La erosión de la imagen del “pequeño dios en la tierra”
El mito moderno de que somos “el pequeño dios” en la Tierra y que podemos disponer de ella a nuestro antojo porque es inerte y sin propósito ha sido destruido. Uno de los padres del método científico moderno, Francis Bacon, dijo que deberíamos tratar a la naturaleza como los esbirros de la inquisición trataban a sus víctimas, torturándolas hasta que entreguen todos sus secretos.
A través de la tecnociencia hemos llevado este método al extremo, llegando al corazón de la materia y la vida. Esto se ha llevado a cabo con un furor sin precedentes hasta el punto de haber destruido la sostenibilidad de la naturaleza y por lo tanto del planeta y de la vida. De esta manera hemos roto el pacto natural que existe con la Tierra viva: ella nos da todo lo que necesitamos para vivir y en contrapartida debemos cuidarla, preservar sus bienes y servicios y darle descanso para restaurar todo lo que tomamos de ella para nuestra vida y progreso. No hemos hecho nada de eso.
Por no haber observado el precepto bíblico de “proteger y cuidar el Jardín del Edén (de la Tierra: Gn 2,15)” y por amenazar las bases ecológicas que sostienen toda la vida, ella nos ha contraatacado con un arma poderosa, el coronavirus 19. Para enfrentarlo, hemos vuelto al método de la Edad Media, que superó sus pandemias a través del estricto aislamiento social. Para que el pueblo, asustado, saliera a la calle, en el ayuntamiento de Múnich (Marienplatz) se construyó un ingenioso reloj con bailarines y cucos para que todos acudieran a apreciarlo, lo que se viene haciendo hasta hoy.
La pandemia, que más que una crisis es la exigencia de un cambio de cosmología ( de visión del mundo) y de la incorporación de una ética con nuevos valores, nos plantea esta pregunta: ¿realmente queremos evitar que la naturaleza nos envíe virus aún más letales que pueden diezmar incluso la especie humana? Esta sería una de las diez que desaparecen definitivamente cada día. ¿Queremos correr ese riesgo?
Inconsciencia generalizada del factor ecológico
Ya en 1962, la bióloga y escritora estadounidense Rachel Carson, autora de Primavera Silenciosa (Silent Spring), advirtió: “Es poco probable que las generaciones futuras toleren nuestra falta de preocupación prudente por la integridad del mundo natural que sustenta toda la vida… La pregunta es si alguna civilización puede continuar una guerra sin tregua contra la vida sin destruirse a sí misma y sin perder el derecho a ser llamada civilización “.
Parece una profecía de la situación que estamos viviendo a nivel planetario. Tenemos la impresión de que la mayoría de la humanidad e incluso los líderes políticos no demuestran una conciencia suficiente de los peligros que enfrentamos con el calentamiento global, con la excesiva proximidad de nuestras ciudades y especialmente del agronegocio masivo que avanza sobre a la naturaleza virgen y a los bosques que están deforestando. De esta manera destruimos los hábitats de millones de virus y bacterias que terminan siendo transferidos a los seres humanos. Según científicos serios, el coronavirus no habría venido a través de un murciélago del mercado de China, sino simplemente de la naturaleza.
En la mejor de las hipótesis, el coronavirus nos obligará a reinventarnos como humanidad y a remodelar de forma sostenible e inclusiva la única Casa Común que tenemos. Si prevaleciera lo que dominaba antes, exacerbado hasta el extremo, entonces podremos prepararnos para lo peor.
Muchos están anunciando una nueva era de austeridad destructiva en el pos-coronavirus. Los buitres del pasado ya se están articulando para volver a la perspectiva de antes y impedir cambios significativos. Los intereses del capital financiero, y la falta de una consciencia por parte de los que están en el poder y aún de gran parte de los saberes académicos acerca de de la gravedad de la degradación de la naturaleza, no los llevan a aprender nada de millares y millares de muertos por el coronavirus a nivel mundial.
Quieren volver a la austeridad que es una política de oportunistas, ejecutada por oportunistas para oportunistas. Según CEPAL calculase que el covid-19, en razón de tales políticas de austeridad peores que antes, dejarán 215 millones de nuevos pobres en América Latina (cf. Carta Maior 13/05/2020) Sin embargo, cabe recordar que el sistema-vida ha pasado por varias extinciones importantes (estamos dentro de la sexta) pero siempre ha sobrevivido.
La vida parecería –me permito una metáfora singular– una “plaga” que nadie hasta hoy ha logrado exterminar. Porque es una “plaga” bendita, ligada al misterio de la cosmogénesis y a aquella Energía de Fondo, misteriosa y amorosa que preside todos los procesos cósmicos y también los nuestros.
Es imperativo que abandonemos el viejo paradigma de la voluntad de poder y dominación sobre todo (el puño cerrado) hacia un paradigma de cuidar todo lo que existe y vive (la mano extendida) y de la corresponsabilidad colectiva.
En el último párrafo de su libro La era de los extremos (1995) escribió Eric Hobsbawn: Una cosa está clara. Si la humanidad quiere tener un futuro reconocible, no puede ser prolongando el pasado o el presente. Si tratamos de construir el tercer milenio sobre esta base, fracasaremos. El precio del fracaso, es decir, la alternativa al cambio de la sociedad es la oscuridad (p.506).
Esto significa que no podemos simplemente volver a la situación anterior al coronavirus, ni siquiera podemos pensar en un regreso al pasado pre-iluminista como quiere el actual gobierno brasileño y otros de extrema derecha.
Post-pandemia: ¿lo nuevo o la radicalización de lo anterior?
Hay muchos analistas que predicen que la post-pandemia podría significar una radicalización extrema de la situación anterior, un retorno al sistema de capital y al neoliberalismo, buscando dominar el mundo con el uso de la vigilancia digital (big data) sobre cada persona del planeta, algo que ya está en marcha en China y en Estados Unidos. Ahí entraríamos en la era de las tinieblas, con el riesgo, sugerido por Raquel Carson, en su famoso libro “La primavera silenciosa” de nuestra autodestrucción. De ahí la exigencia de una conversión ecológica radical, cuya centralidad debe ser ocupada por la Tierra, por la vida y por la civilización humana: una biocivilización.
Los posibles riesgos en el post-covid-19
No debemos sin embargo subestimar la fuerza de la violencia sistémica. Sigmund Freud, al contestar una carta de Albert Einstein de 1932 en la que le preguntaba si era posible superar la violencia y la guerra, dejaba una aporía. Respondió, considerando que no podía decir qué instinto podría prevalecer: si el instinto de muerte (thánatos) o el instinto de vida (eros). Están siempre en tensión y no podemos estar seguros de cual triunfará al final. Terminaba resignado: “Hambrientos, pensamos en el molino que muele tan lentamente que podemos morir de hambre antes de recibir la harina”.
Hay una opinión nada optimista de uno de los más grandes intelectuales estadounidenses, crítico severo del sistema imperialista, Noam Chomsky, que dice: «El coronavirus es suficientemente grave, pero vale la pena recordar que se está acercando algo mucho más terrible, estamos corriendo hacia el desastre, hacia algo mucho peor que cualquier otra cosa que haya sucedido en la historia humana y Trump y sus lacayos están al frente de esto, en la carrera hacia el abismo. Hay dos amenazas inmensas que estamos encarando. Una es la creciente amenaza de la guerra nuclear, exacerbada por la tensión de los regímenes militares, y la otra, por supuesto, es el calentamiento global. Las dos pueden resolverse, pero no hay mucho tiempo; el coronavirus es terrible y puede tener terribles consecuencias, pero será superado, mientras que las otras no lo serán. Si no resolvemos esto, estaremos condenados».
Chomsky ha afirmado que el presidente Trump está lo suficientemente demente como para desatar una guerra nuclear, sin importarle lo que le pueda pasar a toda la humanidad.
No obstante esta visión dramática del prestigioso lingüista y pensador, nuestra esperanza es que si la humanidad corriera un grave peligro de destruirse realmente, prevalecerá el instinto de vida. Pero a condición de que hayamos construido una forma diferente de habitar la Casa Común, sobre otras bases que no sean ni las del pasado ni las del presente.
Algunas buenas lecciones de la pandemia de Covid-19
De todos modos, el coronavirus nos ha mostrado que no somos “pequeños dioses” que pretenden poder todo; que somos frágiles y limitados; que la acumulación de bienes materiales no salva la vida; que la globalización financiera sola, en el molde competitivo del capitalismo, impide crear, como proponen los chinos, “una comunidad de destino común para toda la humanidad”; que tenemos que crear un centro global y plural para gestionar los problemas mundiales; que la cooperación y la solidaridad de todos con todos y no el individualismo son los valores centrales de una geosociedad.
Que se deben reconocer y respetar los límites del sistema-Tierra que no tolera un proyecto de crecimiento ilimitado; que debemos cuidar la naturaleza como nos cuidamos a nosotros mismos, porque somos parte de ella y nos proporciona todos los bienes y servicios necesarios para la vida; que debemos buscar una economía circular que cumpla las famosas tres erres (R): reducir, reutilizar y reciclar todo lo que ha entrado en el proceso de producción.
Que la economía ha de ser de subsistencia digna y universal y no de acumulación de algunos a expensas de todos los demás y de la naturaleza; que este tipo de economía de subsistencia disminuye las necesidades para dar lugar a la sobriedad y reducir así en gran medida las desigualdades sociales; que el nuevo orden económico no habría de regirse por las ganancias sino por la racionalidad económica con un sentido social y ecológico.
Que sería altamente racional y humanitario crear un renta mínima universal; que la atención médica es un derecho humano universal (One World-One Health) que no podemos desatander; que es importante garantizar un estado que regule el mercado, que promueva el desarrollo necesario y esté equipado para satisfacer las demandas colectivas, ya sean de salud o desastres naturales.
Que debemos incentivar el capital humano-espiritual, siempre ilimitado, basado en el amor, la solidaridad, la búsqueda de la justa medida, la fraternidad, la compasión, el sentir el encanto del mundo y en la búsqueda incansable de la paz.
Un mapa para rescatar la vida: la Carta de la Tierra
Estas son, entre otras, algunas de las lecciones que podemos sacar del coronavirus. Citando la Carta de la Tierra (UNESCO), uno de los documentos oficiales más inspiradores para la transformación de nuestra forma de estar en el planeta Tierra, «se necesitan cambios fundamentales en nuestros valores, instituciones y formas de vida… Nuestros desafíos ambientales, económicos, políticos, sociales y espirituales están interconectados y juntos podemos forjar soluciones inclusivas» (Preámbulo c).
¿Qué visión del mundo y qué valores incluir?
Saber y tener conocimiento de los datos de la realidad no es todavía hacer. ¿Qué nos impulsa a actuar? ¿Qué visión del mundo (cosmología) y qué valores (ética) deberíamos incluir? Nos orienta un texto importante de la parte final de la Carta de la Tierra, en cuya redacción también participé.
“Como nunca antes en la historia, el destino común nos llama a buscar un nuevo comienzo. Esto requiere un cambio de mente y de corazón. Exige un nuevo sentido de interdependencia global y de responsabilidad universal. Debemos desarrollar y aplicar con imaginación la visión de un modo de vida sostenible a nivel local, nacional, regional y mundial” (El camino por delante).
Observemos que no se trata sólo de mejorar el camino andado. Este nos llevará a las crisis cíclicas que ya conocemos y eventualmente al desastre. Se trata de “buscar un nuevo comienzo”. Se nos reta a reconstruir la “Tierra, nuestro hogar, que está viva con una comunidad de vida única” (CT, Preámbulo a). Sería engañoso cubrir las heridas de la Tierra con venditas, pensando que podemos curarla. Tenemos que revitalizarla y rehacerla para que sea la Casa Común.
“Esto requiere un cambio de mente”. Un cambio de mente significa una nueva mirada sobre la Tierra, tal como la nueva cosmología y biología la presentan. Ella es un momento del proceso evolutivo que tiene ya 13.700 millones de años y la Tierra 4.300 millones de años. Después del big bang, todos los elementos físico-químicos se forjaron durante más de tres mil millones de años en el corazón de las grandes estrellas rojas. Al explotar, lanzaron en todas las direcciones estos elementos que formaron la galaxia, las estrellas como el Sol, los planetas y la Tierra.
Ella está viva con una vida que irrumpió hace 3.800 millones de años, un super-organismo sistémico que se auto-organiza y se auto-crea continuamente. En un momento avanzado de su complejidad, hace unos 8-10 millones de años, una parte de ella comenzó a sentir, pensar, amar y adorar. Surgió el ser humano, hombre y mujer. Él es Tierra consciente e inteligente, por eso se llama homo, hecho de humus.
Esta cosmovisión cambia nuestra concepción de la Tierra. La ONU, el 22 de abril de 2009, la reconoció oficialmente como la Madre Tierra porque genera y nos da todo. Por eso la Carta de la Tierra dice: “Respetar la Tierra y la vida en toda su diversidad y cuidar de la comunidad de la vida con comprensión, compasión y amor” (CT 1 y 2). La Tierra como suelo la podemos comprar y vender. A la Madre, sin embargo, no la compramos ni vendemos; la amamos y la veneramos. Tales actitudes deben ser transferidas a la Tierra, nuestra Madre. Esta es la nueva mente que tenemos que hacer nuestra.
“Requiere un cambio de corazón”. El corazón es la dimensión del sentimiento profundo (pathos), de la sensibilidad, el amor, la compasión y los valores que guían nuestra vida. Especialmente en el corazón se encuentra el cuidado, que es una forma amistosa y afectuosa de relacionarse con la naturaleza y sus seres. Tiene que ver con la razón sensible o cordial, con el cerebro límbico, que surgió hace 220 millones de años cuando los mamíferos irrumpieron en la evolución. Todos ellos, como el ser humano, tienen sentimientos, amor y cuidado a sus crías. Eso es el pathos, la capacidad de afectar y ser afectado, la dimensión más profunda del ser humano.
La razón (logos), la mente a la cual nos hemos referido anteriormente, apareció hace sólo 8-10 millones de años con el cerebro neocortical y en la forma avanzada como homo sapiens (el hombre actual) hace unos cien mil años. Este, en la modernidad, se ha desarrollado exponencialmente, dominando nuestras sociedades y creando la tecnociencia, los grandes instrumentos de dominación y transformación de la faz de la Tierra, creando inclusive una máquina de muerte con armas nucleares y otras que pueden acabar con la vida humana y la de la naturaleza.
La inflación de la razón, el racionalismo, ha creado una especie de lobotomía: el ser humano tiene dificultad para sentir al otro y su sufrimiento. Necesitamos completar la inteligencia racional, necesaria para resolver las necesidades de supervivencia de nuestra vida, pero hay que completarla con inteligencia emocional y sensible para que seamos más completos y asumamos con pasión la defensa de la Tierra y de la vida.
Necesitamos el corazón para que nos lleve a escuchar tanto el grito de la Tierra como el grito del pobre, y a forjar como dice el Primer Ministro chino Xi Jinping: “una sociedad moderadamente abastecida” o como decimos nosotros: una sociedad con un consumo sobrio, frugal y solidario.
Completemos el comentario del sugerente texto de la Carta de la Tierra que afirma que tenemos que buscar un nuevo comienzo para forjar un modo sostenible de vivir en el planeta Tierra.
Para eso “se requiere un nuevo sentido de interdependencia global”. La relación de todos con todos y por lo tanto la interdependencia global representa una constante cosmológica. Todo en el universo es relación. Nada ni nadie está fuera de la relación. Es también un axioma de la física cuántica según el cual todos los seres están inter-retro-relacionados. Nosotros mismos, los seres humanos, somos un rizoma (bulbo de raíces) de relaciones dirigidas en todas las direcciones. Esto implica entender que todos los problemas ecológicos, económicos, políticos y espirituales tienen que ver unos con otros. Solo salvaremos la vida sinos alineamos con esta lógica universal que es la lógica del universo y de la naturaleza.
Continúa el texto de la Carta de la Tierra: “se requiere una responsabilidad universal”. Responsabilidad significa darse cuenta de las consecuencias de nuestras acciones, si son beneficiosas o perjudiciales para todos los seres. Hans Jonas escribió un libro clásico sobre el Principio de Responsabilidad, que incluye el principio de prevención y el de precaución. Mediante la prevención podemos calcular los efectos cuando intervenimos en la naturaleza. El principio de precaución nos dice que si no podemos medir las consecuencias, no debemos correr riesgos con ciertas acciones e intervenciones porque pueden producir efectos altamente perjudiciales para la vida.
Esta falta de responsabilidad colectiva la constatamos en la presente pandemia que exige un aislamiento social estricto para evitar la contaminación y la gran mayoría no lo asume. Debe ser para todos, sino sigue la contaminación.
La Carta de la Tierra dice además: “desarrollar y aplicar con invención la visión” (de un modo de vida sostenible). Nada grande en este mundo se hace sin la invención del imaginario que proyecta nuevos mundos y nuevas formas de ser. Este es el lugar de las utopías viables. Toda utopía amplía el horizonte y nos hace inventivos. La utopía nos lleva de horizonte en horizonte, haciéndonos siempre caminar, en la feliz expresión de Eduardo Galeano.
Para superar la forma habitual de habitar la Casa Común, una relación utilitarista, sin respectar el valor intrínseco de cada ser, independiente de uso humano, tenemos que soñar con el planeta como la gran Madre, “La Tierra de la Buena Esperanza” (Ignace Sachs, Dowbor). Esta utopía puede ser realizada por la humanidad cuando despierte para la urgencia de otro mundo necesario.
Un modo de vida sostenible
La Carta de la Tierra afirma todavía: “una visión de un modo de vida sostenible”. Estamos acostumbrados a la expresión “desarrollo sostenible”, que está en todos los documentos oficiales y en la boca de la ecología dominante. Todos los análisis serios han demostrado que nuestra forma de producir, distribuir y consumir es insostenible. Es necesario decir que no puede mantenerse el equilibrio entre lo que tomamos de la naturaleza y lo que le dejamos para que se reproduzca y co-evolucione siempre. Nuestra voracidad ha hecho insostenible el planeta, porque si los países ricos quisieran universalizar su bienestar a toda la humanidad, necesitaríamos al menos tres Tierras como esta, lo cual es absolutamente imposible.
El desarrollo actual que significa crecimiento económico medido por el Producto Interior Bruto (PIB) revela desigualdades asombrosas hasta el punto de que la ONG Oxfam en su informe de 2019 revela que el 1% de la humanidad posee la mitad de la riqueza mundial y que el 20% controla el 95% de esta riqueza mientras que el 80% restante tiene que conformarse con sólo el 5% de la riqueza. Estos datos revelan una profunda injusticia social y la completa insostenibilidad del mundo en el que vivimos.
La Carta de la Tierra no se rige por el lucro sino por la vida. De ahí que el gran reto sea crear un modo de vida sostenible en todos los ámbitos, personal, familiar, social, nacional e internacional.
La importancia del biorregionalismo
Por último, este modo de vida sostenible debe realizarse a nivel local, nacional, regional y mundial. Por supuesto, se trata de un proyecto mundial que debe realizarse procesualmente. Hoy en día, el punto más avanzado de esta búsqueda tiene lugar a nivel local y regional. Se habla entonces de biorregionalismo como la forma verdaderamente viable de concretar la sostenibilidad. Tomando como referencia la región, no según las divisiones arbitrarias que aún persisten, sino las que la propia naturaleza ha hecho con los ríos, montañas, selvas, bosques y otras que configuran un ecosistema regional. En este marco se puede lograr una auténtica sostenibilidad, incluyendo los bienes naturales, la cultura y las tradiciones locales, las personalidades que han marcado esa historia, favoreciendo a las pequeñas empresas y a la agricultura orgánica, con la mayor participación posible, en un espíritu democrático. De esta manera se proporcionará un “buen vivir y convivir” (el ideal ecológico andino) suficiente, decente y sostenible con la disminución de las desigualdades.
Esta visión formulada por la Carta de la Tierra es grandiosa y factible. Lo que más necesitamos es buena voluntad, la única virtud que para Kant no tiene defectos ni limitaciones, porque si los tuviera, ya no sería buena. Esta buena voluntad impulsaría a las comunidades y, en el límite, a toda la humanidad para conseguir realmente “un nuevo comienzo”.
Este modo de vida sostenible propuesto por la Carta de la Tierra se traduce en prácticas virtuosas que hacen real este propósito. Son muchas las virtudes para otro mundo posible. Seré breve, ya que publiqué tres volúmenes con este mismo título “Virtudes para otro mundo posible” (Sal Terrae 2005-2006). Enumero 10 sin detallar su contenido, lo que nos llevaría lejos.
Virtudes de otro mundo posible y necesario
La primera es el cuidado esencial. Lo llamo esencial porque, según una tradición filosófica que proviene de los romanos, cruzó los siglos y adquirió su mejor forma con varios autores, especialmente en el núcleo central de Ser y Tiempo de Heidegger. En él se considera el cuidado como la esencia del ser humano. Es la condición previa para el conjunto de factores que permiten el surgimiento de la vida. Sin cuidado, la vida nunca irrumpiría ni podría sobrevivir. Algunos cosmólogos como Brian Swimme y Stephan Hawking vieron el cuidado como la dinámica misma del universo. Si las cuatro energías fundamentales no tuvieran el cuidado sutil de actuar sinérgicamente, no tendríamos el mundo que tenemos. Todo ser vivo depende del cuidado. Si no hubiésemos tenido el cuidado infinito de nuestras madres, no sabríamos cómo salir de la cuna y buscar nuestro alimento, ya que somos seres biológicamente carentes, sin ningún órgano especializado. Necesitamos el cuidado de otros. Todo lo que amamos también lo cuidamos y todo lo que cuidamos, lo amamos. Con respecto a la naturaleza significa una relación amistosa, no agresiva y respetuosa de sus límites.
La segunda virtud es el sentimiento de pertenencia a la naturaleza, a la Tierra y al universo. Somos parte de un gran Todo que nos desborda por todos los lados. Somos la parte consciente e inteligente de la naturaleza, somos esa parte de la Tierra que siente, piensa, ama y venera. Este sentimiento de pertenencia nos llena de respeto, de asombro maravillado y de acogida.
La tercera virtud es la solidaridad y la cooperación. Somos seres sociales que no sólo viven, sino que conviven con otros. Sabemos por la bioantropología que fue la solidaridad y la cooperación de nuestros antepasados antropoides la que, al buscar alimentos y traerlos para el consumo colectivo, les permitió dejar atrás la animalidad e inaugurar el mundo humano. Las varias ciencias de la vida, la psicología evolutiva, las neurociencias, la cosmogénesis, la ecología y otras han confirmado el carácter esencial de la cooperación y de la solidaridad. Hoy, en el caso del coronavirus, lo que nos está salvando es la solidaridad y la cooperación de todos con todos. No son los valores axiales del capitalismo: la competencia y el individualismo. Esta solidaridad debe comenzar por los últimos e invisibles, sin los cuales deja de ser inclusiva de todos.
La cuarta virtud es la responsabilidad colectiva. Ya hemos expuesto su significado más arriba. Es el momento de la conciencia en el que cada uno y toda la sociedad se dan cuenta de los efectos buenos o malos de sus decisiones y actos. Sería absolutamente irresponsable la deforestación descontrolada de la Amazonia porque desequilibraría el régimen de lluvias de vastas regiones y eliminaría la biodiversidad indispensable para el futuro de la vida. No necesitamos referirnos a una guerra nuclear cuya letalidad eliminaría toda la vida, especialmente la humana.
La quinta virtud es la hospitalidad como deber y como derecho. El primero en presentar la hospitalidad como un deber y un derecho fue Immanuel Kant en su famoso texto “En vista de la paz perpetua” (1795). Entendía que la Tierra es de todos, porque Dios no le dio la propiedad de ninguna parte de ella a nadie. Ella pertenece a todos los habitantes, que pueden caminar por todas partes. Cuando se encuentra a alguien, es el deber de todos ofrecer hospitalidad, como signo de pertenencia común a la Tierra, y todos tenemos derecho a ser acogidos, sin distinción alguna. Para Kant, la hospitalidad junto con el respeto de los derechos humanos constituirían los pilares de una república mundial (Weltrepublik). Este tema es de mucha actualidad dado el número de refugiados y las muchas discriminaciones de diferentes clases. Tal vez sea una de las virtudes más urgentes en el proceso de planetización, aunque una de las menos vividas.
La sexta virtud es la convivencia de todos con todos. La convivencia es un hecho primario porque todos venimos de la convivencia que tuvieron nuestros padres. Somos seres de relación, que es lo mismo que decir, no vivimos simplemente, sino que convivimos a lo largo del tiempo. Participamos de la vida de los demás, de sus alegrías y angustias. Sin embargo es difícil para muchos convivir con aquellos que son diferentes, ya sea de etnia, de religión, de partido político. Lo importante es estar abierto al intercambio. Lo diferente siempre nos trae algo nuevo que nos enriquece o nos desafía. Lo que nunca podemos hacer es convertir la diferencia en desigualdad. Podemos ser humanos de muchas maneras diferentes, a la manera brasileña, italiana, japonesa, yanomami. Cada manera es humana y tiene su dignidad. Hoy, a través de los medios de comunicación cibernéticos, abrimos ventanas a todos los pueblos y culturas. Saber convivir con estas diferencias abre nuevos horizontes y entramos en una especie de comunión con todos. Esta convivencia implica también a la naturaleza, convivir con los paisajes, con los bosques, con los pájaros y los animales. No sólo para mirar el cielo estrellado, sino para entrar en comunión con las estrellas, porque de ellas venimos y formamos un gran Todo. En definitiva, formamos una comunidad de destino común con toda la creación.
La séptima virtud es el respeto incondicional. Cada ser, por pequeño que sea, tiene valor en sí mismo, independientemente del uso humano. Albert Schweitzer, gran médico suizo que fue a Gabón, en África, para atender a los hansenianos, desarrolló el tema en profundidad. Para él el respeto es la base más importante de la ética, porque incluye la acogida, la solidaridad y el amor. Debemos empezar por el respeto a nosotros mismos, manteniendo actitudes dignas y formas que despierten el respeto de los demás. Es importante respetar a todos los seres de la creación, porque ellos valen por sí mismos; existen o viven y merecen existir o vivir. Es especialmente valioso el respeto ante toda persona humana, pues es portadora de dignidad, de sacralidad y de derechos inalienables, sin importar de dónde provenga. Debemos un respeto supremo a lo sagrado y a Dios, el misterio íntimo de todas las cosas. Sólo ante Él podemos arrodillarnos y venerar, pues sólo ante Él cabe esta actitud.
La octava virtud es la justicia social y la igualdad fundamental de todos. Justicia es más que dar a cada uno lo que es suyo; entre los humanos, la justicia es el amor y el mínimo respeto que debemos dedicar a los demás. La justicia social es garantizar lo mínimo a todas las personas, no crear privilegios, y respetar sus derechos en pie de igualdad, porque todos somos humanos y merecemos ser tratados humanamente. La desigualdad social significa injusticia social y, teológicamente, es una ofensa al Creador y a sus hijos e hijas. Tal vez la mayor perversidad que existe hoy en día sea la que deja a millones de personas en la miseria, condenadas a morir antes de tiempo. En este tiempo de coronavirus, se ha demostrado la violencia de la desigualdad social y la injusticia. Mientras algunos pueden vivir en cuarentena en casas o apartamentos adecuados, la gran mayoría de los pobres están expuestos a la contaminación y a menudo a la muerte.
La novena virtud es la búsqueda incansable de la paz. La paz es uno de los bienes más ansiados, porque, por el tipo de sociedad que construimos, vivimos en permanente competencia, con llamadas al consumo y a la exaltación de la productividad. La paz no existe en sí misma, es la consecuencia de valores que deben ser vividos previamente y que dan como resultado la paz. Uno de las formas más acertadas de comprender la paz nos viene de la Carta de la Tierra, donde se dice: «La paz es la plenitud que resulta de las relaciones correctas con uno mismo, con otras personas, con otras culturas, con otras vidas, con la Tierra y con el Gran Todo del cual somos parte» (n.16 f). Como se puede ver, la paz es la consecuencia de relaciones adecuadas y el fruto de la justicia social. Sin estas relaciones y esta justicia sólo conoceremos una tregua, nunca una paz permanente.
La décima virtud es el cultivo del sentido espiritual de la vida. El ser humano tiene una exterioridad corporal mediante la cual nos relacionamos con el mundo y con las personas y tenemos también una interioridad psíquica donde se anidan, en la estructura del deseo, nuestras pasiones, los grandes sueños, y nuestros ángeles y demonios. Debemos controlar estos últimos y cultivar amorosamente los primeros. Sólo así podremos disfrutar del equilibrio necesario para la vida.
Pero también poseemos una profundidad, esa dimensión en la que residen los grandes interrogantes de la vida: ¿quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos, qué podemos esperar después de esta vida terrenal? ¿Cuál es la Energía Suprema que sostiene el firmamento y mantiene nuestra Casa Común alrededor del Sol y la mantiene siempre viva para permitirnos vivir? Es la dimensión espiritual del ser humano, hecha de valores intangibles como el amor incondicional, la confianza en la vida, el coraje para enfrentar las inevitables dificultades. Nos damos cuenta de que el mundo está lleno de sentidos, que las cosas son más que cosas, son mensajes y tienen otro lado invisible. Intuimos que hay una Presencia misteriosa que impregna todas las cosas. Las tradiciones religiosas y espirituales han llamado a esta Presencia con mil nombres, sin poder, sin embargo, descifrarla totalmente. Es el misterio del mundo que se remite al Misterio Abisal que hace que sea todo lo que es. Cultivar este espacio nos humaniza, nos hace más humildes y nos arraiga en una realidad trascendente, adecuada a nuestro deseo infinito.
Conclusión: ser simplemente humanos
La conclusión que sacamos de estas largas reflexiones sobre el coronavirus 19 es: debemos ser simplemente humanos, vulnerables, humildes, conectados entre sí, solidarios y cooperativos, parte de la naturaleza y la porción consciente y espiritual de la Tierra con la misión de cuidar la herencia sagrada que hemos recibido, la Madre Tierra, para nosotros y para las generaciones futuras.
Son inspiradoras las últimas frases de la Carta de la Tierra: «Que nuestro tiempo sea recordado por el despertar de una nueva reverencia ante la vida, por el firme compromiso de alcanzar la sostenibilidad e intensificar la lucha por la justicia y la paz, y por la alegre celebración de la vida».
Leonardo Boff, ecoteólogo y ha escrito Virtudes para otro mundo posible (3 vol.), Sal Terrae, 2005-2006.
Fuente: https://www.alainet.org/es/articulo/206686?utm_source=email&utm_campaign=alai-amlatina
Foto tomada de: Alainet.org
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