De ahí que la festividad de la guerra es una especie de orgía donde el hombre se embriaga de la crueldad de la violencia, de la cual bebe sin control y bajo cualquier excusa: por venganza, por dinero, por ideología, por amor o desamor. Y una vez embriagado de odio, solo responde a estímulos que alimentan a su vez los ciclos de violencia, afectando la consciencia colectiva, con la consecuente pérdida de memoria ante la incapacidad de almacenar recuerdos.
En Colombia, una nación que ha deambulado ebria de guerra en guerra y de violencia en violencia, ese apagón de la memoria, esa borrada de cassete, o como científicamente se denomina: esa amnesia anterógrada, nos ha dejado sin pistas de lo que sucedió mientras nos emborrachamos en la festividad del conflicto armado. Y peor aún, cada vez que la resaca de un episodio de violencia festiva nos afecta, y presentimos que el sudor frío, los nervios y la depresión nos inundan ante la pregunta de: ¿qué pasó ayer?, decidimos no mirar atrás y, como alcohólicos sin remedio, liquidamos el guayabo desde muy temprano con una nueva farra de violencia.
Así ha sido desde que ebrios de odio nos matamos entre liberales y conservadores; borrachos de venganza creamos los pájaros y chulavitas, y respondimos con autodefensas campesinas y guerrillas; luego concebimos los paramilitares y narcotraficantes, los pepes, los carteles, los falsos positivos, las bacrim, las casas de pique, las disidencias, los neoparamilitares y, ahora, las nuevas marquetalias con sus respectivas nuevas recompensas y guerras antiterroristas .
En medio de nuestro permanentemente alterado estado de consciencia, hemos intentado construir a través del pasar del tiempo (para no hablar de una historia que no tenemos) una paz a medias, a pedazos, incapaces como somos de afrontar nuestra realidad de frente y totalmente. Es por esto, que cada período de tiempo intentamos solucionar con un paño de agua tibia nuestra espeluznante situación y pactamos procesos de paz parciales, negándonos a abandonar del todo el licor de la violencia, guardando sigilosamente en el bargueño de la indolencia las caletas llenas de armas y de razones para volver a matarnos.
Como buenos borrachos, no solo perdimos la capacidad de recordar y la memoria, sino que llenamos el vacío de la realidad no evocada a punta de evasiones y mentiras, regadas ahora como el fuego en hierba seca, gracias a las inflamables redes sociales, causantes a su vez de más odios y rencores que desatan en violencia.
Y sin memoria colectiva, sin la capacidad de poder acumular recuerdos, el resultado final es nuestra condena a vivir eternamente un violento presente, dada nuestra imposibilidad de aceptar lo que ha pasado, ósea, de aceptar lo que somos como nación, y lo que seguiremos siendo de no cambiar el rumbo. Rumbo que estará destinado al eterno retorno mientras no seamos capaces de construir la memoria histórica del conflicto armado, aquella verdad integral y colectiva que nos permita extraer lecciones para el presente con las cuales iniciar el proceso de reconciliación nacional y construir un mejor futuro.
Ahora, como país debemos ser conscientes que un proceso de reconstrucción de la memoria, cuyo norte sea la consolidación de la paz y no la exacerbación de la violencia, debe en primer lugar privilegiar la verdad de las víctimas y, especialmente, la memoria de las víctimas históricamente más excluidas como las mujeres, los indígenas, las comunidades negras, los campesinos, los niños y niñas, los exiliados, y hasta los miembros de la fuerza pública, que a pesar de estar mutilados, desaparecidos, masacrados, sufren a diario la exclusión de quienes quieren negarles su condición de víctimas de la guerra. Verdad que debe ser recordada, traída al presente y puesta en la escena pública por las mismas víctimas, ya que la memoria no es un problema de tecnicismos académicos, ni de expertos, es un asunto del dolor, de angustia personal e intransferible que las víctimas llevan dentro.
En segundo lugar, ningún proyecto de memoria colectiva y de verdad histórica será viable si no parte de un diálogo democrático donde estén todos los actores (las víctimas, la guerrilla, la fuerza pública, las universidades, las iglesias, los empresarios, los políticos, la derecha, la izquierda, el centro) y todas las verdades. Diálogo plural que evite la imposición de verdades y promueva el encuentro en las diferencias.
Diálogo que cree consciencia sobre la ausencia de los cientos de miles de muertos y de desaparecidos, sobre el sufrimiento de los millones de desterrados y exiliados, sobre el dolor de las miles de personas mutiladas, sobre el agravio en el alma que sienten mujeres y hombres que fueron abusados sexualmente, y sobre la injusta miseria de territorios enteros de nuestro país, condenados al olvido y la desesperanza en medio de la guerra. Diálogo que nos permita entender por qué sucedió realmente toda esta tragedia y que, en mayor o menor medida, todos somos culpables, por hacer o dejar que pasara toda esta macabra ola de violaciones a los derechos de más de ocho millones de compatriotas. Solo esa consciencia de nuestro siniestro pasado nos hará reaccionar en el presente y garantizar que estos horrores, jamás vuelvan a suceder en el futuro.
Una verdad que nos libere de la ebriedad de la violencia y nos de la sobriedad del recuerdo y la palabra. Una verdad para construir una paz estable y duradera, y no para atizar y exacerbar la guerra. Una verdad para el arrepentimiento, la responsabilidad, el perdón, y la reconciliación, y no para la continuación de los ciclos de odios y venganzas. Una verdad para la memoria y no para el olvido. Una verdad sobre el pasado pero para construir futuro.
Gabriel Bustamante Peña
Foto tomada de: Jesus Abad Colorado
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