Aparentemente, definir la democracia es sencillo. Etimológicamente, la palabra proviene de las voces griegas demos (pueblo) y kratos (gobierno), pero dado que entre el nombre y el objeto la distancia es amplia y con matices, el problema de definir la democracia es más complejo de lo que parece, en la medida en que del sentido que se le dé al término depende lo que de ella se espera.
En términos generales, se puede afirmar que la democracia moderna es entendida, ante todo, como un método para edificar decisiones públicas, un conjunto de procedimientos para formar gobiernos y autorizar determinadas políticas. Un método que, además de reglas y principios, presupone un conjunto de valores éticos y políticos que lo hacen deseable y justificable frente a las dictaduras y el autoritarismo. Estos valores, resultado de la evolución de las sociedades modernas, son la libertad y la igualdad. En este orden de ideas, definir la democracia es tomar en cuenta una dimensión prescriptiva (el deber ser) sin olvidar una dimensión descriptiva (el ser).
Si la perspectiva normativa de la democracia se ocupa de ideales, de demandas políticas derivadas de una determinada concepción de libertad e igualdad, la perspectiva empírica analiza el funcionamiento de la democracia con el propósito de descubrir los mecanismos que permiten el funcionamiento del sistema.
Ciertamente, la democracia plena no existe. Esta es el resultado de la acción política de los pueblos que optan por este camino para convivir en paz. Así lo entendieron los constituyentes que le dieron vida a la actual Constitución Política de Colombia para instituir la estructura de una colectividad política, de conformidad con los requisitos que impone el respeto de los derechos humanos y de una organización de los órganos de decisión colectiva inspirada en la división de poderes como remedio preventivo para controlar el abuso de poder. Esta construcción constitucional se materializó en la distinción de funciones y en la creación de órganos separados en los que se distribuyen las competencias de dichos órganos para permitir su control recíproco.
El camino hacia el respeto pleno de los derechos humanos y la convivencia pacífica ha estado y sigue estando sembrado de minas. El asesinato de alzados en armas reinsertados, de líderes sociales, de periodistas y de ciudadanos del común son hechos innegables, como también los llamados falsos positivos y el espionaje de los servicios de seguridad a críticos del régimen y a ciudadanos inermes, hechos que se suman a la corrupción y la compra de votos que vulnera las bases del juego competitivo para acceder al poder.
Colombia es una democracia constitucional, un régimen que constitucionaliza el ordenamiento jurídico, de modo que las decisiones judiciales no pueden perder de vista la protección de los derechos fundamentales. Ello quiere decir que las decisiones judiciales no pueden soportarse únicamente en normas tipo regla como las considera el iuspositivismo caro a la teoría liberal clásica.
Desde la perspectiva liberal una decisión democrática, para serlo, debe estar precedida de una discusión deliberativa. La pura y simple imposición de la voluntad de la mayoría, y mucho menos la decisión unilateral del gobernante, no es democrática pues el momento esencial que le confiere calidad democrática al juego político democrático no puede reducirse a la suma de opiniones y preferencias individuales. La esencia del juego democrático es la institucionalización del enfrentamiento público y equilibrado entre las distintas opiniones.
Desde luego, en situaciones de emergencia se justifica la limitación de derechos individuales porque las decisiones deben ser tomadas rápidamente, pero en esas condiciones los controles institucionales cobran mayor importancia porque todo estado de excepción abre una ventana al autoritarismo.
Sin duda, la crisis social y sanitaria provocada por la pandemia del coronavirus generó una situación inesperada de una magnitud que no tiene precedentes en la historia moderna y ha despejado el camino para que los líderes populistas y los gobernantes se valgan de la pandemia para debilitar las instituciones democráticas, endurecer la vigilancia y debilitar la oposición. Sin embargo, el resultado final depende de cómo reaccionen los contrapesos. En este sentido, es perturbador constatar cómo mientras el presidente concentra enormes poderes y expide decenas de decretos legislativos, el Congreso no se ha manifestado abiertamente apoyándose en la tesis de que no puede reunirse físicamente por temor al contagio, ni virtualmente en ausencia de una norma que autorice explícitamente la virtualidad. Tampoco se ha sentido el campo judicial, imbuido en una discusión erudita sobre si los decretos de cuarentena que restringen los derechos fundamentales deben ser controlados por el Consejo de Estado por ser formalmente decretos ordinarios o por la Corte Constitucional por su carácter legislativo. En honor a la verdad hay que reconocer, sin embargo, que el Congreso ha ajustado en parte el procedimiento para cumplir virtualmente con su función de control político pero, paralizado por el temor de que lo que se apruebe sea declarado ilegal, se ha inhibido en su función legislativa.
Ante la debilidad manifiesta de las ramas legislativa y judicial es imposible no considerar, al menos hipotéticamente, que las medidas dictadas por el Gobierno permanezcan y se normalicen una vez que la situación de alarma haya terminado. En todo caso, el escenario que se anuncia no será el mismo que antes de la pandemia y las secuelas de las medidas que ha adoptado el Gobierno serán grandes.
Rubén Sánchez David, Profesor Universidad del Rosario
Foto tomada de: Camara.gov.co/
Deja un comentario