El estar planteando cada dos años una reforma tributaria con la idea de irla haciendo más integral, siempre es una promesa, un acto fallido que nos lleva al mismo camino de tener que ir preparando la siguiente. Esos actos irresponsables por parte de los hacedores de política, tienen en realidad una intensión variopinta al principio pero que terminan naufragando en los intereses y en la capacidad de los lobistas de las grandes empresas.
Y es acá donde empieza la primera corrupción. Además, el gobierno prepara todo su arsenal a favor de la Reforma que se materializa en recursos asignados a las regiones, o lo que se viene llamando como mermelada, en alusión a un buen intento pedagógico del exministro Echeverry para defender el reparto de las regalías a todo el país pero que terminó por convertirse en la imagen de la corrupción. Ya incluso el Vicepresidente Vargas Lleras ha anunciado movilización ciudadana en contra de la Reforma, perece ser que en “venganza” por la no financiación de algunas obras y, esto es más creíble, en contravía a uno de sus posibles opositores para una eventual candidatura presidencial.
Lamentables espectáculos estos cuando debe primar el interés general: resulta entonces que el tránsito de una reforma necesaria debe de pasar por las dádivas que reciben los honorables miembros del Congreso de parte de las empresas interesadas en no pagar impuestos, estos a su vez “tramitan” recursos del gobierno para dirigirlos a proyectos en sus regiones, cumpliendo dos objetivos corruptos: obras para financiar sus campañas e imagen de buenos gestores ante sus electores inmediatos.
La equidad termina entonces como un objetivo de la Reforma pero que no se cumple al privilegiarse los intereses particulares. El tener un régimen tributario inequitativo ciertamente produce el efecto de la evasión, se trata de una espiral injusta que lleva a que la estructura tributaria tenga que soportarse en quienes no pueden evadir, o no tienen capacidad para posibilitar exenciones a su favor: los trabajadores.
El segundo dilema es el de la evasión. No ya como un resultado o la reacción ciudadana a la inequidad y a la ineficiencia del recaudo y del gasto, sino como estrategia de no pago de impuestos. El sector empresarial se ha quejado de las altas tasas nominales, las cuales pagan muy pocos y que al final del ejercicio son diferentes a las que realmente se pagan, dadas las grandes posibilidades de exenciones existentes. Las personas naturales tienen tasas bajas comparadas con los países no solo los llamados desarrollados sino con nuestros propios vecinos de Sur América. Es decir, ni empresas ni personas queremos pagar impuestos.
La evasión en Colombia es una vergüenza social. No solamente se evade el pago de las obligaciones tributarias, sino que lo que se recauda, como en el caso del IVA, no se entrega al Estado por parte de las empresas, o peor aún, se reclama en devolución a la DIAN amparados en las mafias que existen al interior de la institución. Se calcula que la tasa de evasión del IVA puede ser del 25.3% que podría representar 14 billones de pesos. A esto hay que sumarle los cálculos de evasión del impuesto de renta que se aproximan a los 16 Billones de pesos, y de otros impuestos como los de comercio exterior, dineros en paraísos fiscales, el impuesto al consumo, entre otros, que se estiman (por fuentes como la DIAN y la OCDE), en total en unos 90 billones de pesos. El problema entonces no son los impuestos, el verdadero tema está en la evasión y en la capacidad de las instituciones para combatirla y castigar a quienes no pagan impuestos.
Otro elemento que indigna es el gasto desaforado. Cada día las noticias le muestran a la sociedad como desde el Gobierno y las demás instituciones del Estado, el erario público se convierte en la caja menor de los servidores públicos. El último de ellos ha sido el escandaloso tema de las escoltas para el exprocurador, a lo que se han agregado los casos de otros exfuncionarios e incluso la exagerada dimensión de la protección al senador Álvaro Uribe. Pero esto no es lo único, el país paradójicamente se ha acostumbrado tanto a la corrupción que esa máxima inmoral del expresidente Turbay “hay que llevar la corrupción a sus justas proporciones” se hay vuelto un imperativo necesario. En fin, sea en obras de infraestructura, en gastos de inversión o en los gastos de funcionamiento, el roto fiscal se hace manifiesto, pero la intencionalidad de taparlo es ninguna. Esto no solo es un aliciente para la evasión, sino que se constituye en la materialización del fracaso del Estado social de derecho a través del desvío de los recursos públicos hacia intereses y patrimonios privados.
El Gobierno Nacional en aras de mantener la Unidad política que le posibilita las mayorías en el Congreso, asume no solo una actitud benevolente frente a los gastos, sino que promueve el uso del gasto como una forma de aceitar la maquinaria electoral, la misma que alimenta a diario pero que no le funcionó en el plebiscito. Como serán de corruptos los llamados padres de la patria, los gamonales electorales de las regiones, que ni siquiera cuando se requiere para el país, que enfilen sus huestes electorales, el dinero no aparece.
La idea entonces de una comisión del gasto no solo es necesaria, sino que ya algunas decisiones se tendrán que tomar sin esperar que ella, como la Comisión Tributaria, tenga que aguantar uno o dos años para empezar a discutir sus recomendaciones. Resulta llamativo incluso que aun con la insistencia de instituciones como la OCDE, el país se concentre en la ampliación y aumento de los impuestos, pero poco en optimizar el gasto y llevarlo a sectores de mayor impacto y productividad, un solo lado de la ecuación que claramente opta por no atacar la corrupción ni el despilfarro.
Estas características inmorales del sistema político, empresarial e incluso de las personas, hacen que el proyecto social de Colombia como país sea fallido. Somos una sociedad que no está dispuesta a pagar sus impuestos como es debido y quienes si lo hacen cada vez sienten menos alicientes para continuar. La inequidad tributaria se hace manifiesta no solo en la búsqueda de la ampliación de quienes deben de pagar impuestos o en la elevación de las tasas de impuestos claramente regresivos como el IVA, sino en el incumplimiento de normas claras como la solidaridad social y la concurrencia del Estado a proteger a las personas más vulnerables de la sociedad.
Las políticas conservadoras sí que han protegido a los grandes capitales y lo seguirán haciendo; la idea básica sobre la que se construye la Reforma es ampliar la base y subir impuestos indirectos que paga la población, salidas regresivas en un país que, en la informalidad, la pobreza y la desigualdad tiene sus más importantes características socioeconómicas.
Como suele suceder con las crisis que las terminan pagando los más débiles, la corrupción y el despilfarro público lo pagarán los trabajadores. Otra Reforma entonces que, si bien el país requiere en términos de la búsqueda de un modelo tributario de mayor justicia y equidad, así como de encontrar los recursos necesarios para suplir no solo los gastos del posconflicto sino la obligatoriedad misma dada por el Estado social de derecho; terminará enredada en los vericuetos de la corrupción, la misma que tiene enormes costos fiscales para el país pero que sus dirigentes y las élites no están dispuestas a negociar.
Jaime Alberto Rendón Acevedo
Director Programa de Economía
Universidad de La Salle
Noviembre 2 de 2016
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