluación. Se observa también el papel del reconocimiento institucional, no ya como gratificación añadida o seña de estatus, sino como condición de posibilidad de la identidad profesional, como salvoconducto para proseguir y a menudo como salario emocional, expresión académica del imperante ‘capitalismo afectivo’.
Esta dictadura del reconocimiento, en entornos de fragilidad e incertidumbre post-crisis, estaría fomentando que miremos a todo aquel que no sea un colaborador de facto (potencial fuente de “sinergias”, en lenguaje gurú) como a un potencial competidor, una amenaza. En este sentido, López Alós distingue también entre organizaciones virtuosas y perversas: las primeras fomentan lo mejor de sus miembros en términos personales y profesionales, orientando su actividad al bien común, mientras que las segundas, características de este momento histórico, prácticamente boicotean lo anterior, obstaculizando objetivos comunes. La solidaridad y la cooperación como principios resultarían hoy contrahegemónicos, y amenazan con lastrar la carrera profesional de quien trate constantemente de materializarlos, tanto como la salud mental de quien sistemáticamente se vea empujado a deshacerse de ellos.
Precariado intelectual y salud mental
Hace un par de años, un informe de RAND Europe titulado “Entender la Salud Mental en entornos de investigación” situaba al personal universitario entre los de más alto riesgo de burnout, un síndrome que acaba de ser reconocido por la OMS como enfermedad laboral. A mí me fue diagnosticado en 2015, pero tampoco hubiera podido permitirme una baja laboral prolongada sin perder el tren, así que decidí resolver con una buena dosis de fármacos, algo de terapia, y vuelta al ruedo. No soy ningún héroe, es lo que hace todo el mundo. No pasar demasiado tiempo en boxes.
El informe en cuestión, un metaestudio que revisa 48 investigaciones en el área, concluye que un 37% de académicos presentaba algún trastorno de salud mental, aunque sólo un 6,2% informa a sus superiores. Para romper ese tabú, Reino Unido celebra ahora cada mes de marzo el Día de la Salud Mental en la Universidad (véase #UMHD19). Son cifras monstruosas, pero otros estudios arrojan tasas similares. Uno más reciente, realizado en Bélgica con colaboración de instituciones chinas e italianas, sobre 3.659 investigadores de doctorado, revelaba que el 51% presenta síntomas de daño psicológico, y el 32% están en grave riesgo de desarrollar un desorden psiquiátrico. En otro estudio publicado el año pasado en Nature Biotechnology, el 39% de los doctorandos presentaba un perfil de depresión, frente a un 6% entre la población general. Según Francisco Alonso Fernández, catedrático de Psiquiatría y Psicología Médica de la Universidad Complutense, la prevalencia en España es algo menor: en torno al 30% de los profesores presentan problemas de salud mental. Pero, ¿cómo hemos podido llegar a una situación tan catastrófica? A mi juicio, la Crítica de la razón precaria recoge todos los núcleos de interés principales de la cuestión.
En su vocación expansiva y globalista, denuncia López Alós, la ideología neoliberal ha terminado colonizando no sólo el planeta, físicamente, sino todos los aspectos de la vida, y especialmente el orden de los afectos, sembrando un régimen emocional desequilibrado regido por criterios de uso y beneficio —Alberto Santamaría hablará de “obesidad emocional”—. Se ha llegado a hacer de la pasión un motor de productividad, inscrita en una lógica sacrificial de autoexplotación permanente, donde el tiempo de ocio ha quedado abolido. Hemos interiorizado las demandas disciplinarias del sistema productivo, quizá con algo de retraso en el mundo académico, pero sin duda con especial intensidad.
Orbitamos en torno a un nuevo tipo de biopoder, cuyo panóptico son las métricas del índice Google-H. Byung-Chul Han se ha convertido en el filósofo de moda, a la zaga de Slavoj Žižek, exponiendo la correspondencia entre el sujeto del rendimiento y la sociedad del cansancio. Pero López Alós se distancia del coreano en su pretendida superación del paradigma biopolítico foucaultiano: las medidas de autovigilancia y autocastigo, la servidumbre voluntaria y apasionada, no remplazan ni excluyen a las impuestas desde fuera por otros mecanismos de gestión y control, más bien forman estratos que se superponen.
Efectivamente, no sólo toda pasión ha de ser productiva, metabolizable por el mercado, para adquirir legitimidad. Hoy la pasión productiva es ya obligada, es la condición de insertabilidad en el sistema productivo. Convertida en valor cultural e incluso moral, deviene una forma de control social del precariado, obligado constantemente a rogar y reconquistar su medio de vida sin perder en ello la actitud positiva. Su desprotección va más allá de lo económico, tiene que ver con la dualidad aislamiento/vasallaje y por tanto con la carencia de soporte comunitario. Todo un tobogán hacia la ansiedad, la depresión y los fármacos, esa parte de la vida que no aparece en Instagram. En las redes digitales, nuestros avatares conectan más bien con la idea de cronificación dulce, expresión que el autor toma de José Luis Moreno Pestaña, “el imprescindible arsenal de justificaciones compensatorias del que nos proveemos para soportar lo que de otro modo se volvería insufrible”, en palabras de Javier López, el reino de la competitividad, que él sugerentemente define como lo que queda tras la desregulación de la competencia.
Nómadas intelectuales: cuando la vocación es un lastre
Otra distinción relevante que plantea López Alós es entre dos nociones distintas pero solapadas de preparación: como formación cultural y como disponibilidad para la competición desregulada. La primera conecta con el cultivo de un impulso vocacional cuya productividad es incierta y no está garantizada. La segunda, con garantizar esa productividad a pesar de la eventualidad, con la versatilidad para adaptarse al campo que el mercado señale en cada momento, superando la propia pulsión o vocación y procurando una cierta maleabilidad de los propios intereses a demanda de la institución o del mercado, cada vez menos diferenciables.
Según esa lógica, toda vocación se vuelve una rigidez inútil, cada vez más obsoleta, un obstáculo contraproductivo y opuesto a la capacidad de reinvención flexible. En vez de una trayectoria coherente, cada vez son más frecuentes las singladuras erráticas que permitirán adaptarse a la posibilidad de una beca, de un contrato, una promoción, un proyecto financiado… hasta que se termina por extraviar la vocación inicial. Navegar “sin otra congruencia que la vaga posibilidad de llegar a alguna parte, no importa adónde”. En ese caso, le decía el gato de Cheshire a Alicia, cualquier camino sirve.
Para López Alós, el abandono de planes de investigación de largo aliento, que ocupan toda una vida, como ocurría en otras épocas, o la fragmentación de saberes y la tendencia narcisista al hermetismo, la autorreferencialidad y la insatisfacción académicas, son producto de este orden caotizante. “La torre de marfil ya no simboliza la vanidad, sino el miedo”.
La barbarie hacia la que nos deslizamos, advierte el autor, no se opone a civilización en términos de sofisticación tecnológica u organizativa, sino en la incompatibilidad con una pluralidad real de formas de vida, autorreflexivas y no regidas por el miedo o la violencia. Como la civilización, la barbarie persigue producir a su manera ciertas formas de seguridad, aunque sea a través de la lucha, pero a diferencia de ésta, se desentiende de cualquier criterio de justicia y equidad. Por eso nunca lo logra. Produce más bien un nomadismo intelectual cuya pertenencia grupal es siempre coyuntural y sobrevenida, “sobre todo simbólica y no de verdadero compromiso material con los otros miembros de la tribu intelectual”, de quienes sin embargo temporalmente depende la productividad lograda. Por supuesto, ningún sistema de gestión es tan perfecto como para impedir numerosas excepciones, de las que también se ocupa el autor.
Esa competición y precariedad que siempre marcó la fase de aprendiz, la “pasantía” en cualquier oficio, ha ido creciendo con nuestra generación. A buen seguro, muchos profesores de mediana edad se identificarán con estas palabras tomadas del quinto capítulo, Precariedad a la deriva. Si biológica, social e intelectualmente, el precario intelectual debe perseguir un ideal de madurez y responsabilidad, “su realidad económica e institucional lo fuerza a permanecer indefinidamente en una situación de minoría de edad. (…) De joven tenía toda la carrera por delante; ahora, precisamente, como una carga que se desplaza al lado equivocado e impide avanzar, lo que siente es toda esa carrera por detrás, arrastrándola de un sitio a otro sin saber muy bien por qué o para qué. Sin destino.” Ese precariado intelectual, desorientado y carente de destino claro y de mapa fiable, se dedica a acumular hitos en unos CV que suelen superar las cien páginas. Pero “cuando en la carrera se pierde el horizonte, lo único que queda es la certeza de seguir marchando y la inevitable presencia de la fatiga”, advierte López Alós.
Cada vez más, el precario carece de relato coherente que explique su propia odisea, lo que produce un impacto fatal no ya en el pensamiento crítico, sino en el propio bienestar mental, dada la ausencia de estructura narrativa sólida, sustituida por “una colección de momentos, vivencias, sensaciones ambivalentes que se van amontonando a lo largo de los años”. Reconocer su fracaso parcial sería un posible punto de giro, pero dicho reconocimiento operará fatalmente en su contra en una sociedad competitiva obsesionada con el triunfo. El problema es que “la experiencia del fracaso es constitutiva del aprendizaje humano”, además de necesaria para construir un relato realista de sí mismo, pero el precario no se puede permitir ese lujo, obligado a convencer a su entorno de que su carrera es una sucesión de éxitos.
Salidas y líneas de fuga: el intelectual plebeyo
Pese a las enormes adversidades para el pensamiento crítico de las que el libro hace inventario, no todo en él es una invitación al pesimismo de la razón. Su último capítulo, Salidas, sin prometer paraísos, ofrece un respiro al optimismo de la voluntad, algunas líneas de fuga para buscar refugio.
No basta con rebajar expectativas. El primer paso para salir de una trampa es darse cuenta, entenderla. Desnaturalizar y desinteriorizar el orden neoliberal, llevar a cabo una operación de extrañamiento, alimentar la toma de conciencia. Dejar de identificar valor personal con valor de uso en el mercado permitirá poner a salvo la autoestima. A partir de ahí, rehacer el mapa, registrar con precisión sus cambios y nuestros errores de cálculo u orientación, reconstruir los viejos objetivos con nueva forma y buscarlos por nuevos derroteros, con nuevo instrumental, evitar volver al bucle. En su crítica de la razón pura y de la razón práctica, Kant trató de superar la dicotomía entre racionalismo y empirismo en los albores de la modernidad, señalando las limitaciones de ambos sistemas. Salvando las distancias, en estos estertores de la modernidad que aún llaman postmodernidad, la Crítica de la razón precaria propone superar la identificación con la precariedad mediante una operación que podríamos llamar de “reenmarcado estratégico”.
En concreto, López Alós sugiere emprender una transición de la figura del precario intelectual a la de intelectual plebeyo, de lo adjetivo a lo sustantivo, cuya nueva adjetivación no necesariamente es definitiva, ni hace falta fetichizar. Transición que no busca reprobar la anterior condición, sino el sistema que la produce y a quienes lo perfeccionan. El libro evita caer en la moralina fácil, huye de la lógica de apocalípticos frente a integrados. No confunde explicación con justificación. “Lo que es innegociable”, dice Alós, “es justamente eso, la manera en que uno se dispone a mirar el mundo, a relacionarse con la verdad de las cosas y con los otros para llegar a entenderlas”. Sugiere marchar hacia la reconciliación con el principio de realidad sin dejarse la dignidad por el camino, sin celebrarla ni darla por inmutable. Si el precario intelectual busca la fuga mediante la integración en una lógica que le resulta insana, el intelectual plebeyo se recompone al margen de esa lógica que entiende perversa, pero “sin dejarse guiar por las pasiones tristes del despecho, la envidia o el resentimiento”. Otras propuestas incluyen pelear para organizar entornos más justos, “que no estigmaticen la vulnerabilidad sino que la mitiguen”, y precaverse de la dualidad éxito-fracaso tan central para el imaginario anglosajón (y cada vez más para el mediterráneo), con su glorificación del winner frente al loser. Fracaso no puede ser la ausencia de éxito, advierte López Alós, pero sobre todo éxito no puede ser la ausencia de fracaso, porque es un imposible lógico y biológico. De otra manera, no cabe esperar más que insatisfacción y frustración generalizadas.
Sin perder legibilidad ni frescura, y sin peajes en forma de estilo pomposo o lenguaje de palo, el de López Alós es un ensayo con mayúsculas, en el sentido pleno y clásico del término: metódico, exhaustivo, parsimonioso. No obstante, se deja leer muy bien de forma salteada, picoteando el índice según los focos de interés de cada cual. Especialmente recomendable es su lectura para ese joven ejército académico de reserva que son los doctorandos. Desde que se ha publicado este libro, estáis un poco menos solos y solas. Pero también hará bien a profesores e investigadores más asentados. No les descubrirá nada que no hayan sentido ya en sus carnes, pero les ayudará a poner en orden esa experiencia, y a buscar soluciones en común. No es poca cosa.
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Miguel Álvarez Peralta es profesor en la Facultad de Comunicación UCLM.
Fuente: https://ctxt.es/es/20190807/Firmas/27681/Miguel-Alvarez-Peralta-rese%C3%B1a-universidad-precariedad-neoliberalismo-Javier-Lopez-Alos.htm
Foto obtenida de: https://ctxt.es
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