Y mientras esa “verdad” se masificaba y consolidaba en los imaginarios colectivos, miembros de la clase política, dirigente y empresarial, afinaban los mecanismos para sacar provecho de la debilidad de los órganos de control (Procuradurías y Contralorías) para investigar a los corruptos de “cuello blanco”. Debilidad que, huelga decir, era y es aún provocada porque las elecciones de los procuradores y contralores, obedece a componendas políticas, sostenidas estas por los propios partidos políticos y las mafias de todo tipo que supieron ganarse un espacio en los procedimientos reglados, propios del quehacer político.
Así que, mientras las tomas guerrilleras y los combates con el Ejército eclipsaban a la opinión pública, las redes de corrupción público-privada crecían y se fortalecían, hasta hacerse hoy prácticamente invencibles para cualquier ente de control que quiera develar las finas relaciones establecidas entre políticos profesionales, sus clientelas y las mafias de variopinto carácter existentes en el país.
Por lo anterior, luchar contra la corrupción en Colombia siempre será un frío eslogan de campaña, pues pretender acabarla es jugar a erosionar la viabilidad del orden establecido y someter al escarnio público los nombres de “prestigiosas familias y de sus miembros,” que son en últimas los que sostienen política y económicamente a eso que se llama el Establecimiento.
En plena cuarentena, la prensa destapa o alude a hechos de corrupción en la entrega de mercados a las familias más vulnerables del país. Alcaldes y gobernadores están en la mira de la Procuraduría, ente de control del que no podemos esperar mayor acción conducente a sancionar a los servidores públicos que se están lucrando de negocios como la entrega de ayudas o desviando recursos destinados exclusivamente a cubrir necesidades en materia de salud pública. El Procurador Fernando Carrillo es un vendedor de humo, a lo que se suma que quiere ser candidato presidencial para el 2022, hecho que le impide tocar a quienes debería de tocar.
Es decir, en plena emergencia sanitaria y médica, los corruptos y la corrupción no se detienen. Y es que es imposible detenerlos y detenerla, por una sencilla razón: a los servidores públicos y a los agentes privados los guía el mismo ethos mafioso.
Hace unas horas, el senador Rodrigo Lara Restrepo, del partido Cambio Radical, con la intención de criticar a los medios de comunicación, señaló, palabras más, o palabras menos, que ponerle 10 mil pesos de más al costo de una lata de atún correspondía a “una corrupción ínfima y ridícula corrupción”.
La verdad no sé qué pensar de este servidor público, hijo de Rodrigo Lara Bonilla, ícono de la lucha contra los narcotraficantes, expresión violenta de ese ethos mafioso que se enquistó en la sociedad colombiana.
Me hizo recordar al entonces presidente Julio César Turbay Ayala, quien señaló que “la corrupción hay que reducirla a sus justas proporciones”. Así las cosas, Rodrigo Lara “avanza” y corre los límites del cinismo, y llama a los sobrecostos en un listado de productos de la canasta familiar, como una práctica corrupta, ínfima y ridícula. Y tiene razón: subirle 10 mil pesos a cada lata de atún tiene que ser una “bobada” al lado de los millonarios negociados que se han practicado en obras de ingeniería como la construcción de hidroeléctricas como la de El Guavio e HidroItuango, o el Túnel de la Línea y las obras de la Ruta del Sol 2 (Odebrecht y filiales del Grupo Sarmiento Angulo).
Con políticos como Rodrigo Lara es claro que lo que menos necesita este país es un Cambio Radical en las costumbre políticas y en las formas de contratación entre el Estado y los particulares; y mucho menos, el país requiere de agentes de control preocupados por investigar unos ínfimos sobrecostos en unas latas de atún. Gracias Senador, Usted ilumina y hace grande a Colombia.
Germán Ayala Osorio
Foto tomada de: Eltiempo.com
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