Desde antes de la crisis sanitaria que tiene en vilo al mundo entero se venían presentando en la sociedad global fisuras, en unas en un orden internacional que parecía debilitado pero aún firme, orientado hacia el multilateralismo, las libertades individuales y la defensa de los derechos humanos, en pocas palabras, hacia la integración de vastos espacios geográficos bajo la égida de la democracia liberal y el desarrollo de regímenes internacionales precursores de una gobernanza mundial. Desde hace un par de años empero, y sobre todo desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, se inició un repliegue hacia los nacionalismos y el cierre de fronteras, particularmente en la Unión Europea que parecía ser el bastión más sólido ante el despliegue de las tendencias unilaterales que ponen en peligro los acuerdos internacionales que se abrieron paso con los programas neoliberales en boga desde los años noventa del siglo pasado. Es así como – entre otros hechos – se ha puesto en duda el futuro de la OTAN, se ha condenado a la parálisis a la Organización Mundial del Comercio, no ha habido acuerdo para hacer frente al cambio climático y se ha puesto en peligro el acuerdo internacional para evitar la nuclearización de Irán.
A pesar de todo, tratando de evitar el choque frontal con Trump y en espera de mejores tiempos, el mundo mantuvo la calma, apostándole a una mejora de la situación. Ese escenario parece hoy descartado. La sacudida del Conavid-19 ha puesto seriamente en duda la capacidad de responder de manera conjunta a la crisis que se anuncia como inminente mientras se decantan dos opciones contrastantes. Por un lado, el modelo autoritario proveniente de Asia, ejemplificado por China que, fortaleciendo la capacidad estatal, ha desarrollado de manera espectacular su infraestructura y controlado la crisis desatada por el coronavirus en pocas semanas; y por otro lado, el modelo llamado democrático que le apuesta a un sistema político abierto y plural sustentado en un Estado de derecho defensor de la propiedad y las libertades individuales que, por su naturaleza, crítica ante cualquier ordenamiento estatal es más lento para dar respuestas rápidas y contundentes a situaciones que se salen de lo esperado.
La atención de la humanidad se centra hoy en la pandemia que se extiende al mundo entero dejando una estela de muertes, estructuras económicas en ruinas, planes de desarrollo en entredicho, desempleo, zozobra y miedo ante un futuro incierto. En esta situación, la lucha contra el coronavirus, fenómeno inédito si cabe, los Estados renuentes a modelos conducentes a mecanismos de control de la población se encuentran frente a una situación en la que la que la perspectiva sanitaria se interconecta estrechamente a la perspectiva económica.
La vertiente sanitaria del dilema en tanto no se encuentre una vacuna contra el coronavirus solo tiene una salida: el confinamiento de la población para evitar la transmisión del mal. Cuanto más completo y prolongado ese confinamiento, más posibilidades hay de que el virus sea aislado en poco tiempo, pero aquel tiene una implicación económica evidente: el colapso de la producción. En el mundo global de hoy este efecto se reproduce escalonadamente en los países que adoptan la estrategia del confinamiento.
La crisis económica a la que está abocado el mundo no es otra cosa que el efecto directo de la determinación de luchar contra el virus. La crisis prolongada conduce a la recesión y ésta a la depresión con los consiguientes efectos devastadores tanto en el consumo como en la producción. En consecuencia, la única salida es hacer el máximo para evitar una recesión de consecuencias inimaginables, y la única manera de hacerlo es dejando atrás el principio de austeridad del gasto público que pregona la doctrina neoliberal.
Se puede confinar una población por un tiempo determinado pero no se puede congelar una economía y para evitar la hecatombe que produciría una avalancha de quiebras y despidos que ello ocasionaría, el Estado debe mantener un nivel suficiente de consumo para evitar la parálisis del sistema económico y morigerar la consiguiente crisis social que ella acarrea, particularmente en los países donde la mitad de su población económicamente activa vive al día.
El gobierno colombiano ha montado una estrategia que limita el desenvolvimiento económico y focaliza la ayuda en ciertos sectores vulnerables pero dado que sus recursos son insuficientes para hacer frente a la situación inédita que ha desencadenado la pandemia del coronavirus, se encuentra ante un dilema que tendrá repercusiones políticas. No solamente por lo que implica la gestión de la crisis económica en materia de apoyos a ciertos sectores y sacrificios a otros, sino por el manejo que se dé a la información y a la variable ideológica en el que es tan importante lo que se dice como lo que se calla.
Llama la atención que en una situación en la que la búsqueda de consensos requiere la presencia tanto de los poderes públicos como de la sociedad, los supuestos representantes de esta última pierdan el tiempo discutiendo si la existencia de un Congreso que lleve a cabo reuniones virtuales es inconstitucional o no.
Ciudadanos confinados en sus casas, un Gobierno con amplios poderes por el estado de excepción que vive el país, un sistema económico en peligro de quedar paralizado y un Congreso inactivo configuran un panorama que no se identifica con el ideal democrático de una sociedad liberal ni invita al optimismo liberado de las afugias de la simple supervivencia.
Ante tanta incertidumbre no es del todo insensato refugiarse en el “Amanecerá y veremos”.
Rubén Sánchez David, Profesor Universidad del Rosario
Foto tomada de: https://bucaramanga.extra.com.co/
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