Recientemente, ha reaparecido en la prensa información acerca de la grave situación que viven las minorías en Myanmar bajo un gobierno «democrático». A causa de las declaraciones al respecto de Aung San Suu Kyi, Premio Nobel de la Paz en 1991, he escrito tres artículos. El primero de los cuales es este.
La primera vez que entré en el Extremo Oriente fue por Laos. Viajaba en el asiento trasero de uno de esos peculiares autobuses que recorren el país paralelamente al melancólico Mekong cuando, cansada de tantas horas sentada, decidí acercarme al conductor. Tras superar la barrera humana que ocupaba asientos y pasillo, encontré junto a él a una mujer alta y rubia que resultó ser una fotógrafa peruana que vendía su trabajo a varias agencias internacionales. Llevaba año y medio viajando por todo el mundo y me dijo que acababa de volver de Myanmar.
—Es el único sitio donde me hubiese quedado a vivir una temporada —me dijo.
Dos años más tarde pasé allí dos meses y a mi vuelta me publicaron una serie de artículos sobre el país. Algunos centrados en Aung San Suu Kyi; otros, en sus grupos étnicos. A día de hoy, ni ha mejorado mi opinión sobre ella ni tampoco la situación de las minorías.
Myanmar fue colonia británica. Sin embargo, después de conseguir la independencia, no se pudo librar de sus colonizadores, porque quedaban tantos recursos por explotar que siguió controlándola al enfrentar a las distintas etnias del país entre sí. De su férrea intromisión el mismo George Orwell dejó constancia, puesto que allí trabajó al servicio de Su Graciosa Majestad. Bajo el mandato colonial, los británicos explotaron suelo y personas —extrajeron copiosas ganancias del arroz y de la exportación a gran escala de heroína, jade, perlas, rubíes, zafiros, madera, gas y petróleo—, dejaron el país en un caos económico mayor del que se encontraron al ocuparla, quemaron ciudades y «encastraron» en el poder a una policía que desarrolló crueles métodos de tortura.
Durante la dictadura militar —que no se plegó a los intereses políticos británicos—, Aung San Suu Kyi, la actual mandataria, defendió el boicot a Myanmar sin tener en cuenta el daño que infligía a sus conciudadanos. A cambio, recibió numerosos premios de Occidente.
La antigua activista corroboró algunas noticias de la prensa occidental que resultaron ser falsas, como la prohibición por parte de la dictadura de permitir que los occidentales creasen nuevas empresas en el país. Ciertamente, aunque algunas fueron expulsadas a causa del ostracismo occidental, otras afianzaron o aumentaron su presencia, como la British American Tobacco, TOTAL-FINA-ELF y UNOCAL.
Si bien lo que sabía de Aung San Suu Kyi me predisponía contra ella, busqué información objetiva, pero nada encontré de positivo. Atacó al anterior gobierno en todos los frentes, excepto en su política con las minorías. En general, su posicionamiento político era errático; tanto como el de su padre, el Bogyoke Aung San, uno de los líderes de la independencia birmana. De hecho, se alió con el Imperio Nipón para expulsar a los británicos; no obstante, se puso de su parte tras la Segunda Guerra Mundial.
Aunque el acceso era complicado a causa de los monzones y las dificultades que me pusieron las autoridades, recorrí regiones donde había minorías asentadas y pude constatar su situación, que no era tan grave como en la actualidad.
Tampoco pude acceder a Aung San Suu Kyi a través de la National League of Democracy (NLD), su partido, gracias a un librero de Hsipaw, amigo personal del secretario de la NLD, que me dio una carta para él. Mi última mañana en Myanmar me dirigí al número 97 de la West Shwegondine Bahan Township, sede entonces de la NLD en Yangon, pero estaba cerrada. De vuelta a casa, les envié un cuestionario acerca de su lideresa que jamás respondieron.
Tras ganar la NLD las elecciones y conseguir la libertad, empezó a gobernar en la sombra porque la ley prohibía que fuese presidenta por tener su marido e hijos pasaporte y nacionalidad británica. Pese a denunciar siempre la persecución de que habían sido objeto ella y los birmanos por parte de la Junta Militar, nunca defendió la sufrida por otras etnias. Sus respuestas —decir que no eran razas birmanas genuinas, aludir a la necesidad de solucionar los problemas étnicos sin indicar ninguna vía o mantener el silencio más absoluto— no fueron las que cabría esperar de una Premio Nobel de la Paz.
Entre las fuentes consultadas, conté con la biografía «oficial». Había nacido en Yangon en 1945 y, cuando tenía dos años, su padre fue asesinado y marchó con su madre a la India al ser nombrada embajadora. Estudió en Oxford filosofía, política y economía, y obtuvo calificaciones brillantes. Amplió estudios en Nueva York y trabajó en dicha ciudad y en algunas universidades asiáticas. Se casó con Michael Aris, profesor de la Universidad de Oxford y experto en budismo. Su aparición pública data de 1988, cuando regresó a Myanmar para cuidar a su madre enferma, que vivía en la Avenida de la Universidad de Yangon, donde ella misma se estableció.
Gozó de gran popularidad gracias a su origen paterno, el apoyo de personajes como Tony Blair y los premios que le concedieron. Lo que pocos medios de comunicación occidentales han contado es que no fue la única víctima perseguida por la represión, ya que hubo millones de refugiados, desplazados forzosos y presos de conciencia mientras ella estuvo recluida. El excelente periodista Sein Hla Oo, por ejemplo, estuvo en la cárcel más de 10 años por criticar al gobierno y contactar con partidos opositores.
Tras ganar las elecciones, denunció en sus viajes la situación extrema en que vivía el pueblo birmano y sugirió que continuase el boicot hasta que se instaurase la democracia, que, según ella, solo podía llegar a través de su partido. Con todo, no incluyó en sus acusaciones el respeto a los derechos de las minorías.
Mi último atardecer en Yangón me dirigí al lago Inya, situado en medio de una gran extensión de césped y rodeado de ministerios y mansiones ocupadas por los sátrapas del país y las familias birmanas más ricas, como la de Aung San Suu Kyi. Sentada en un banco, reflexioné acerca de las contradicciones de su activista más popular.
De vuelta al hotel, empezó a llover. Era una lluvia cálida e intensa que paró al amanecer, cuando la gente empezaba a despertar las calles. Mientras desayunaba, observé el edificio de enfrente. Me recordó las construcciones soviéticas de la guerra fría. En un balcón del tercer piso una mujer sentada en una mecedora escuchaba el sonido estridente de su radio. Parecía medio adormilada.
De camino al aeropuerto, vislumbré a lo lejos el lago Inya y el barrio que lo circundaba, el barrio de Aung San Suu Kyi, nuestra protagonista…
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Pepa Úbeda
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