Dice David Harvey (en Política Anticapitalista en Tiempos de COVID19. 2020) sobre el sistema capitalista que “[…] concibo este modelo, no obstante, como algo encastrado en un contexto más amplio de reproducción social (en hogares y comunidades), en una relación metabólica en curso y siempre en evolución con la naturaleza (incluida la “segunda naturaleza” de la urbanización y el medio construido) y toda suerte de formaciones culturales, científicas (basadas en el conocimiento), religiosas y sociales contingentes que crean las poblaciones humanas de manera característica a lo largo del espacio y el tiempo […]”. Y esta relación, entre el modelo económico y la incidencia-prevalencia de las enfermedades puede ser ampliamente explicada desde una mirada de socio-epidemiológica, que enseña que las enfermedades, tanto infecciosas como crónicas, en cuanto a su origen, desarrollo y desenlace, no solo muestran una “evolución natural” sino que, en el caso humano, están incididas o subordinadas por una “evolución social”.
Existe un mito reiterado desde distintas posiciones ideológicas consistente en que las enfermedades, en este caso del COVID19 o contagiosas, no reconocen las diferencias de clases sociales o los límites sociales. Aunque pudiese demostrarse algo de verdad en esto aún desde la misma percepción de la enfermedad (en lo individual: una mirada sobre el propio cuerpo, por ejemplo, “a mí no me da la enfermedad”; en lo social: una mirada sobre el “enemigo invisible” con el cual “estamos o le declaramos la guerra”) emergen diferencias que a la larga se tornan notorias ¿Cuál es el origen del mal y cómo le enfrentamos? Sirve, además, como complemento, la capacidad de acceso real a la prestación de unos buenos servicios de salud, desde el diagnóstico oportuno, para el logro de una evolución positiva de la enfermedad. Hoy los efectos y secuelas son diferenciales según la condición social. La misma manera de referirnos a la enfermedad y nuestro comportamiento ante ella es el resultado de diferencias económicas y sociales que son “filtradas” a través de las diferentes “costumbres” que en todas partes se manifiestan en evidencia.
Esto es resultado, por así decirlo, de la relación dialéctica entre la enfermedad como caso individual (el enfermo) y la enfermedad como caso colectivo o social (la enfermedad). Tal vez esto sea lo que explique el por qué la tasa de incidencia ha sido notoriamente diferencial al compararse algunos países asiáticos con algunos países de Europa. Al parecer Asia se tiene mejor controlada la pandemia que en Europa, lo que ha llevado en los últimos días a un increíble éxodo de asiáticos residentes en Europa hacia los países de origen, en donde como se sabe, presumen de una mayor seguridad. Los cierres de fronteras son evidentemente una expresión desesperada de soberanía. Valdría la pena hacer una evaluación sobre este asunto. Lo seguro es que deben ser los europeos los que deben ser controlados en sus viajes a otros países o continentes para poder proteger al mundo de Europa. Es precisamente Europa el epicentro más agudo de la pandemia.
En China, según Byung-Chul Han (filósofo surcoreano), no hay ningún momento de la vida cotidiana que no esté sometido a la observación. Se controla cada clic, cada compra, cada contacto, cada actividad en las redes sociales. Lo que hace que la gente acepte sin discusión la observación y el control personal. En China prácticamente no existe protección de datos. En el vocabulario de los chinos no aparece la “esfera privada”. Y esto puede ser una circunstancia político-cultural que hace la diferencia con los individuos del mundo occidental. Dice Byung que “[…] En China hay 200 millones de cámaras de vigilancia, muchas de ellas provistas de una técnica muy eficiente de reconocimiento facial. Captan incluso los lunares en el rostro. No es posible escapar de la cámara de vigilancia. Estas cámaras dotadas de inteligencia artificial pueden observar y evaluar a todo ciudadano en los espacios públicos, en las tiendas, en las calles, en las estaciones y en los aeropuertos […]”. No cabe duda que este control o vigilancia estatal ha sido sumamente eficaz para contener el desarrollo de la epidemia en China.
En China no existe por lo tanto una resistencia ciudadana como en efecto sí ocurre en otros países. En Corea, por ejemplo, los políticos y funcionarios cuando hacen sus apariciones públicas usan mascarillas protectoras. Incluso, en las conferencias de prensa y labores de la cotidianidad. Por el contrario, en Europa y algunos países de América la gente dice a menudo que estos artefactos “no sirven para nada”, que molestan o incomodan tanto, lo cual es por cierto una estupidez que acrecienta la incidencia de los casos infectados.
La medida del uso de la mascarilla y del aislamiento o confinamiento social deben ser drásticas y sistémicas. De lo contrario caben las siguientes preguntas: ¿De qué sirve cerrar tiendas y restaurantes si las personas se siguen aglomerando en el metro o en el autobús sin protección alguna? ¿Cómo guardar siempre la distancia necesaria? Hasta en los supermercados resulta casi imposible. En esta situación es cuando las mascarillas juegan un papel protector que salva realmente vidas humanas. Incluso las mascarillas sirven de mucho cuando son los infectados (diagnosticados o asintomáticos) los que hacen uso de estos artefactos porque, entonces, no nos lanzarían los virus a la cara o en el aire que respiramos.
Muchas personas que han vivido hastiadas en la sociedad capitalista guardan la esperanza que la pandemia COVID19 dé buena cuenta de su fenecimiento. En el fondo lo que desean es que el virus ocasione un golpe mortal a las entrañas de una sociedad, que de antemano sabemos, explota y reduce a los seres humanos en la condición de meros consumidores. Otro tanto también piensa que el autoritario régimen chino podría irse a pique. Lo más seguro es que nada de esto va a suceder. Por el contrario: lo más probable es que ambos modelos de regímenes se venderán como modelos exitosos ante la crisis sanitaria y económica, y serán seguramente oferentes como esperanzadora copia para ser replicada en todo el mundo. Creo que tras la pandemia el capitalismo, encabezado por Trump, continuará con más pujanza y arbitrariedad. Incluso inicialmente el crecimiento de la epidemia en China se recibió hasta con regocijo en ciertos círculos de la administración de Trump.
Mi respuesta es muy sencilla: un virus no puede, por letal que sea, romper las cadenas de las relaciones de producción económica y desmoronar la naturaleza de los Estados. El virus no puede reemplazar razones revolucionarias ni a los agentes que las promueven. Así mismo personajes como Trump han sido admiradores de los gobiernos de mano dura en China y en Corea. Sabemos que las nuevas fases por las que ha transcurrido la evolución del capitalismo, siempre han sido posteriores a momentos de crisis mundiales, tanto en la producción económica, como en la esfera de los mercados. Ojalá que tras la catástrofe causada por este virus en Europa no emerjan con mayor fuerza ideologías ligadas al autoritarismo y al fascismo policial. Es decir, que se le venda a la gente la idea de que el establecimiento de un régimen policial digital es mucho más ordenado y eficiente como actualmente ocurre en la China. En este caso el virus habría logrado todo lo contrario a lo que de corazón desean algunos o, tal vez, muchos.
Lo anterior no oculta que el modelo de acumulación de capital estuviese en dificultades. Se estaban sucediendo movimientos de protesta en casi todo el mundo por los fracasos del neoliberalismo económico. Se está viviendo una insuficiente demanda efectiva en el mercado para concretar el plusvalor que el capital es capaz de producir. Notorias mayorías se sienten cada vez más descontentas con lo que pasa especialmente los países del tercer mundo. De modo que parece factible para muchos que un sistema en esas condiciones (el modelo económico dominante) no será capaz de mantener su legitimidad y su delicada salud para absorber y sobrevivir ante los inevitables impactos de una verdadera pandemia. La respuesta pude estar atada al cuánto pudiera durar y propagarse la infección pues la devaluación no se produce porque no se puedan vender las mercancías sino porque no se pueden vender a tiempo.
Aunque incomode decirlo, en casi todas partes donde la pandemia puso enfermos y muertes las autoridades públicas y los sistemas de atención sanitaria fueron sorprendidos con una escasa capacidad de prevención, contención y atención y una escasez en personal de salud que estuviese preparado para la contingencia. Cuarenta años de neoliberalismo en América del Norte y del Sur, y de Europa, habían dejado ante la opinión pública al descubierto lo mal preparado que estamos para enfrentarnos a una crisis sanitaria. Y todo esto con advertencias recientes del SRAS y del Ébola que nos proporcionaron bastantes lecciones respecto a lo que habríamos de hacer.
En muchos países, especialmente del tercer mundo, los gobiernos tanto nacionales como regionales y locales se habían visto expuestos a una raquítica financiación en el sector de la salud gracias a una política de austeridad destinada a financiar recortes de impuestos y subsidios a las grandes empresas y a los ricos en general. Amén de haber convertido desde antes al sector de la salud en un negocio más en manos de empresarios privados que, como en el caso colombiano, lo han llevado a una corrupción generalizada que ha ocasionado una debacle en todos los sentidos.
Las grandes negocios de la empresa farmacéutica tienen poco o ningún interés en investigaciones (sin ánimo de lucro) en enfermedades de tipo infeccioso (todos los coronavirus que llevan siendo conocidos desde los 60). El ánimo no es invertir en prevención sino en el tratamiento o las secuelas de las enfermedades. Les encanta proyectarse en la curación y la rehabilitación de los enfermos. Cuanto más enfermedad más dinero ganan. La promoción de la salud y la prevención de enfermedades solo son palabras del repertorio burocrático de las transnacionales farmacéuticas y de los grandes accionistas de las empresas o instituciones prestadoras de servicios. Las instituciones del Estado que aún perduran son raquíticas en presupuesto, infraestructura, dotación y recursos. Se hace lo poco que se puede.
Así, por ejemplo, el presidente Trump había recortado el presupuesto del Centro de Control de Enfermedades – Center for Disease Control. CDC – y disuelto el grupo de trabajo sobre pandemias del Consejo de Seguridad Nacional – National Security Council – con el mismo ánimo, mientras recortaba la financiación de toda la investigación incluida la del cambio climático. No cree o no le conviene a los intereses que representa ni lo uno ni lo otro. Por eso el Coronavirus Covid-19 nos ha cogido con los pantalones abajo. Y esto se devela ante los ojos de todo el mundo gracias al COVID-19 a la manera de una “venganza de la naturaleza” por más de cuarenta años del abusivo maltrato del extractivismo neoliberal.
Mucha es la responsabilidad que existe del modelo económico neoliberal dado que ha venido modificando drásticamente las condiciones medioambientales y ecológicas para beneficio de su propia reproducción como está ocurriendo con el caso del cambio climático (aunque prefiero decir el calentamiento global). Esto nos permite preguntar hasta donde el modelo es responsable de la emergencia de nuevas familias de virus y bacterias cada vez mucho más patógenas y con capacidad epidémica o pandémica. Desde este punto de vista no hay nada que parezca ser un desastre absolutamente natural. Los virus van mutando todo el tiempo. Pero el modelo económico en cuestión le agrega circunstancias en las que las mutaciones se convierten en una amenaza para la vida y el planeta en general.
El virus no vencerá al capitalismo. Al menos no existe un análisis que nos permita concluir semejante oportunidad. Todo parece indicar que el COVID19 es su propio producto. Sencillamente porque los virus, que viven en continua modificación, no son agentes revolucionarios, ni tienen ejemplos fácticos en la historia que hubiesen “tumbado” algún régimen económico o político para mostrar. Sin embargo, la pandemia develará, una vez más lo decimos, la mísera naturaleza del capitalismo para la gran mayoría de la población. Es posible que la crisis sanitaria hubiese sido un acto deliberado, circunstancia que está aún en discusión, pero, de todas maneras, la evolución social de la enfermedad arrojará diferencias significativas desde su aparición, distribución y desenlace. Lo cierto es que la esperada “revolución viral” no llegará a producirse. Por el momento ningún virus (por sí solo) ha sido capaz de hacer una revolución social.
Lo que está ocurriendo es que ante la ineficacia médica para combatirlo, el virus nos está aislando cada vez más. Las medidas de confinamiento social o de aislamiento personal o familiar, por necesarias y entendibles que sean, terminan reconfigurando al máximo la conciencia del individualismo: Se nos dice que “la vida está en tus manos”… por lo tanto, diría, “sálvese quien quiera o quien pueda”. El virus nos ha aislado e individualizado. Nos ha reducido al ámbito de la mínima célula de la sociedad: la casa o la familia. Y la historia ha sido suficiente en demostrarnos que los movimientos que cambian o revolucionan al mundo son movimientos de masas, de conciencia colectiva, dispuesta a no regresarse ante la necesidad de lograrlo. Y el virus (por sí solo) no adoctrina, por el contrario, por sus efectos, atemoriza.
La realidad hoy es que cada uno debe preocuparse de su propia existencia. Lo curioso, por lo tanto, es que la estrategia sanitaria o de salud pública nos invite a guardar una distancia considerable entre las personas, a no hablarnos, a no tocarnos. De esta manera, individualizados, no parece fácil ponernos a pensar y mucho menos a actuar en el sentido de producir cambios o revoluciones colectivas. Mi consejo es que no podemos dejar las revoluciones en manos de los virus o las bacterias o cualquier otra cosa que se parezca. No tiene sentido. No es serio. No es hacer uso del “buen sentido” ante la vida, la especie y el planeta. Confiemos que tras los efectos de la pandemia COVID19 vengan mejores reflexiones que favorezcan cada vez más las posibilidades de una gran revolución. Una revolución que se hace con humanos, hombres y mujeres de carne y hueso, dotados de un marco mental para repensar, restringir o erradicar el capitalismo destructivo y rampante. El neoliberalismo. Solo así podemos salvarnos como especie y, a la vez, poder salvar nuestro bello planeta con el resto de las especies.
No cabe la duda que cuando se trata de tener que escoger entre la preservación de la vida de los ciudadanos y la estabilidad económica, lo primero es tan determinante que ha sido elevado incluso como un derecho fundamental. Lo primero es salvar vidas antes que “salvar la economía”. Lo que no excluye el tener que luchar en ambos frentes: el de la salud y el de la economía. De no atender los problemas que genera la pandemia en lo económico podemos incurrir en otra crisis que podría ser tan letal como la misma pandemia. Digamos que la consigna desde ahora debe ser: cuarentena sí… pero sin hambre. En los Estados Unidos, por ejemplo, el Presidente Trump (en el comienzo de la pandemia la había subvalorado) anunció un paquete de medidas económicas por un valor del 0.5% del PIB, procurando mejorar la capacidad adquisitiva de sus conciudadanos, especialmente, a aquellos que dejarían de trabajar en razón de la pandemia. Es observable que los ingresos de las personas más vulnerables caerán estrepitosamente y, con esto, su capacidad de alimentación, de pago de los servicios públicos y otros gastos mínimos que son sustanciales para una vida con dignidad.
Cuando todo esto termine aparecerán las consabidas asesorías, donaciones, empréstitos y programas de rescate de las economías deprimidas o en recesión por la pandemia del COVID19, muchos de ellos lucirán bajo la figura de Donald Trump para volver a “Hacer Grande a Norteamérica”. Retomará la idea de una especie de presidencia imperial para salvar al capital y de paso al mundo entero de cualquier revuelta o de la morbosa revolución socialista. Y es entonces cuando los que creían que el COVID19 debilitaría al capitalismo neoliberal, tendrán que entender, de nuevo, que solo con la movilización social y las razones del caso se podría algún día demostrar que el imperialismo es de verdad un tigre de papel.
Carlos Payares González
Foto tomada de: La República
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