Para la derecha estadounidense, la asunción de Donald Trump como el 45º presidente significó un momento de renacimiento político. Algunos sectores del conservadurismo norteamericano habían propiciado por largo tiempo una contracultura reaccionaria que definía el impulso a los derechos civiles como opresión, se oponía a la igualdad de las mujeres y a la transgresión de las normas heterosexuales convencionales, ridiculizaba la hegemonía de los medios de comunicación liberales y desconfiaba de la globalización y sus instituciones liberales corporativas, entre ellas la Organización de las Naciones Unidas (onu) y la Organización Mundial del Comercio (omc). Ya en la década de 1950, esta política reaccionaria había conquistado un espacio en el ala derecha del Partido Republicano. Y se vio revitalizada por la campaña de Barry Goldwater y la respuesta conservadora contra las revoluciones sociales de los años 60. Reintegrada a la corriente principal del Partido Republicano por Ronald Reagan, luego estalló en una feroz hostilidad hacia los Clinton en los años 90. Con Trump, finalmente logró situarse en el centro de la escena. Para la derecha, no es necesario justificar la explosión de «sinceridad» de Trump y sus compinches, el descarado nivel de sexismo y xenofobia de su gobierno y su fuerte nacionalismo en temas de comercio y seguridad. Su elección representa la anhelada anulación del consenso del liberalismo.
Los demócratas centristas también ven este gobierno como algo histórico, aunque para ellos representa la traición a lo mejor de eeuu. La elección de un hombre como Trump en la segunda década del siglo xxi significó un quiebre para el preciado relato liberal de progreso, desarrollado desde la Guerra de Secesión hasta el New Deal, el movimiento por los derechos civiles y la elección de Barack Obama. Se trataba de una autoconcepción del país que había sido cuidadosamente cultivada por el liberalismo de la Guerra Fría y que parecía haberse concretado en la era Clinton del poder estadounidense. La elección de un hombre con un carácter tan abiertamente sexista y xenófobo como Trump fue un golpe tan enorme que remitió a comparaciones con las grandes crisis de la democracia en la década de 1930. Sin demasiado esfuerzo se trazan paralelos entre Mitch McConnell –líder de la mayoría republicana en el Senado– y Paul von Hindenburg1. Se habla de un momento como el del incendio del Reichstag, en el cual un acto de terrorismo podría ser aprovechado para declarar el estado de excepción. Estas referencias al periodo de entreguerras son impactantes y tranquilizadoras al mismo tiempo. Nos recuerdan que hubo victorias decisivas en importante batallas. No por nada el movimiento anti-Trump se define a sí mismo como «la resistencia», rememorando heroicas acciones antifascistas de mediados del siglo pasado.
Aunque esta retórica se basa en la historia, lo que sorprende es su desarrollo tan reciente. Hace apenas unos años la actitud del establishment del Partido Demócrata no era la de una resistencia desafiante; lo que predominaba era una insípida complacencia futurista: el desarrollo de la diversidad estadounidense y las manifiestas preferencias políticas de la oligarquía digital californiana garantizarían a los demócratas su permanencia en el poder. Los seguidores de Trump no solo eran deplorables2, sino que además estaban condenados a la extinción. A ambos lados del Atlántico, la tarea de los intelectuales centristas consistía en desbaratar las críticas provenientes de la izquierda, que denunciaban el imperio de la tecnocracia antidemocrática y el vaciamiento de la democracia.
La revitalizada izquierda estadounidense, movilizada por Bernie Sanders y atraída hacia organizaciones como los Socialistas Democráticos de Estados Unidos (dsa, por sus siglas en inglés), no duda de las desastrosas consecuencias de la actual presidencia. Pero para la izquierda Trump no representa una ruptura histórica, sino una continuidad. Tal como señaló Jed Purdy el año pasado en la revista Dissent, Trump «no es una desviación anómala, sino el regreso al punto de partida, es decir, a la norma histórica»3. Trump revela de manera descarnada aquello que tapaba la civilidad de Obama y su gobierno: la subordinación de la democracia estadounidense al capitalismo, al patriarcado y al inicuo orden racial originado en la esclavitud.
Por su constante crítica radical, la izquierda estadounidense se ganó alguna vez el desprecio de los sectores centristas. Ahora, cuando el centro ha entrado en pánico, la izquierda percibe una apertura. Con el respaldo de dsa, la insurgencia en el Partido Demócrata parece tener una base verdaderamente amplia. Una franja de jóvenes ha logrado deshacerse del estigma que implicaba hablar de socialismo. No se trata de un momento de crisis democrática; para la izquierda, representa una oportunidad sin precedentes en muchas décadas.
Aunque las posiciones son muy diferentes, los tres sectores tienen algo en común: impulsan objetivos decididamente nacionales. Trump promete que eeuu volverá a ser grande. Los demócratas centristas se escandalizan de que Trump haya osado poner en tela de juicio la grandeza del país y prometen reparar el daño causado por el actual presidente. La preocupación por la injerencia rusa es un llamado a unirse en torno de la bandera. Mientras tanto, la izquierda se inspira en un discurso tan patriótico y nacionalista como el de sus oponentes del centro y la derecha. En Dissent, Purdy convoca a los activistas a retomar la tradición nacional que se remonta a la Reconstrucción Radical, al ala izquierda del New Deal y a los derechos civiles. En Tablet, Paul Berman ha reavivado la idea de Forjar nuestro país de Richard Rorty y su insistencia en continuar la tradición del republicanismo radical, desplegada por figuras que van desde el poeta Walt Whitman hasta el filósofo John Dewey y quienes los siguieron4.
Existen limitaciones para adoptar una postura verdaderamente internacionalista o cosmopolita en eeuu. Para cualquier persona con conciencia política, sería poco realista desconocer esta dificultad. Tampoco hay que perder el tiempo imaginando cómo podría hacer el país para desembarazarse de su oxidada Constitución del siglo xviii, la más antigua entre las que hoy están vigentes. Sin embargo, aun cuando las apelaciones patrióticas representen la condición sine qua non de la política estadounidense, no deja de ser sorprendente el tono historicista que adquiere la discusión sobre la crisis. En una época en la que el mundo se transforma debido a la aceleración del cambio climático, la última gran explosión demográfica en el África subsahariana y el ascenso asiático impulsado por el capitalismo autoritario de China, es imposible que no suenen anacrónicas las referencias a la Segunda Guerra Mundial, la Edad Dorada, la Guerra de Secesión o la Revolución de las 13 Colonias.
Es cierto que la idea de una política no nacionalista parece poco realista, pero cabe preguntarse si la adopción incondicional de la narrativa patriótica, como la que proponen Berman y otros, no resulta contraproducente para «la resistencia». Tim Shenk, coeditor de Dissent, sugiere razonablemente que los sectores progresistas estadounidenses deberían dejar de abordar los principales problemas sociales, económicos y políticos del país como la carga de ser una nación excepcional y deberían empezar a considerarlos como un mero tema de justicia y pragmatismo, como lo haría cualquier otra democracia5. Dado el estado de ánimo actual que impera especialmente entre los militantes más jóvenes, quizás el significado histórico de la crisis de Trump consista en inmunizar a toda una generación del país contra cualquier forma de excepcionalismo celebratorio. Aunque, como señala con entusiasmo el propio Trump, su victoria puede ser vista como el preludio de una ola más amplia de populismo nacionalista que se extiende en el mundo entero.En el libro El pueblo contra la democracia. Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla, de Yascha Mounk6, el ex-director ejecutivo del Instituto Tony Blair para el Cambio Global plantea que los seguidores de una agresiva democracia iliberal al estilo de Viktor Orbán o Trump expresan una completa aversión hacia el liberalismo tecnocrático de las elites ejemplificado por los políticos y los líderes empresariales que se reúnen cada año en Davos. Con buenas razones, los «chalecos amarillos» y muchos de quienes votaron por el Brexit imaginan que la clase gobernante los mira con desdén. Su reacción es una reafirmación agresiva de la soberanía popular. Aunque el electorado joven sigue yendo hacia la izquierda, ya no lo hace de manera tan uniforme. Mounk detecta un alarmante crecimiento de actitudes autoritarias incluso entre los jóvenes europeos y estadounidenses. Los hombres fuertes y los líderes militares generan cada vez más apoyo entre los veinteañeros. Lejos de ser una excepción democrática, eeuu muestra altos niveles de respaldo a una forma autoritaria de gobierno y encaja perfectamente en este esquema.
Estas constataciones resultan llamativas y originales, pero el análisis de Mounk no lo es tanto. Para explicar el viraje hacia el pensamiento autoritario, señala tres factores: la caída del control de las elites sobre los medios especializados en temas políticos por el ascenso de internet, el fracaso del crecimiento económico en distribuir la riqueza y el miedo de los blancos por la creciente diversidad. Es una lista familiar de preocupaciones y Mounk propone una lista familiar de soluciones: que los medios informativos actúen con mayor responsabilidad para evitar la incitación al odio, que se preste más atención a la desigualdad económica y que se realicen esfuerzos sostenidos para asegurar que «los pueblos y las naciones vuelvan a sentir que controlan sus vidas o su destino». Todo muy bonito. Pero si, en definitiva, es la tecnocracia liberal antidemocrática la que impulsa la sublevación popular, ¿cómo es posible obtener una respuesta creíble a partir de una lista tecnocrática de soluciones ofrecidas por un grupo de reflexión de tecnócratas? ¿Cómo es posible que no suene dudosa la idea de emprender esfuerzos para asegurar que los pueblos vuelvan a «sentir» que están al mando, en lugar de aplicar una serie de políticas que realmente los empodere?
Entre los libros que comparan las crisis en diferentes países, el que más invita a la reflexión es el escrito por los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. Cómo mueren las democracias7 ubica eeuu dentro de una investigación más amplia, que analiza cómo los autócratas surgidos de elecciones subvierten y socavan el sistema. Las democracias son frágiles porque dependen de partidos que compiten y aceptan normas comunes. Las normas son esenciales, ya que sin ellas «los mecanismos de control y equilibrio no funcionan como los baluartes de la democracia que suponemos que son». Una vez que han sido colocados en una posición de poder y que han sido liberados por la erosión de las normas democráticas, los autoritarios que ocupan cargos electivos buscarán ejercer su influencia sobre los árbitros del sistema, forzando a jueces a retirarse, sofocando a la prensa e inclinando permanentemente la balanza en contra de sus oponentes. No hay duda de que en este momento el sistema político estadounidense está amenazado en los tres frentes. Para aquellos que se encuentran sumergidos en un ensimismado debate nacional, Levitsky y Ziblatt dejan un mensaje aleccionador: «la democracia estadounidense no es tan excepcional como a veces creemos. No hay nada en nuestra Constitución ni en nuestra cultura que nos inmunice contra la quiebra democrática».
¿De qué forma se puede detener entonces el deslizamiento en el iliberalismo? Para restablecer normas democráticas, hay que construir un nuevo consenso. Levitsky y Ziblatt citan el ejemplo de Chile, donde la violenta confrontación entre la izquierda y la derecha ocurrida a comienzos de la década de 1970, que derivó en el sangriento golpe de Estado de Augusto Pinochet, luego cedió paso a una nueva cultura de cooperación bipartidaria en la Concertación Democrática. El problema actual en eeuu reside ante todo en el Partido Republicano, que se ha comportado en repetidas ocasiones como un partido antisistema y no se considera sujeto a las normas democráticas comunes. De acuerdo con las conclusiones de Levitsky y Ziblatt, «para rebajar la polarización es preciso reformar el Partido Republicano, cuando no ya refundarlo de cero». No hay otro modo de superar la adicción a lo que su ex-senador Jeff Flake llamó «sobredosis de populismo, nativismo y demagogia».
¿Cómo se puede lograr esto? Levitsky y Ziblatt hacen referencia a la reforma de la centroderechista Unión Demócrata Cristiana (cdu) en Alemania después de 1945. No cabe duda de que la consolidación de la cdu de Konrad Adenauer en torno de normas democráticas significó una contribución decisiva para el éxito de la democracia en su país durante la posguerra. Pero ¿qué importancia tiene eso para la política estadounidense? ¿Acaso es posible imaginar seriamente que alguien del Partido Republicano extraiga enseñanzas de Angela Merkel y sus colegas? Toda la capacidad exhibida por Levitsky y Ziblatt como analistas de procedimientos y formas en materia política deviene en una ingenuidad pasmosa cuando el tema es el poder. El derrocamiento de la democracia chilena en 1973 no fue la mera degradación hacia un partidismo extremo. Se trató de un enfrentamiento violento relacionado con reformas socioeconómicas fundamentales durante la Guerra Fría. Entre las fuerzas que permitieron la destrucción de la democracia chilena, se encontraban los aparatos de seguridad y política exterior de eeuu. En Alemania, de manera análoga y tal como lo admiten Levitsky y Ziblatt, fue necesario derrotar por completo al régimen de Adolf Hitler en 1945 a fin de establecer las condiciones para reconstruir el conservadurismo en ese país. También allí el curso de los acontecimientos se vio influido por la Guerra Fría, dado que la Westbindung (integración al Occidente) de Adenauer lucía infinitamente preferible a la alternativa soviética.
Para que el Partido Republicano se transforme, ¿es necesario que eeuu experimente una catástrofe similar a la de Alemania en la Segunda Guerra Mundial? Levitsky y Ziblatt plantean la pregunta, pero nunca exploran a fondo las implicaciones. Su limitado enfoque comparativo caso por caso y su orientación hacia las instituciones y culturas políticas nacionales dejan a un lado esas cuestiones de política internacional y no ofrecen una base que permita considerar la conexión entre la geopolítica de la Guerra Fría, la posterior a ella y la trayectoria de la democracia moderna.
Quien sí aborda la crisis de la democracia occidental como un desarrollo internacional interconectado es Timothy Snyder. Snyder adquirió reputación académica por su dedicación a la historia de Europa Oriental. La crisis de 2014 en Ucrania convirtió su interés regional en un vehículo para reflexionar acerca del escenario político contemporáneo en el ámbito transatlántico. Los relatos históricos no solo reflejan y describen realidades, también pueden ayudar a darles forma. La idea ordenadora central del último libro de Snyder, El camino hacia la no libertad8, es que la democracia está amenazada por dos tipos de cosmovisiones deterministas, que denomina «inevitabilidad» y «eternidad». La primera es el determinismo del «fin de la historia» y la teoría de la modernización, que declara que «no hay alternativa» a la democracia liberal. En términos generales, esta es la cosmovisión de las elites liberales occidentales (los tecnócratas de Mounk). Según Snyder, la decepción y la resistencia engendradas por sus programas verticalistas de modernización no generan una reacción popular genuina, sino un segundo tipo de mitificación elitista, que adopta la forma de «política de eternidad» o nacionalismo mítico. Allí donde los modernizadores prometen un mejor futuro para todos, siempre que todos sigan el mejor y único camino, el nacionalismo mítico «coloca a una nación en el centro de una historia cíclica de victimización». Con un mundo de amenazas como oscuro telón de fondo, el sector gobernante promete protección en lugar de progreso.
Desde el punto de vista de Snyder, nuestra situación actual ha sido configurada por la salvaje oscilación entre el determinismo de la teoría de la modernización y el determinismo del nacionalismo. Ambos obturan cualquier debate real y todas las alternativas prácticas, y son hostiles a una democracia genuina. Uno habilita el dominio de la tecnocracia; el otro, formas más crudas de autoritarismo. El mejor antídoto intelectual frente a estas peligrosas cosmovisiones es la verdadera historia, que según la definición de Snyder constituye un asunto de contingencia y elección individual.
En un nivel muy general, el enfoque de Snyder permite coincidir en múltiples cuestiones. De hecho, la historia es una preocupación acuciante de la política (en particular, de la política democrática). Así se trate de una variante basada en un mito o en las ciencias sociales, el determinismo debe ser mirado con escepticismo. También es cierto, como dice Snyder, que debemos intentar entender a Rusia, Ucrania, la Unión Europea y eeuu como parte de «una sola historia». Pero la pregunta es cómo ensamblar esa «sola historia»; y el desafío, al hacerlo, radica en aplicar sobre nosotros la misma vara que aplicamos cuando criticamos a otros. Si el tema es la salud de la democracia, ¿qué tanto la promueve el tipo de historia de Snyder? ¿Sucumbe acaso a su propia mitificación?
El camino hacia la no libertad es indudablemente atrapante. Escrito en el epigramático estilo de Snyder, nos conduce a un vertiginoso recorrido por el pasado y el presente de Europa. Es una historia con victimarios y víctimas. El punto de partida de Snyder es Iván Ilyin (1883-1954), un nacionalista itinerante y con ideas por momentos fascistas que se ha puesto nuevamente en boga en la Rusia postsoviética. Vladislav Surkov, un asesor político cercano a Vladímir Putin, citó con aprobación a Ilyin para justificar sus designios de una «democracia soberana», que priorice la «centralización, personificación e idealización» por sobre la libertad individual. Según Snyder, eso es lo que realmente inspira la política agresiva de Putin, mientras que Ilyich y Surkov son los cerebros que están detrás de la reacción global contra las complacientes visiones liberales de la modernización. No obstante, la construcción de esta red de influencia es de por sí un terreno fértil para la creación de mitos. Entre los expertos en política rusa, no hay una coincidencia que permita afirmar que los ideólogos a partir de los cuales Snyder teje su relato tengan, en realidad, la importancia que él les atribuye9. ¿Dónde se originó el enfrentamiento entre Putin y Occidente? ¿Fue impulsado por un oscuro giro nacionalista desde el Kremlin o por conflictos geopolíticos más amplios y evidentes?
Para explicar en parte la escalada de la agresión rusa, Snyder alude varias veces a la presencia de Putin en una cumbre de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (otan), celebrada en Bucarest en abril de 2008. Pero nunca menciona cuál fue el tema de esa áspera reunión: se dirimía una propuesta auspiciada por el gobierno de George W. Bush, que instaba a acelerar las solicitudes de Ucrania y Georgia de ser incorporados como miembros de la otan. Eso provocó una reacción hostil de Rusia, pero también de Alemania y Francia, que no tenían interés alguno en acoger a Ucrania dentro de su exclusivo club europeo ni deseaban aumentar las tensiones con Moscú. No se trataba de la construcción de mitos neofascistas en el Kremlin, sino de una cuestión vinculada a la geopolítica post-Guerra Fría. Para descifrar la posición rusa, el texto que evidentemente se debe consultar es el discurso pronunciado en 2007 por Putin durante la Conferencia de Seguridad de Múnich, que lejos de ser una declaración etnonacionalista representó una denuncia muy bien articulada del unilateralismo estadounidense. Snyder no lo analiza.
Aún más elocuente es el modo en que Snyder aborda la crisis de Ucrania y sus efectos sobre eeuu. ¿De veras es posible comprender el conflicto de 2013 haciendo referencia únicamente a las maquinaciones del régimen de Putin, sin considerar la torpe diplomacia de la ue y un contexto económico y geopolítico más amplio? En un libro anterior, Tierras de sangre (2010)10, Snyder insistía en que la historia ucraniana había sido modelada por el choque de los proyectos imperiales del zarismo, de Alemania y de la urss. Lo que sorprende es que en El camino hacia la no libertad no encare los hechos recientes con el mismo enfoque, como el resultado de una lucha multilateral por el poder.
Sería necio insinuar que la otan y la ue están involucradas en un proyecto expansionista similar al de la Alemania nazi. Pero sería igual de necio insistir en que la rivalidad geopolítica no tuvo nada que ver con la crisis que explotó en Kiev en noviembre de 2013, cuando colapsaron las negociaciones respecto a la futura incorporación de Ucrania a la ue y se abrieron así las puertas a la intervención de Putin. Polonia, al igual que los países bálticos y escandinavos, había apoyado el ingreso de Ucrania en la Unión; mediante el impulso a los acuerdos de la Asociación Oriental desarrollados desde 2008 en adelante con seis países de la ex-urss, utilizaban a la ue como parte de una estrategia de contención, en la cual la «occidentalización» no era solo un fin en sí mismo, sino también un medio para blindar sus fortificaciones orientales frente a Rusia. Moscú comprendió perfectamente lo que estaba en juego.
Según Snyder, la influencia maligna del giro antidemocrático de Rusia va más allá de Europa del Este. En los últimos capítulos de su libro, reproduce informes de los medios de comunicación relacionados con la injerencia de Putin en las elecciones de eeuu y Francia en 2016 y 2017. Sin embargo, si alguien quiere entender la situación, debe abordar los factores geopolíticos que Snyder subestima. La hostilidad hacia Hillary Clinton no era el resultado de la misoginia entre los ideólogos del Kremlin, como sugiere Snyder. Los puntos de vista de Clinton respecto a las relaciones estadounidenses con Rusia se remontan al triunfalismo unipolar de los años 90 y se reflejaron con claridad durante el tiempo en que se desempeñó como secretaria de Estado. Quizás ella no haya fomentado las protestas de diciembre de 2011 en Rusia, como cree Putin, pero su apoyo a la oposición estaba a la vista. Con la crisis de Ucrania aún en curso, probablemente Moscú no tenía ningún interés en que se produjera una victoria electoral de Clinton, sobre todo cuando la alternativa era Trump.
En lugar de analizar el contexto geopolítico que rodeaba las elecciones de 2016, Snyder expone la ya consabida letanía de denuncias sobre las conexiones comerciales de Trump con Rusia. La investigación de Robert Mueller arroja resultados frustrantes, que no son concluyentes. Y en nuestro momento histórico debemos asumir precisamente esa gran incertidumbre. Aún intentamos descifrar si conviene interpretar la crisis estadounidense como el resultado de los negocios endogámicos realizados por una elite cleptocrática, de la sociología política del cinturón industrial del noreste, de la complacencia exhibida por los jefes de campaña de Hillary Clinton o de la persistencia de las divisiones raciales en el país. Parece poco probable que una interferencia exterior haya tenido una incidencia decisiva en los comicios, aunque no se puede descartar esa posibilidad. Es este carácter profundamente indescifrable lo que define nuestra situación. El tono de certeza profética de Snyder y su llamado altisonante a resistir frente a las oscuras y omnipresentes fuerzas del neofascismo ruso se reflejan más como un síntoma de los tiempos que como un trabajo historiográfico.
Por el contrario, el gran mérito de Así termina la democracia11 es que su autor, David Runciman, toma nuestro desconcierto como punto de partida. En lugar de ofrecer un relato definitivo o recetas políticas específicas, Runciman (profesor de Ciencia Política en Cambridge) analiza diversos modos de comprender nuestro presente. El resultado es una serie de diagnósticos esclarecedores y útiles, más allá de si uno está de acuerdo o no con sus principales conclusiones.
Runciman sostiene que es necesario romper con ese retorno compulsivo al periodo de entreguerras. ¿Podría acaso la presidencia de Trump constituir el embrión de un descenso hacia el fascismo? No se lo puede descartar. Situaciones como la marcha de Charlottesville revelan la profundidad y amplitud de las subcorrientes derechistas. Pero no se trata de los fogueados escuadrones fascistas que existieron en las décadas de 1920 y 1930. Entonces, si parece inverosímil que emerja un movimiento fascista de masas, ¿qué se podría decir de los golpes de Estado que asolaron a América Latina y el sur de Europa en los años 1960 y 1970? Runciman pone paños fríos al asunto. Así como se desvanece el recuerdo de la conscripción, la movilización de masas y la guerra total, también desaparecen las pasiones políticas realmente violentas del siglo xx. Tanto la amenaza del fascismo como los eslóganes movilizadores del antifascismo resultan huecos, sostiene Runciman. Las manifestaciones nacionalistas de masas, incluso las orquestadas por Recep Tayyip Erdoğan en Turquía o por el partido Ley y Justicia en Polonia, parecen más una imitación que un producto genuino.
En un punto, esto es tranquilizador. Todo indica que la democracia no morirá como resultado de un estallido. Sin embargo, es más cercana la posibilidad de que llegue a su fin con un gemido. No parece haber un nivel de solidaridad nacional adecuado para enfrentar el desafío de la creciente desigualdad, que requeriría aumentar los impuestos sobre la renta y la riqueza; o emprender reformas integrales orientadas al bienestar: esas reformas que representaron los logros de mediados del siglo pasado y que, en gran medida, se vieron impulsadas por los enormes esfuerzos de movilización de las dos guerras mundiales.
Runciman sostiene que, una vez que dejemos atrás los oscuros recuerdos de la década de 1930, podremos expandir nuestra imaginación histórica para incluir un conjunto más amplio de amenazas. La democracia no tiene una respuesta clara frente al funcionamiento irracional del poder burocrático y tecnológico. En efecto, podríamos estar asistiendo a su extensión en forma de robótica e inteligencia artificial. Del mismo modo, tras décadas de graves advertencias, el problema ambiental básicamente sigue sin abordarse. Estos hechos no representan sorpresa alguna para Runciman, quien cita el concepto de banalidad del mal de Hannah Arendt y la Primavera silenciosa de Rachel Carson para mostrar que hemos sido conscientes de tales cuestiones durante muchas décadas.
La extralimitación burocrática y la catástrofe ambiental son precisamente ese tipo de desafíos existenciales de lento desarrollo frente a los cuales las democracias funcionan de manera muy deficiente. Y dado que Occidente no aborda estos problemas, cabe esperar que se demanden cada vez con más fuerza respuestas enérgicas y autoritarias. Es sintomático que hoy el autoritarismo meritocrático halle adeptos ya no entre esos ideólogos irritables que habitan el libro de Snyder, sino entre anodinos profesores de ciencias políticas. Por ejemplo, en Contra la democracia (2016)12, Jason Brennan reflota un debate del siglo xix y aboga por un gobierno ejercido por aquellos que están calificados, que llama «epistocracia». En ese sentido, vivimos bajo la sombra de Beijing, más que de Moscú. Sin embargo, como señala Runciman, aunque la meritocracia autoritaria pueda prometer la formulación de políticas más decididas, también aumenta la probabilidad de que se produzcan errores catastróficos.
Finalmente, hay una amenaza que está en boga: las empresas y las tecnologías que ellas promueven. Como nos recuerda Runciman, las empresas son al menos tan antiguas como el Estado moderno y es posible que sobrevivan a él. Las redes de Facebook y de compañías similares son más extensas que cualquier organización jerárquica estatal. Runciman considera que Mark Zuckerberg es una amenaza mucho más seria para la democracia estadounidense que Trump. Pero ¿qué clase de amenaza es la que plantea Zuckerberg? Quizás la oligarquía del siglo xxi persiga el lucro y no tolere los controles y equilibrios del Estado de derecho, aunque al menos en eeuu intenta mantener las buenas formas, se muestra ávida por pregonar las banalidades de la responsabilidad social corporativa y es susceptible a la presión política.En cada uno de los temas que analiza, las conclusiones de Runciman son «deflacionistas», lo cual reconforta. Es tentador decir que su libro representa el antídoto perfecto tanto para el sobrecalentado debate nacional en eeuu como para la certeza exhibida por la oscura narración de Snyder. De todos modos, esto no debe tapar la profecía silenciosa presente en el propio relato de Runciman. Se puede rastrear en una humorada aparentemente inocente, que señala que las repetidas referencias a la década de 1930 son tics psicológicos de una crisis de la mediana edad en el aspecto político. Su visión de nuestra situación actual se basa en la premisa de que la democracia es una forma política con un ciclo de vida, un comienzo y un final. Dado que no hemos alcanzado el punto final, resulta exagerado hablar de una crisis terminal inmediata. Pero debemos reconocer que estamos en una edad madura tardía.
Este razonamiento marca un pasaje notable desde la historia hacia la metafísica organicista. Y lo hace con ironía. Cuando Runciman sugiere que las constituciones políticas tienen un ciclo de vida natural, recuerda a Oswald Spengler, autor de La decadencia de Occidente y escritor político y cultural modelo de la República de Weimar. Al igual que Runciman, Spengler utilizó una filosofía natural para organizar la historia mundial en una serie de trayectorias cuasi biológicas. En su opinión, la situación de Occidente se aproximaba al final de un ciclo natural de osificación de la civilización. Según Runciman, este proceso muestra su máximo avance en sistemas políticos como los de Grecia y Japón, que no están muertos pero se encuentran atrapados en un estado poshistórico, paralizados por las restricciones fiscales y el declive demográfico.
En este punto, la gran visión de Runciman converge con la de Alexandre Kojève, otro profeta del fin de la Historia e inspirador del ya célebre ensayo escrito por Francis Fukuyama en 1989. Más allá de las metáforas biológicas, lo que estos escritores tienen en común es su posición intelectual y política. En lugar de enfurecerse contra la noche que viene, Runciman –al igual que Spengler y Kojève– nos invita a adoptar una actitud de realismo desilusionado. El hecho de que podamos ver alrededor de nosotros la caída de sistemas políticos democráticos y de que podamos diagnosticar las múltiples causas de su eventual desaparición no nos exime de la responsabilidad de trabajar para que funcionen hasta el amargo final. Esa es la forma en que Runciman dice que «no hay alternativa» a la democracia liberal.
Desde hace tiempo, la democracia ha sido el punto de referencia de la occidentalización. El debate sobre una crisis en la democracia adquiere relevancia precisamente porque esa referencia se ve cuestionada por el ascenso de la economía china bajo el liderazgo del Partido Comunista. Runciman es estoico. Finaliza su libro con una proyección imaginativa del futuro: el lunes 20 de enero de 2053 asume sus funciones el presidente Li, quien sucede en el cargo al controvertido Chan-Zuckerberg. A causa del cambio climático, Washington dc presenta entonces una temperatura agradable en enero. Los demócratas y los republicanos siguen allí, pero el sistema de partidos está maltrecho, como ha estado por décadas. El Congreso está paralizado. El dólar no vale nada. Los lazos de Li con China son un secreto a voces, pero los estadounidenses están lejos de preocuparse. En cualquier caso, el presidente ya no controla los códigos nucleares. No obstante, la bandera continúa flameando y el discurso de asunción es previsible: «Recordó al público que lo escuchaba que Estados Unidos de América seguía siendo, por encima de todo, una democracia. Que siempre sería una democracia». Cuando Li deja el estrado, se escucha a uno de sus predecesores decir: «Se queja demasiado».
¿Cómo fue concebida esta fantasía? Posiblemente como un ejercicio mental provocativo más que como una predicción. Y logra plantear la pregunta más acuciante del presente. Si persisten las tendencias actuales, ¿aceptará eeuu con serenidad su caída relativa? Quizás la preocupación consista en que la visión de Runciman de un país pasivo sea en realidad demasiado optimista. En un agudo artículo de opinión, Larry Summers se preguntó recientemente: «¿Puede eeuu imaginar un sistema global en 2050 en el cual su economía sea la mitad de la más grande del mundo? Y si pudiéramos imaginarlo, ¿habría un líder político capaz de reconocer la realidad de tal modo que haga posible alguna negociación sobre cómo sería ese mundo?»13.
Trump ha respondido a la pregunta con su típico estilo beligerante y caprichoso: lanzando una irreflexiva guerra comercial. Sin embargo, al menos en esta política, no está solo. Si existe alguna coincidencia a lo largo del arco político estadounidense, es acerca de la necesidad de adoptar una posición más firme contra China. En lugar de la aceptación estoica de una nueva realidad, sugerida en el escenario de Runciman, ¿no es más probable que se desemboque en una reconfiguración de la democracia estadounidense como la ocurrida en las décadas de 1930 y 1940, cuando se les dio un poder sin precedentes a los órganos ejecutivos para enfrentar a los enemigos externos? Los riesgos de un enfrentamiento con la Alemania nazi y la urss resultaban enormes. En comparación, nuestros problemas con la Rusia de Putin son insignificantes. Los peligros de una nueva Guerra Fría con China no lo serán.
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Adam Tooze
Fuente: https://nuso.org/articulo/la-democracia-y-sus-descontentos/?utm_source=email&utm_medium=email
Foto obtenida de: https://blog.mienciclo.com/
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