Introducción
El propósito de este quinto documento de la serie es el de sintetizar un contexto histórico de la evolución de la protección social en Estados de Bienestar a la luz de imperativos políticos, económicos y sociales en diversas etapas claves, con énfasis en algunos de los retos que enfrenta la transformación de la protección social ante rasgos característicos de un mundo actual que rebasan algunas de las premisas nucleares sobre las que se concibieron inicialmente los Estados Benefactores, especialmente en países de referencia como los europeos.
Esta breve reflexión introductoria sobre la transformación de los Estados de Bienestar resulta de alguna utilidad para contribuir a enmarcar algunas de los principales ámbitos de reforma a los que habrían de ser sometidos de cara a poder enfrentar tanto los desafíos nucleares/esenciales a los que se ven enfrentados a propósito de la pandemia global del COVID-19 que va a someter al mundo a la peor crisis sanitaria y socio-económica del último siglo, como los riesgos sistémicos de la insostenibilidad socio-ecológica del modelo económico y sistema de vida imperantes bajo la globalización neoliberal imperante.
1. Un breve recuento de la evolución de la protección social[1]
Las primeras medidas de asistencia pública se implantaron con el surgimiento del mercado de trabajo en las ciudades y ante la consecuente desvinculación del trabajador de los medios de producción, en particular la tierra, en los siglos XV y XVI. En efecto, en la Edad Moderna se da el tránsito hacia la proletarización pasiva, en la denominación de Offe (1992).
Como ha sido ampliamente reconocido y también descrito con gran agudeza por autores como Weber (1922), tradicionalmente han existido dos motivaciones básicas hacia el trabajo: el éxito y reconocimiento personal y la coacción impuesta por el sistema social. La coacción se implantó primero con la imposición de castigos como la realización de trabajos degradantes (Castel, 1997) en los siglos XIV y XV, y más tarde se ha ejercido corrientemente con la imposición de condiciones de incerteza sobre la posibilidad de tener trabajo y su remuneración salarial, o en su desmedro, de despido y el desempleo no remunerado.
Una muestra de ello es que ya a mediados del siglo XIV se estableció quizás el primer precedente sobre la obligatoriedad al trabajo con el “Estatuto de los Trabajadores” y otras leyes y estatutos posteriores en el siglo XVI (Polanyi, 1957).
Paralelamente se establecieron ciertas instituciones de trabajo de carácter disuasorio para albergar la mendicidad y combatir el ocio a través de la implantación del trabajo forzado en las mismas.
En su evolución histórica se desarrollaron regulaciones sobre el trabajo y se dieron las bases de un nuevo orden laboral en el mundo del trabajo, especialmente en los siglos XVII y XVIII (Pérez, 2005).
De esta manera, las personas capaces de trabajar que no trabajaban o no podían hacerlo por condiciones del mercado, o que por voluntad propia no querían ejercer su capacidad, por lo tanto, conformaban un ejército de desempleados, pobres y desarraigados que una vez alcanzara un volumen significativo podía incluso poner en cierto riesgo el normal desenvolvimiento del sistema de mercado y, por ende, la estabilidad del sistema establecido. He ahí la necesidad de reforzar los mecanismos de coacción directa e indirecta, tanto de mercado como social y hasta de seguridad.
Sin embargo, ante la recurrencia de ciclos económicos y sociales se fue reconociendo la necesidad de introducir políticas y medidas disuasorias que a la vez que no alteraran el funcionamiento de las reglas de funcionamiento del mercado, sirvieran de paliativo eficaz para contrarrestar los efectos perversos en desempleo, pobreza y marginación social acarreados por las fases contractivas de la economía y la rebeldía a aceptar las condiciones impuestas por el mercado.
Es en esa época, precisamente, cuando, como lo señala Offe (1992), se dan periodos de exacerbación de asalariados en desempleo, pobreza y marginación.
Una de las consecuencias de crisis cíclicas de empleo y pobreza fue el colapso de instituciones de trabajo en la mayoría de los países que las habían promovido, al punto que muchas fueron cerradas y otras adquirieron un carácter predominantemente represivo.
Entre las alternativas que se siguieron en los siglos XVII y XVIII fue el del envío de colectivos desempleados, pobres y excluidos a las colonias, particularmente en el caso de los países colonizadores (Pérez, 2005).
En el mismo siglo XIX se introdujeron novedosas medidas que consistían en variadas formas de asistencia social pública. Estos tipos de medidas fueron posteriormente ampliadas y diversificadas en el siglo XX. Así se da surgimiento al campo de lo que hoy se conoce como políticas públicas de protección y asistencia social.
Su instauración inicial parte de la creencia de que el trabajo da reconocimiento y habilita socialmente a los pobres, en congruencia con la postura liberal vigente entonces y bajo la influencia de la visión protestante del trabajo, tan enraizada en pensamientos influyentes como el de Adam Smith en su “La Riqueza de las Naciones”.
Pero el desarrollo de estas políticas de protección en los sistemas de mercado ha estado sujeto casi permanentemente a una inmanente contradicción: por un lado, proveer asistencia por razones tanto de justicia social como de preservación del orden establecido, es decir, del adecuado funcionamiento del mercado, y por otro, imponer medidas precautelativas para impedir la dependencia de la asistencia y la garantía de supervivencia al margen del salario y la participación activa en el mercado laboral.
Por supuesto, en algunos países dicha contradicción buscó ser mediada con la introducción de una noción “rentabilista” de la asistencia en la medida en que se propuso obtener una adecuada rentabilidad social de la asistencia a través del trabajo de los receptores beneficiados con el apoyo público. Es el inicio de lo que hoy se conoce como transferencias o subvenciones públicas condicionadas (Pérez, 2005). Con ello se buscaba dar una racionalidad económica y social a la asistencia y protección social.
Solamente con posterioridad y de manera especial hacia mediados del siglo XX viene a darse creciente importancia a un criterio fundamental de “racionalización” de dichas políticas, que ha subordinado su alcance y ámbito, como es el del costo y la estabilidad fiscal en una perspectiva perdurable, ante una especial valoración de la restricción impuesta por la escasez de recursos y de la utilidad en sus usos alternativos en un entorno económico cada vez más internacionalizado y competitivo.
Como desarrollo de las medidas de protección y asistencia y en medio de fuertes crisis económicas en las últimas décadas del siglo XIX en países como Alemania, Francia e Inglaterra se van dando pasos significativos para ir legitimando por razones de índole social y económica el aseguramiento de la clase obrera con el propósito de avanzar hacia una cierta colectivización del riesgo infringido a los trabajadores por los ciclos económicos y así poder mantener un fuerza de trabajo en condiciones adecuadas para laborar productivamente a través del periodo crítico. Fue así como se introdujeron por primera vez seguros obligatorios para la protección de los trabajadores urbanos en caso de enfermedad, invalidez, vejez, creándose así los antecedentes de los que hoy se conocen como sistemas de protección social (Pérez, 2005).
Entretanto siguen proveyéndose algunos servicios de asistencia a los pobres y desarraigados pero con creciente participación de organizaciones filantrópicas.
Hacia mediados del siglo XX se avanza en Inglaterra hacia la propuesta de un sistema integrado de seguros (como los de desempleo, vejez, invalidez) que novedosamente se sustentaba en un esquema de aportes y contribuciones individuales pero sin dejar de estar apoyado con fondos estatales. Además, a diferencia de la concepción prevaleciente en siglos anteriores, en el sentido de creer en la persistencia de una acusada tendencia hacia el ocio y la dependencia de la asistencia, especialmente de los pobres y desarraigados, se privilegia, por el contrario, la concepción del individuo como ser racional para quien una de sus realizaciones es serle útil a la sociedad y a sí mismo a través de diversas formas como el trabajo, por ejemplo. Esta propuesta fue planteada por Lord Beveridge en Inglaterra en 1942 (Beveridge, 1942) y luego complementada por el mismo Beveridge en 1944.
Con ello y el avance de la producción industrial en masa y la tecnificación de los procesos de producción y la racionalización del trabajo con los modelos de organización de Taylor y Ford, se fueron creando las bases de los Estados de Bienestar progresivamente construidos desde inicios del siglo XX y perfeccionados décadas ulteriores en los denominados países desarrollados, en particular los de Europa Occidental.
2. La protección en los Estados de Bienestar
2.1 Derechos, Estado liberal y democracia[2]
El desarrollo de los Estados de Bienestar constituye un proceso integral con la profundización de la democracia como sistema de ordenamiento de la sociedad, en sus instancias política, económica y social.
La democratización o profundización de la democracia reside en el paso de aquella democracia con el pleno ejercicio al voto y la autonomía política, a la democracia en la esfera social, con la realización de derechos sociales y la participación de los individuos en calidad de ciudadanos en la definición de asuntos de carácter público-colectivo (Ferrajoli et al., 2001).
En este sentido, la democracia sustancial requiere la inclusión social, ante la indisolubilidad entre el avance de la democracia y la garantía no sólo de derechos formales sino de servicios reales que permitan satisfacer derechos sociales de la población, al punto en que se argumenta que la reducción de tales servicios y el debilitamiento del carácter social y democrático del Estado significa un verdadero retroceso de la democracia (Bobbio, 1989).
A diferencia de los derechos civiles y políticos cuya garantía impone obligaciones al Estado de carácter universal y constituye la base de la democracia formal, los derechos económicos, sociales y culturales son derechos de titularidad colectiva, introducidos a lo largo del siglo XX, que surgen para complementar los derechos de primera generación instituidos en el siglo XIX, ante el reconocimiento de la necesidad tanto de vindicar los derechos de grupos –y no sólo de individuos– y los derechos de equiparación y compensación –por la incapacidad de grupos para satisfacer por sí mismos sus necesidades básicas–, como de legitimar la intervención del Estado cuando el mercado no garantice la satisfacción de necesidades reconocidas en términos del bienestar de grupos de la población. Estos derechos sociales son la esencia de la democracia sustantiva.
En efecto, la demanda de igualdad socioeconómica fue consecuencia del proceso de democratización de las sociedades avanzadas, pues la igualdad política exigía cierta nivelación material para ser verdaderamente efectiva (Noya, 2004; Flora y Heidenheimer, 1987).
Como lo señala Garay (2002): “La búsqueda de la observancia de derechos sociales se constituye en una función central del Estado Social, que asume responsabilidades en la regulación política de la economía a fin de equiparar o compensar desigualdades sociales que se consideren inaceptables en un esquema de justicia distributiva, acordado por decisión colectiva mediante el contrato social instaurado en la Constitución. Un Estado que garantice además la igualdad a través de la procura de un mínimo existencial mediante la provisión de asistencias y prestaciones que aseguren las condiciones básicas de la existencia humana y el logro de una igualdad de oportunidades, en ejercicio de sus funciones reguladoras y de servicio”.
La satisfacción de los derechos sociales es financiada en buena medida con la recaudación fiscal, la afectación de los derechos patrimoniales y la distribución vigente de activos. Así, según lo argumenta Ferrajoli et al. (2001), “se trata siempre de elecciones, precisamente políticas, referidas a la parte del presupuesto estatal empleada en gasto social, a la porción del gasto destinada a la satisfacción de algún tipo de derechos sociales, a las prioridades y los criterios de distribución de los recursos”.
Ahora bien, en el mundo actual, ante las exigencias y condicionamientos de la globalización bajo el modelo neoliberal, las obligaciones positivas del Estado para garantizar derechos sociales no tienen que asumirse únicamente a través del presupuesto – por las restricciones a la soberanía monetaria y las limitaciones fiscales agudizadas en un ambiente de competencia abierta bajo el modelo neoliberal– sino, por un lado, mediante regulación, normas e instituciones, y por otro, con la intervención activa de particulares. En este sentido, se han de sopesar, en forma debida, las inmanentes tensiones entre los costos sociales y los costes de transacción –o de intercambio mercantil–, por un lado, y por otro lado, entre las restricciones fiscales y del gasto público, la mercantilización/ desmercantilización de la provisión de servicios públicos y los derechos sociales (Alonso, 1999).
2.2 Del Estado Liberal al Estado Social y al Estado Postbenefactor
El Estado de Bienestar desarrollado en el marco de Estados Sociales de Derecho durante el auge de la posguerra en países avanzados (particularmente europeos), tuvo como propósito el de alcanzar un mayor dinamismo del capitalismo, mediante una nueva regulación del mercado orientada a la promoción del pleno empleo con el manejo (keynesiano) de la demanda, a través de los derechos al bienestar y de nuevas formas de consumo colectivo (de masas). El Estado de Bienestar se materializó en sus formas concretas bajo diferentes modelos básicos entre países.
Por un lado, se destaca el modelo de Estado de Bienestar Socialdemócrata distinguido por su carácter universalista en el sentido de proveer prestaciones amplias y de calidad a toda la ciudadanía al margen de su relación con el mercado, y con una financiación sustentada en buena medida en impuestos de índole fiscal. Este modelo se desarrolló particularmente en los países europeos nórdicos (Esping-Andersen, 1990).
En contraste, en el caso de Estados Unidos y en menor medida Canadá, el Estado de Bienestar se da como una refundación del Estado liberal de derecho, en el marco del Estado de Derecho, desde la óptica de mercado con la limitación a ciertas funciones públicas de naturaleza social, con un alcance no universalista, dejando que los grupos sociales pudieran proveerse la protección a través del mercado, y con un sistema de protección social muy focalizado en aquellas poblaciones más excluidas. Por ello se le denomina Estado de Bienestar Liberal.
En el intermedio se encuentra el modelo de Estado de Bienestar Corporativista especialmente instituido en países como Alemania, Francia, Países Bajos, y en menor medida, Italia y España.
Como lo señala Noya (2004), cada modelo institucionaliza principios distintos: Socialdemócrata, igualdad y universalismo; Liberal, necesidad y asistencialismo; y Corporativista, seguridad, contribuciones y particularismo. No obstante, aunque por diferentes vías, los modelos de Estados de Bienestar tienen como propósito de referencia la búsqueda de pleno empleo y el aprovechamiento de los recursos disponibles en la sociedad.
Sin duda, en la segunda mitad del siglo XX los Estados de Bienestar han contribuido a superar, todavía en mayor grado en el caso de los modelos universalistas que en los liberales, el carácter coercitivo del tratamiento a los beneficiarios de la protección y desarrollar una aproximación rehabilitadora del trabajo, así como a progresar hacia sociedades desarrolladas con mayor igualdad de oportunidades, con una calidad de vida ostensiblemente superior, con mucho menores niveles de exclusión social, con menores vulnerabilidades individuales ante la colectivización de muchos de los riesgos del sistema de mercado y con regímenes democráticos más consolidados.
No obstante, ante las recurrentes crisis económicas y financieras en las últimas décadas del siglo XX y la grave crisis financiera de 2008, especialmente en medio de un avanzado proceso de globalización bajo un modelo neoliberal financiarizado de mercado, con las consecuentes presiones permanentes para la mejora de productividad y competitividad internacional, la limitación de los salarios reales, la estabilidad fiscal y el control inflacionario y el compromiso irrestricto por la preservación de la solidez del sistema financiero, por una parte, y la reducción o la porosidad de la soberanía de los Estados para la implantación autónoma de políticas de diversa índole, por otra parte, se han ido reproduciendo diversas presiones por la acción de los mercados y de agentes económicos poderosos en la escena mundial (como las agencias calificadoras de riesgo país, los sistemas financieros, los especuladores institucionales y los organismos internacionales como el FMI) para acotar el ámbito y reducir la profundidad de los Estados de Bienestar.
Ello aunado a que ya desde la década del setenta empezó a germinarse una problemática institucional depredadora en algunos países, expresada en: el relativo deterioro de la debida legitimidad de algunos Estados de Bienestar, debido tanto a su incapacidad económica y política para la plena satisfacción de todos los derechos sociales y la amplia realización de expectativas colectivas, como a la discrecionalidad y arbitrariedad burocrática (sin la debida rendición pública de cuentas), la insuficiente eficiencia y selectividad de las funciones públicas con sesgos en favor especialmente de ciertos grupos poderosos (con la reproducción del problema del rentismo y el clientelismo), la tendencia a restringir las prestaciones de naturaleza social y asistencial por las presiones para garantizar la viabilidad fiscal y la estabilidad de la economía en medio del proceso de globalización, y, entre otros aspectos, la relativa ingobernabilidad, por su incapacidad para disciplinar y racionalizar jurídica y financieramente sus funciones sociales, con normas y criterios transparentes y operacionales sobre prioridad y rentabilidad social, secuencialidad y sostenibilidad intertemporal y equidad distributiva en la asignación de recursos públicos (entre usos y destinos alternativos) (Garay, 2002).
Ello íntimamente relacionado con la progresiva crisis de lo político para la efectiva tramitación de los intereses de amplios grupos de las poblaciones, particularmente de los desfavorecidos y vulnerables, y con una perversa y excluyente dominación de intereses de los grupos más poderosos, claramente los beneficiarios por excelencia del modelo financiarizado imperante.
En estas circunstancias, en las últimas décadas se ha venido observando un cambio en países europeos hacia modelos de Estados de Bienestar reformados y con menor alcance como, por ejemplo, el denominado Estado de Trabajo (ET) en el que la política social consulta y se adecúa progresivamente a ciertas necesidades de la flexibilización del mercado de trabajo y la competitividad (Jessop, 1999).
Así se va recrudeciendo la exigencia de ir “mercantilizando” algunos campos de atención y protección social, con la búsqueda de ir garantizando su financiación a cargo de la propia contribución de los beneficiados a través de modalidades privadas de mercado (por ejemplo, cotización individual para fondos de ahorro pensional, la privatización mercantilizada del sistema de salud, la implantación de pagos parciales para la atención en salud o para la provisión de medicamentos) y relevando la responsabilidad de su sostenimiento a cargo de recursos públicos, así como de ir focalizando otras medidas de asistencia hacia grupos seleccionados por su condición de vulnerabilidad, desarraigo, por ejemplo.
Se trata de una tendencia inmanente hacia un debilitamiento del Estado de Bienestar Socialdemócrata y Corporativista, en especial, y un retroceso en los alcances de la responsabilidad y solidaridad sociales en las sociedades de bienestar. Una expresión fehaciente se está observando en los ajustes del modelo de Estado de Bienestar que están teniendo que ir implantándose en algunos países europeos como respuesta a las presiones tanto de los mercados internacionales como de gobiernos e instituciones, para evitar serios problemas de financiación y la desestabilización de sus economías, y así asegurar la sostenibilidad de la zona del euro y su modelo de integración a raíz de la crisis financiera y económica internacional detonada desde 2008.
En este entorno, al fin de cuentas pareciera indispensable lograr consensuar un pacto social para la transición hacia un modelo de Estado de Bienestar en consulta con los mandatos constitucionales y las realidades económicas, políticas, sociales y culturales en medio de los condicionamientos de la globalización, suficientemente innovador a fin de evitar retrocesos inaceptables en términos de los progresos alcanzados hasta finales del siglo XX, particularmente en el caso de países desarrollados como sociedades incluyentes, democráticas con observancia del goce efectivo de derechos fundamentales y adecuada calidad de vida para la mayoría de sus poblaciones, y al mismo tiempo promover un desarrollo sostenible socio-ecológicamente. Es decir, se trataría de una especie de Estado Social de Derecho Postbenefactor.
En este contexto, ha de partir reconociéndose que una regulación excesiva de los mercados para reproducir unos ciertos privilegios a favor de unos grupos poderosos específicos y unas políticas públicas que no necesariamente favorecen a los más vulnerables, como ha ocurrido incluso en el marco de algunos Estados del Bienestar, según palabras de Innerarity (2011), “no es solamente ineficaz, sino socialmente injusto … con demasiada frecuencia, el Estado benevolente ha producido nuevas injusticias, en la medida en que ha favorecido a quienes no lo necesitaban y ha excluido sistemáticamente a otros”. De ahí que en la nueva perspectiva postbenefactora se deban ponderar debidamente los derechos de los ausentes intra- e inter-generacionalmente del Estado actual, es decir de los excluidos del sistema, para que las políticas redistributivas no se nutran, al menos en parte, de la insuficiente cohesión social, cuando su construcción no favorece especialmente los intereses de los vulnerables y excluidos.
Además, y no menos importante, aceptar que una de las falencias de Estados de Bienestar en los últimos tiempos ha residido en materia de prevención de riesgos sistémicos (Beck, 2002) y de aplicación de políticas reactivas efectivas, al punto en que autores como el mismo Innerarity (2011) han llegado a proclamar que “(p)robablemente estemos saliendo de la era del Estado de bienestar entendido como aquel Estado cuya única fuente de legitimidad era la redistribución y entramos en otra nueva en la que tan importante es la prevención de riesgos sistémicos. …. Este sería el primer desafío de la nueva agenda socialdemócrata …”.
Una agenda de esta naturaleza se hace aún más compleja y exigente en el caso de países en desarrollo por el hecho de que han de avanzar en un tránsito hacia Estados postbenefactores desde su condición de Estados prebenefactores, que no han logrado avanzar debidamente en la redistribución de oportunidades, ni en el desmonte de la exclusión social al punto que una buena proporción de sus poblaciones se mantiene todavía relegada al margen de los progresos de sociedades modernas. Para ello se han de eliminar de raíz principios, valores y prácticas esencialmente excluyentes de los vulnerables y concentradores en favor de los privilegiados, que han permeado la estructura social, económica, política y cultural de las sociedades. Es decir, se ha de instaurar por decisión colectiva una economía política por la inclusión y la cohesión social y una verdadera democracia sustantiva/esencial que implique una efectiva suplantación de la economía política de la exclusión social hoy imperante.
Un cambio de esa naturaleza corresponde a una transformación radical de la lógica societal del papel del Estado y su relación con el mercado: hacia una regulación más efectiva regida por criterios intra- e inter-generacionales sobre la preeminencia del bien público y de lo común/comunal, una prioridad social del desmonte de las desigualdades y privilegios – incluso y con mayor razón los reproducidos por el mismo Estado prebenefactor– bajo estrictos principios de justicia societal, un compromiso con la prevención de riesgos sistémicos, y la eficacia y la eficiencia societales y no meramente financiera ni mercantilizada de la intervención pública.
3. El sistema postbenefactor en lo político y lo económico
3.1 La esfera de lo político
Avanzar hacia un Estado Social Postbenefactor dependerá del régimen político, económico y social de referencia. Un Estado Postbenefactor democrático requiere replantear bases fundamentales de lo político y el sistema político democrático en términos de los mecanismos institucionales y procedimentales para democratizar la democracia característica del Estado Benefactor (Cárdenas, 2018) –superando la democracia formal del voto directo y de la representación nominal proporcional, y profundizando en la democracia económica, social y cultural–, con una debida preeminencia de lo público y lo común/comunal –sobre intereses particulares excluyentes–, la legitimación societal de lo político –como el ámbito de la tramitación legítima de intereses y prioridades públicas y colectivas, y no solo a través de partidos políticos de masa, sino también de movimientos sociales y organizaciones ciudadanas, entre otros, en diversos ámbitos societales no circunscritas exclusivamente a las instancias parlamentarias y de los ejecutivos a niveles territorial y nacional–, y una profunda reforma de la institucionalidad política más allá de los partidos y movimientos políticos a la usanza tradicional con unas nuevas formas de deliberación y organización políticas bajo un marco constitucional postdemocrático, por decirlo así.
Para progresar en esa dirección se requiere, entre otros propósitos, del desmonte de un marcado rentismo –como el aprovechamiento del lugar en la estructura del poder político, económico y social de agentes privilegiados para beneficiarse injustificadamente y sin debida corresponsabilidad social en detrimento de intereses colectivos (Garay, 2018)– y de una institucionalidad extractiva –con una trasferencia de rentas de unos sectores a otros sectores poderosos en la sociedad (Acemoglu y Robinson, 2013)– que se han ido enquistando en el funcionamiento de sociedades contemporáneas.
Además, se ha de vindicar la primacía de una cultura de la inclusión y el reconocimiento social sustentada en el respeto por la diferencia, y la plena vigencia de la legalidad y la licitud en las esferas de la intimidad, lo privado y de lo público (Garay et al, 2002)
Ello implica reformar las formas de participación, representación, delegación y elección avanzando más allá de los tradicionales regímenes presidenciales y parlamentarios con la debida legitimación de otras arenas indispensables y determinantes de la deliberación, control y fiscalización ciudadanas y de la decisión pública, con mecanismos de representación no subsumidos exclusivamente a la mera representación legislativa – parlamentaria a nivel nacional y asamblearia a nivel territorial– con criterios poblacionales como la deliberación ciudadana –a través de una diversidad de organizaciones y movimientos sociales– con un grado de representatividad acorde con el valor democrático y estratégico en una perspectiva diferencial –por ejemplo, étnica– e inter-temporal de regiones con ecosistemas de especial prioridad socio-ecológica, por ejemplo, en el marco de una estrategia de desarrollo societal bajo postulados de resiliencia socio-ecológica en una perspectiva perdurable y duradera.
3.2 La esfera de lo económico[3]
En la búsqueda de avanzar hacia un Estado Social Postbenefactor postdemocrático se ha de reformar sustancialmente el modelo neoliberal vigente de referencia a nivel global.
Debe resaltarse que se han venido reproduciendo tendencias endémicas en el sistema capitalista imperante en el mundo de hoy que contradicen abiertamente paradigmas fundacionales del régimen democrático liberal y del sistema de mercado. En efecto, sobresalen algunos rasgos característicos de índole sistémica del capitalismo global contemporáneo que merecen ser relievados, como lo señala Garay (2018a, pp. 124-127): “(i) la tendencia a agudizarse la polarización entre los extremos de la distribución de la riqueza y del ingreso … y el auge de actual revolución tecnológica con la nueva economía de plataformas; (ii) la precarización laboral y de ingresos ocupacionales para una creciente porción de la población …; (iii) la discriminación perversa y marcada desigualdad de condiciones en contra de las mujeres respecto a los hombres en términos de la existencia de brechas salariales y de limitaciones de acceso a posiciones ocupacionales directivas, entre otras, …; (iv) la persistencia de elevados niveles de desempleo y marginación social –al menos cuasi-estructural– de amplios grupos de la juventud; (v) la intensificación de la inestabilidad económica y de los riesgos personales asociados a choques imprevistos en el ámbito de la vida para amplias capas de las clases medias ante la ausencia o el inadecuado aseguramiento público; (vi) el estancamiento –si no el retroceso en diversos países incluso entre los más avanzados– en la reducción de la desigualdad de ingresos y, en general, de oportunidades, con la ampliación de las brechas salariales entre empleados calificados y trabajadores no calificados; (vii) el creciente poder de mercado –de corte monopolista–, el asociado aumento de márgenes y de concentración de ganancias en prácticamente todos los sectores económicos de los países avanzados, aunados con la caída de la participación de las rentas de trabajo y la subida de la de las rentas del capital y con el descenso de los salarios reales de los trabajadores con menor calificación, y, entre otros, (viii) la diferenciación progresiva entre grupos de países según desarrollo tecno-científico, entre otros procesos de carácter estructural, ha llevado a reproducir una tendencia tanto a la estancación de la movilidad social ascendente –e incluso en diversos casos a su retroceso– en muchos países aún desarrollados, como al agravamiento de serias fracturas sociales en un gran número de países emergentes”.
Todo ello con “el inminente riesgo de que el capitalismo contemporáneo se enfrente a “pérdidas generacionales” a una escala sin precedentes en tiempos de paz y de rápida acumulación de riqueza de unos pocos poderosos privilegiados, con las implicaciones en bienestar y desarrollo que ello implicaría de manera perdurable a nivel global. … (y a un) exagerado acaparamiento de oportunidades por parte de intereses de los grupos poderosos … para su provecho egoísta y excluyente …. (auspiciando) el mantenimiento si no la agudización de la inequidad (societal) y la exclusión social de las clases marginadas (y precarizadas), …” (Garay 2018a, pp.128-129). (Lo entre paréntesis es propio).
Lo anterior con el agravante de la eclosión de la crisis de sostenibilidad socio-ecológica del modelo de desarrollo capitalista imperante como detonante de un cuestionamiento sistémico sobre la imperiosa necesidad de realizar transformaciones sustanciales del modelo neoliberal global para abrir campo a un modelo capitalista postneoliberal o incluso a transitar hacia un régimen societal postcapitalista.
Debates de esta naturaleza en la esfera de lo económico se han venido enriqueciendo con diversos análisis propositivos, entre los cuales han sobresalido los de Piketty (2014 y 2019), quien ha llegado a proponer la conveniencia de trascender el régimen capitalista para avanzar hacia un modelo postcapitalista asimilable a un tipo de socialismo participativo –en el que la propiedad ha de ser de carácter estrictamente temporal y de asequibilidad abierta–.
Antes de concluir hay que enfatizar, siguiendo a Garay (2018a, pp. 127-128), que “(u)na de las consecuencias sistémicas de la profundización de este tipo de procesos estructurales es el progresivo debilitamiento de las bases fundacionales del mismo régimen de mercado competitivo capitalista y de la democracia como sistema societal incluyente –al punto que varios autores definen a esta etapa como la era posdemocrática (Crouch, 2004; Nachtwey, 2017), y que otros han concebido esta transición como el surgimiento de una “democracia iliberal (o democracia sin derechos) y del liberalismo no democrático (o derechos sin democracia)” (Mounk, 2018)– ….que atentan contra principios occidentales de convivencia civilizatoria”.
Ahora bien, dada la gravedad sistémica de procesos de dicha naturaleza y para contrarrestar estas tendencias iliberales –tanto de ultraderecha como populista incluso de supuesta tendencia de izquierda–, “resulta evidente la necesidad de replantear el modelo de globalización neoliberal y de regulación de mercados y de la competencia a nivel nacional y transnacional, … así como de realizar transformaciones societales fundamentales en diversos ámbitos nucleares del sistema vigente que requieren de un amplio consenso a niveles tanto internacional como doméstico … ” Garay (2018a, pp.130-131).
Por supuesto, como se mencionó anteriormente, transformaciones societales fundacionales que han de abarcar las esferas de lo político, lo económico, lo social, lo cultural, y cada vez más urgente, la esfera de lo socio-ecológico y del relacionamiento con la naturaleza bajo una visión de desarrollo enmarcada en la promoción de la resiliencia ecosistémica en una perspectiva perdurable, como condición inapelable para transitar hacia Estados sociales Postbenefactores en el mundo contemporáneo.
Todo ello se hace aún más relevante y acuciante ante la constatación de que la actual crisis sanitaria y económica reproducida por la pandemia del COVID-19 sería la más grave y profunda que haya vivido el mundo al menos desde la Gran Depresión –a consecuencia de la cual se realizaron decisivos pactos internacionales conducentes a reformas sistémicas en el ordenamiento político y económico mundial– y ante evidencias existentes, según la Organización Mundial de la Salud, en el sentido de que cerca de dos tercios de enfermedades y patologías que afectan a la humanidad contemporánea están relacionados con la crisis ecológica y el cambio climático.
4. A manera de reflexión
1. A mediados del siglo XIV se estableció quizás el primer precedente sobre la obligatoriedad al trabajo y paralelamente se establecieron ciertas instituciones de trabajo. En su evolución histórica se desarrollaron regulaciones sobre el trabajo y se dieron las bases de un nuevo orden laboral en el mundo del trabajo, especialmente en los siglos XVII y XVIII.
Paralelamente, se implantaron las primeras medidas de protección y asistencia pública con el surgimiento del mercado de trabajo en las ciudades y ante la consecuente desvinculación del trabajador de los medios de producción, en particular la tierra, iniciada en los siglos XV y XVI.
Con posterioridad, en el mismo siglo XIX se introdujeron novedosas medidas que consistían en variadas formas de asistencia social pública. Y hacia mediados del siglo XX, a diferencia de la concepción prevaleciente en siglos anteriores, en el sentido de creer en la persistencia de una acusada tendencia hacia el ocio y la dependencia de la asistencia, especialmente de los pobres y desarraigados, se privilegia, por el contrario, la concepción del individuo como ser racional para quien una de sus realizaciones es serle útil a la sociedad y a sí mismo a través de diversas formas como el trabajo, por ejemplo. Con ello y el avance de la producción industrial en masa y la tecnificación de los procesos de producción y la racionalización del trabajo, se fueron creando las bases de los Estados de Bienestar.
2. El desarrollo de los Estados de Bienestar constituye un proceso integral con la profundización de la democracia como el paso de aquella democracia del pleno ejercicio al voto y la autonomía política, a la democracia en la esfera social, con la realización de derechos sociales y la participación de los individuos en calidad de ciudadanos en la definición de asuntos de carácter público-colectivo.
Por su carácter, en términos generales es posible argumentar que los Estados de Bienestar, todavía en mayor grado en el caso de los modelos universalistas que en los liberales, han contribuido a superar el carácter coercitivo del tratamiento a los beneficiarios de la protección y desarrollar una aproximación rehabilitadora del trabajo, así como a progresar hacia sociedades desarrolladas con mayor igualdad de oportunidades y con regímenes democráticos más consolidados.
Es claro que ante situaciones de crisis económicas y sociales se ha demostrado la conveniencia, si no necesidad inapelable, de profundizar en las políticas de protección de Estados de Bienestar hasta el punto de implantar una renta mínima básica y una política de buffer de empleo, entre otras intervenciones. Ello en la medida en que, tanto conceptual como programáticamente en términos de política económica, se reconoce que la aplicación de la renta básica ha de implementarse en consulta con: una racionalización/ complementación/desmonte de las transferencias condicionadas existentes, una adecuación de las condiciones de acceso a ciertos servicios sociales, una secuencialidad y progresividad en términos del ámbito y de la cobertura por grupos poblacionales. Además, que el monto de la renta ha de evolucionar acorde con las condiciones de desarrollo y riqueza de la sociedad en cuestión, y ha de depender de la intensidad y variedad de otras políticas de empleo y afines vigentes.
3. En el mundo actual, ante las exigencias y condicionamientos de la globalización bajo el modelo liberal, se han de sopesar, en forma debida, las inmanentes tensiones entre los costos sociales y los costes de transacción, por un lado, y por otro lado, entre las restricciones fiscales y del gasto público, la mercantilización/desmercantilización de la provisión de servicios públicos y los derechos sociales. Así mismo, se han de implantar adecuaciones de pilares básicas de sistema benefactor de protección a los nuevos rasgos de la sociedad y adoptar medidas y políticas económicas y sociales novedosas, con una ponderada combinación y sincronía entre ellas desde la perspectiva integral de sistema y no meramente parcial/sectorial, en aras de propender por su mayor pertinencia y eficacia en términos de la inclusión social, la ciudadanía y la democracia.
El ordenamiento del nuevo Estado postbenefactor se caracterizaría por una estrecha complementariedad entre el Estado, la sociedad y el mercado, con una universalidad focalizada de los servicios básicos del bienestar sustentada en una fiscalidad exigente: una estructura fiscal progresiva con elevadas tasas impositivas a los grupos de capital y a las rentas más altas, y operada mediante un sistema de colaboración estrecha Estado-mercado-sociedad estrictamente regulado (bajo estrictos parámetros de costo-efectividad económica y societal, rigurosa tarificación de referencia y creciente libertad de elección en condiciones de abierta competencia entre agentes prestadores de servicios) y eficaz y oportunamente fiscalizado a nivel social (Rojas, 2010), con el propósito central de garantizar la creación de igualdad de oportunidades para la potenciación de capacidades, el ejercicio de libertades y el desarrollo democrático incluyente.
Al fin de cuentas, se trataría de consensuar un pacto social para la transición hacia un modelo novedoso de Estado de Postbienestar en consulta con los mandatos constitucionales y las propias realidades económicas, políticas, sociales y culturales en medio de los condicionamientos de la globalización, pero a la vez suficientemente innovador a fin no solo de evitar retrocesos inaceptables sino progresos incluyentes de índole universalista en términos de vigencia de derechos humanos (económicos, sociales, culturales y políticos) y de ciudadanía deliberante.
Es decir, erigir un pacto social alrededor de la deconstrucción y legitimación democrática de una especie de Estado Social de Derecho Postbenefactor. Esto es, de un Estado postbenefactor eficiente y socialmente justo, como requisito para el avance social, económico y democrático en términos sustanciales –no meramente formales– en el mundo moderno, que a la vez de asegurar los avances alcanzados hasta ahora, pueda cumplir con sus deberes indelegables en el desarrollo de la ciudadanía bajo niveles de equidad razonables y defendibles, con la construcción y legitimación sociales de una verdadera economía política de la inclusión y equidad sociales.
Y que parta de la necesidad de interponer esfuerzos societales con miras a combatir la opulencia tanto altiva y vergonzosa como innecesaria en términos sociales, con restrictivas medidas redistributivas; erradicar la corrupción, la captura y el despilfarro de recursos públicos con desarrollo de una cultura de la legalidad y responsabilidad social; implantar un modelo de desarrollo socio-ecológicamente resiliente en una perspectiva perdurable; fomentar una austeridad equitativa y solidaria; vindicar la recompensa al mérito y no al aprovechamiento de relaciones de poder en el mercado y al margen del mercado, de índole tanto legal como ilegal, y entre otros, reforzar la capacidad colectiva de enfrentar los riesgos, daños y desequilibrios de muy diversa índole –especialmente los de orden sistémico– resultantes del desorden capitalista en la fase contemporánea de la globalización.
Una agenda de esta naturaleza se hace aún más compleja y exigente en el caso de países en desarrollo por el hecho de que han de avanzar en un tránsito hacia Estados postbenefactores desde su condición de Estados prebenefactores, que no han logrado avanzar debidamente en la redistribución de oportunidades, ni en el desmonte de la exclusión social al punto que una buena proporción de sus poblaciones se mantiene todavía relegadas al margen de los progresos de sociedades modernas. Para ello se ha de instaurar por decisión colectiva una economía política por la inclusión y cohesión social y una verdadera democracia sustantiva en suplantación de la economía política de la exclusión social hoy imperante.
Un cambio de esa naturaleza corresponde a una transformación radical de la lógica societal del papel del Estado y su relación con el mercado: hacia una regulación más efectiva regida por criterios intra- e inter-generacionales de la preeminencia del bien público y la resiliencia socio-ecológica, el desmonte de las desigualdades y privilegios –incluso y con mayor razón los reproducidos por el mismo Estado prebenefactor–, y la promoción de la eficacia y eficiencia societales y no meramente financiera ni mercantilizada de la intervención pública.
4. Un Estado Postbenefactor democrático requiere replantear bases fundamentales de lo político y el sistema político democrático en términos de los mecanismos institucionales y procedimentales para democratizar la democracia característica del Estado Benefactor– superando la democracia formal del voto directo y de la representación nominal proporcional, y profundizando en la democracia económica, social y cultural–, con una debida preeminencia de lo público y lo común/comunal –sobre intereses particulares excluyentes–, la legitimación societal de lo político –como el ámbito de la tramitación legítima de intereses y prioridades públicas y colectivas, y no solo a través de partidos políticos de masa, sino también de movimientos sociales y organizaciones ciudadanas, entre otros, en diversos ámbitos societales no circunscritas exclusivamente a las instancias parlamentarias y de los ejecutivos a niveles territorial y nacional–, y una profunda reforma de la institucionalidad política más allá de los partidos y movimientos políticos a la usanza tradicional con unas nuevas formas de deliberación y organización políticas bajo un marco constitucional postdemocrático, por decirlo así.
Ello implica reformar las formas de participación, representación, delegación y elección avanzando más allá de los tradicionales regímenes presidenciales y parlamentarios con la debida legitimación de otras arenas indispensables y determinantes de la deliberación, control y fiscalización ciudadanas y de la decisión pública, con mecanismos de representación no subsumidos exclusivamente a la mera representación legislativa, entre otros campos de reforma.
Ante la reproducción de tendencias endémicas en el sistema capitalista imperante en el mundo de hoy que contradicen abiertamente paradigmas fundacionales del régimen democrático liberal y del sistema de mercado, y con el agravante de la eclosión de la crisis de sostenibilidad socio-ecológica del modelo de desarrollo capitalista imperante, se han detonado cuestionamientos sistémicos sobre la imperiosa necesidad de realizar transformaciones sustanciales del modelo neoliberal global para abrir campo a un modelo capitalista postneoliberal o incluso a transitar hacia un régimen societal postcapitalista.
En este contexto han surgido tendencias hacia la formación de una “democracia iliberal (o democracia sin derechos) y de un liberalismo no democrático (o derechos sin democracia) como alternativa al modelo de democracia y sistema de mercado liberal con la irrupción de gobiernos de ultraderecha en muy diversos países alrededor del mundo.
En contraposición y para contrarrestar estas tendencias iliberales, se han de realizar transformaciones societales fundacionales en las esferas de lo político, lo económico, lo social, lo cultural, y cada vez más urgente, en la esfera de lo socio-ecológico y del relacionamiento con la naturaleza bajo una visión de desarrollo enmarcada en la promoción de la resiliencia ecosistémica en una perspectiva perdurable, como condición indispensable para la construcción de Estados Sociales Postbenefactores en el mundo contemporáneo.
Todo ello se hace aún más relevante y acuciante ante la constatación de que la actual crisis sanitaria y económica reproducida por la pandemia del COVID-19 sería la más grave y profunda que haya vivido el mundo al menos desde la Gran Depresión –a consecuencia de la cual se realizaron decisivos pactos internacionales conducentes a reformas sistémicas en el ordenamiento político y económico mundial– y ante evidencias existentes, según la Organización Mundial de la Salud, en el sentido de que cerca de dos tercios de enfermedades y patologías que afectan a la humanidad contemporánea están relacionados con la crisis ecológica y el cambio climático.
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Este documento, a excepción de la sección 3, consiste en una revisión actualizada de parte del capítulo elaborado por el autor “Acerca de la asistencia y la protección social. Una perspectiva de la transformación del papel del Estado hacia un Estado Postbenefactor”. En: Garay, L. J., Moreno, A., Mora, A. F. y Velásquez, I. D. Colombia: Diálogo pendiente Vol. III. El derecho al trabajo y la política de buffer de empleo. Planeta Paz. Bogotá. Enero. https://www.planetapaz.org/biblioteca/nuestras-publicaciones/colombia-dialogo-pendiente-voliii/viewdocument
[1] Esta sección se basa especialmente, entre otros autores, en: Pérez (2005), Offe (1992) y Polanyi (1957).
[2] Esta sección y apartes de la siguiente se sustentan, entre otros, en: Garay, L. J. (2002). “Estrategias, dilemas y desafíos en la transición al Estado social de Derecho en Colombia”. En: Garay, L. J. (dirección). Colombia:
Entre la exclusión y el desarrollo. Contraloría General de la República, Bogotá.
[3] Esta sub-sección se fundamenta básicamente en Garay, L. J. (2018). (In-)Movilidad social y democracia. Ediciones Desde Abajo. Bogotá.
Luis Jorge Garay Salamanca
El autor quiere agradecer los muy oportunos y pertinentes comentarios y sugerencias de Andrés Felipe Mora, Álvaro Martín Moreno y Carlos Salgado Araméndez a una versión preliminar del capítulo de referencia, y a Jorge Enrique Espitia Zamora a la versión preliminar del presente documento. Por supuesto, el autor es responsable de los errores y omisiones prevalecientes.
Foto tomada de: Periodismo Popular
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