Poco suele saber sobre «lonjas» el turista. Las suyas son rutas planificadas por agencias de viajes o guías impresas, bastante triviales por cierto. Aunque nos hagan creer que su información lo abarca todo, en la práctica incluye pocos contenidos esenciales. En todo caso, el excursionista «accidental» pasará por donde el «vademécum» de papel o el «lazarillo» de turistas quiera llevarlo.
De espíritu independiente y curiosidad inagotable, no me hago a la idea de las versiones trotamundos confeccionadas por el capitalismo, que ha globalizado las salidas de casa de forma masiva. Viajar abierta al mundo —lo que requiere habitualmente el trayecto en solitario— es una aventura que conlleva una dosis robusta de aprendizaje y, en mi caso, también de disfrute. Pese a las dificultades que entraña un recorrido de larga duración si se quiere alternar con los pobladores del lugar visitado, vale la pena intentarlo.
El mercado solía ser el lugar idóneo para conversar con los residentes, y digo «solía» porque están desapareciendo, aniquilados por los conflictos bélicos, bien convertidos en stands de vino y tapas para guiris —el Mercado de la Boqueria en Barcelona es un ejemplo. Me pregunto qué pasara con ellos cuando la falta de carburante sustituya el turismo real por el virtual y los fanáticos del avión se queden en casa saboreando un daiquiri delante de un documental sobre las Islas Vírgenes o una lonja de jamón de bellota procedente de una comarca por donde campaban los cerdos y que se ha convertido en un secarral a causa de la «evanescencia» del agua.
El «continente» marca una primera diferencia entre el mercado tradicional y el supermercado. Este segundo se caracteriza por su considerable tamaño y porque todo aparece «embutido» y repartido por departamentos. Con todo, a pesar de su carácter anodino, han empezado a introducir una oferta basada en viandas «ecológicas», lo suficientemente caras para que solo pueda consumirlas una clientela de poder adquisitivo alto. Se constata en supermercados de todo el planeta. Sin embargo, comparte «estanterías» con los productos desestimados por veganos y vegetarianos; es decir, aquellos que solo puede permitirse la población de rentas muy bajas, que sobrevive a base de grasas y azúcares. Cualquier otro producto no les permitiría llegar a final de mes. De hecho, me comentaba una amiga chilena no hace mucho que en su país la gente ya pagaba a plazos la compra semanal… Sugiero una visita a dichos «mostradores» para que comprueben mis afirmaciones. En caso afirmativo, las reflexiones podrían ser inspiradoras y concluyentes.
No obstante y como contrapartida, han empezado a brotar tiendas de venta a granel y al por menor, sobre todo de productos no perecederos como las legumbres. Sería interesante investigar a qué se debe dicho florecimiento y qué relación tiene con la volatilización de los mercados tradicionales.
Con todo, no quiero ser demasiado crítica y pesimista. Todavía existen en el planeta mercados locales de características definitorias y singulares, «humanizadoras». No importa en qué ciudad, barrio, país o continente estén. Los he paseado en Europa—la Provenza, la Toscana, Xaló en La Marina Alta valenciana—, América y Asia. Me han parecido herramientas definitorias de sus culturas, sin necesidad de caer en zarandajas identitarias que solo sirven a intereses ideológicos, la mayoría de las veces espurios. Ahí está el ejemplo del mar Mediterráneo, enclave de una ruta —la de la seda y las especias— que «obligó» a tres religiones a compartir vida cotidiana: cristiana, hebrea e islámica.
En cuanto al continente americano, hay mercados que casi alcanzan la perfección por el camino de la sensualidad. A pesar de que los «emporios en cadena» hayan brotado aquí y allá, no han desaparecido las «ferias» de tejidos, dulces, muebles, zapatos, vajillas y ollas. Imaginar es para ellos irrenunciable; tanto como soñar y vivir. La feria semanal de Chichicastenango en Guatemala, por ejemplo, es una bendición —de los dioses mayas— o el milagro de una civilización que ha cabalgado sobre siglos de represión y aniquilación colonial: color esparcido sobre tejidos como si de acuarelas se tratase, chocolate granuloso cosido al paladar, café amargo que pinta de caoba nuestros dientes, frijoles color granate que se incrustan con generosidad en la cima de la garganta y máscaras que nos confiesan secretos de ultratumba e historias de amor en susurros.
Asia no se queda atrás. Mis mejores desayunos han tenido lugar en los mercados de las aldeas laosianas. A las 5 de la mañana compartía la primera comida con compradores y vendedores que llegaban en bicicleta o ciclomotor mientras monjes budistas vestidos de color azafrán salían de sus templos en procesión de silenciosa dignidad —luciérnagas al alba. Un café negro mezclado con chocolate, los mejores rollos de primavera jamás saboreados, finísimas pastas orientales, el caldo mejor condimentado y las sonrisas resplandecientes como idioma universal… Pocas cosas más me han transmitido tanto placer en la vida; pocos senderos mejores para combatir la intolerancia.
Sin embargo, parece que ha llegado el momento de optar por la compra de productos de proximidad y temporada —a causa de la sobreexplotación de un suelo excesivamente esquilmado y envenenado por los productos químicos de agricultores homicidas— y de aquellos que no impliquen un exceso de agua dulce, como pueden ser los aguacates o la ganadería intensiva. Ahora bien, cabe recordar que dicha opción se acompañará de sacrificios, puesto que ya no se trata solo de abandonar el consumismo, sino también de saber que un cambio de dieta implica una pérdida sensible de masa muscular y «vitalidad»; no exclusivamente necesaria, por cierto. ¿Seremos capaces de comprender y transmitir la importancia de dicha opción? ¿capaces también de aceptarlo? Todo un reto.
Si, finalmente, así es, bienvenidos sean todos los supermercados y mercados que potencien un mundo sostenible, pero ¡ojo! que no sean tan solo los de siempre —los más desfavorecidos— quienes se sacrifiquen. Que no ocurra como con las subidas del combustible que han afectado a los chalecos amarillos franceses y los habitantes de Ecuador y Chile. El planeta es de todos y todos tenemos que pagar el mismo precio.
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Pepa Úbeda
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