¿No es imprudente tratar de escribir, y más publicar, un libro en una crisis tan in fieri, tan dinámica y volátil, originada además por la realidad biológica, por definición abierta? Al poco de iniciar el libro escribe: “Una teoría de la crisis no es, ni siquiera en estos momentos de prioridad y triajes, algo ocioso”. ¿Se puede pensar con claridad en el fragor de la batalla?
¿Y por qué tendríamos que renunciar a pensar en ese fragor de las batallas? Me temo que entramos en un mundo de turbulencias y que pensar en medio de ellas va a ser requerido, con toda la modestia y la disposición a rectificar, si es que no queremos cometer errores que en esos momentos se pagan especialmente caros. Realmente llevo veinte años pensando y escribiendo sobre esto. Cuando escribí La transformación de la política en 2002 ya advertía que nuestros sistemas políticos no estaban suficientemente preparados para gobernar las sociedades complejas. Y en mi último libro Una teoría de la democracia compleja lo formulaba expresamente de un modo sistemático. Nuestro mundo se caracteriza porque además de cambios graduales o previsibles cada vez hay más lo que se viene llamando cambios discontinuos, repentinos, no anticipados, y que modifican las sociedades de un modo catastrófico. Una pandemia es un caso típico de esta clase de acontecimientos. La dificultad de predecir estas irrupciones no es solo acerca de cuándo van a suceder sino incluso sobre su naturaleza, de manera que no sabemos exactamente qué va a suceder (o qué ha sucedido y qué va a cambiar después). La pandemia me ofrecía una posibilidad de explicitar una
teoría que había formulado previamente. De todas maneras, los filósofos solo llegaríamos demasiado pronto a la batalla si lo hiciéramos con la pretensión de dar el golpe definitivo. Mientras estemos dispuestos a reconocer lo que somos (una propuesta en espera de su refutación), nuestra intervención puede ser útil para quienes desean una descripción de la realidad y no pueden permitirse el lujo de esperar a que sea la definitiva. Un ejemplo para mi de pensamiento en medio de la crisis y sin renunciar a la necesaria profundidad fue Ulrich Beck, a quien escuché en Alemania su teoría de la sociedad del riesgo en plena crisis de Chernobil en los años 80. Beck llevaba tiempo reflexionando sobre el riesgo y eso le permitió ofrecer una teoría de lo que estaba pasando que el tiempo ha confirmado. De vivir hoy, nos estaría ilustrando sobre la presente crisis de un modo muy clarividente.
Se ha criticado, y cómo, el papel de algunos filósofos y filósofas. El caso más sonado ha sido el de Giorgio Agamben. Dedica un capítulo central a esta polémica y detalla tres grandes áreas de reflexión. ¿Cuál cree que debe ser el papel de la filosofía en la sociedad que nos espera?
Al debate entre los filósofos acerca de la democracia tras el coronavirus le ha faltado modestia y le ha sobrado un tono maximalista. Giorgio Agamben ha llegado a hablar ahora de “la invención de una epidemia” como disculpa para establecer un estado de excepción. Debe ser muy difícil sobrevivir al éxito de una metáfora y resistir la tentación de aplicarla a cualquier situación. Contradiciendo la evidencia de que si se proclama ahora el estado de excepción es porque no lo había antes, Agamben sostiene que “la epidemia muestra claramente que el estado de excepción se ha convertido en la condición normal de la democracia”. Así que gracias a esta “virocracia” podríamos caer finalmente en la cuenta de que la lógica de la excepción es la lógica misma de la democracia… sin excepción. Algunos filósofos tendrían más lucidez si estudiaran un poco de política comparada, aunque esto despojaría sus teorías de rotundidad. Constatarían que las constituciones de los países democráticos permiten la excepción al tiempo que la limitan en las materias y en el tiempo. Si se confiere un poder excepcional a alguien es porque ni antes ni después lo tiene. Los estados de alarma decretados por los gobiernos europeos están condicionados a la lucha contra la covid-19, limitados en el tiempo y no crean nuevos delitos, tres condiciones de las que carece el excepcionalismo decretado por el gobierno de Hungría. Comparo, luego pienso.
En ese capítulo también se refiere a las posiciones de Žižek, que ha sugerido que es el tiempo del comunismo. ¿Cree que es el momento de las grandes ideologías, o para salir de esta hay que ir a una “ideología de mínimos”?
Las democracias tienen un problema serio con la producción intencional de transformaciones sociales, llámense reformas o transiciones. Debe ser el hecho de que vivamos en democracias donde se transforma poco lo que explica que cuando llega una catástrofe quienes más desesperaban de que fuera posible cambiar las sociedad a través de la voluntad política ordinaria resultan ser los más esperanzados de que la naturaleza ponga las cosas en su sitio. En este contexto Žižek vuelve a anunciar, esta vez con metáforas cinematográficas, la inminente llegada del nuevo comunismo. Ahora que ya no hay ni reforma ni revolución, todas nuestras apuestas se dirigen a un vuelco, un giro imprevisto, catastrófico, un accidente de la historia en forma de crisis sanitaria o medioambiental, que afortunadamente nos ponga en la dirección correcta. Ya no se trata solo de esperanzas desconectadas de cualquier sentido de la realidad, sino de una curiosa expectativa en relación con el modo de transitar hacia la nueva situación deseada. Se espera que la gran transmutación sea que el fracaso produzca mecánicamente su contrario. Se trata de una visión sacrificial de la historia política que no tiene nada que ver con el cambio propio de las democracias, conflictivo y acordado a la vez, entre gradual y brusco, pero siempre dentro del parámetro de la intencionalidad de los actores. Quienes se vienen arriba de este modo parece que están contando la historia natural de los estragos y no la historia protagonizada por los humanos. Esa idea de que del sacrificio procede la emancipación es tan increíble como asegurar que de esa conmoción vayan a beneficiarse los que más lo necesitan. En esta expectativa hay al menos dos supuestos difíciles de creer: que lo negativo produzca lo positivo y que esa nueva positividad se vaya a repartir con equidad. De las ruinas no surge necesariamente el nuevo orden y el cambio puede ser a peor. Los tiempos de crisis pueden llevar a ciertas formas de desestabilización que representen una oportunidad para los autoritarismos y populismos iliberales.
Se habla mucho del mundo qué nos quedará tras esto, pero casi nada de lo que muy probablemente no pasará. ¿Qué cree que no sucederá y qué razones tiene para ello?
Hay dos extremos que me parecen inverosímiles: que no cambie nada y que cambie todo. Seríamos muy injustos si afirmáramos que los seres humanos no aprendemos nada de las crisis y además eso contradice la experiencia de que a cada crisis suele suceder un cierto aprendizaje. Basta con ver la historia de la Unión Europea, alumna perezosa pero no tonta. Y tampoco tiene mucho sentido esperar una transmutación (positiva o negativa, ecológica o autoritaria), tal como temen o desean algunos. Lo que nos enseña la experiencia es que los seres humanos solemos aprender, de un modo lento y no con la profundidad que sería deseable, pero aprendemos. Aunque no deberíamos olvidar que hay civilizaciones, instituciones y partidos que no sobrevivieron a sus crisis. En resumen: que no tengo mucha idea de lo que va a pasar. La libertad y la inteligencia humanas son imprevisibles y prohíben cualquier pronóstico con pretensiones de exactitud.
Otro asunto que destaca es la capacidad de aprendizaje que tenemos y lo hace, creo, con cierto recelo. Con una crisis climática galopante, por ejemplo, ¿lograremos entender que las cosas van en serio?
No soy muy optimista y mucho menos defiendo ese determinismo de los libros de autoayuda que dicen que de las crisis necesariamente se aprende. Saber lo que vamos a aprender tras una crisis es imposible; si ya lo sabemos, no necesitamos aprenderlo y si lo vamos a aprender es que ahora no lo sabemos. Lo que tengo claro es que quienes menos van a aprender es quienes dan lecciones. En torno a una pandemia, como en toda crisis, enseguida se forma un coro de los que sabían cuando nadie sabía y saben ahora cuando todavía no sabemos. Y en el tono de muchas críticas hacia los políticos, por justificadas que puedan estar, hay una arrogancia implícita que es la peor disposición para el aprendizaje: acusamos sobre el supuesto de que sabemos que ellos sabían y no querían.
Una de las llamadas éticas aplicadas, la bioética, ha sido sometida también a un intenso debate ¿Asumiremos que todo implica, tarde o temprano, una decisión ética, y que esto exige reflexión y deliberación, también en las ciencias?
En los momentos de crisis se espera mucho de la ciencia, se recurre a ella como tabla de salvación. Esto dice mucho acerca del valor que otorgamos al conocimiento (aunque sea en momentos críticos y no sea así en nuestros presupuestos ordinarios). Ahora bien, pasado este momento de pánico, haríamos bien en preguntarnos por las promesas científicas y sus límites. Hay una dimensión de la ciencia que responde a las demandas urgentes de la sociedad, que exige resultados inmediatos, pero la mayor parte del trabajo científico se malograría si actuara bajo esa presión. La ciencia es habitualmente una actividad que requiere tiempo, que fracasa continuamente y requiere paciencia. Pese a la urgencia de determinar los métodos para luchar contra la pandemia y sobre todo para encontrar una vacuna (lo que puede no suceder, como en el caso del sida), la ciencia es menos precisa de lo que desearíamos. Si se encuentran soluciones será por la ciencia y no por la brujería, por supuesto, pero recomiendo no perder de vista eso que Sheila Jasanoff ha llamado “tecnologías de la humildad”, una manera institucionalizada de pensar los márgenes del conocimiento humano –lo desconocido, lo incierto, lo ambiguo y lo incontrolable– reconociendo los límites de la predicción y del control. Un planteamiento semejante impulsa a tener en cuenta la posibilidad de consecuencias imprevistas, a hacer explícitos los aspectos normativos que se esconden en las decisiones técnicas, a reconocer la necesidad de puntos de vista plurales y de un aprendizaje colectivo. Este es el contexto en el que la política acude al juicio de los expertos, a veces desesperadamente. ¿Y qué es lo que se encuentra? Creo que nadie lo ha dicho mejor que Ravetz: las condiciones bajo las que se ejerce actualmente la política pueden resumirse diciendo que “los hechos son inciertos, los valores están en discusión, lo que está en juego es importante y las decisiones son urgentes”. Los problemas generados por el riesgo están redefiniendo los límites entre la ciencia, la política y la opinión pública. El disenso de los expertos, la cuestionable valoración científica de los riesgos y el potencial amenazador de las innovaciones científicas han contribuido a cuestionar la tradicional imagen de la ciencia como una instancia que suministraba saber objetivo, seguro y de validez universal. La ciencia aumenta el saber, ciertamente, pero también la incertidumbre y el no-saber de la sociedad.
Llegamos a otro tema central: la biopolítica (es decir, en términos foucaultianos, el control sobre los individuos a través del cuerpo). ¿Qué actualidad le ve al concepto y cómo, por ejemplo, pensar la dicotomía libertad-seguridad?
El solo hecho de plantearse la dicotomía libertad-seguridad como la que opone democracia y autoritarismo son un fracaso en toda regla. Si pensamos bien la libertad y la democracia seremos capaces de incluir en ellas las dimensiones de responsabilidad y de efectividad que algunos parecen añorar. Los sistemas autoritarios no representan ningún modelo imitable porque, en el fondo, son muy ineficientes a causa de su propia organización. Cuando no fluye la información estamos más expuestos a errores colectivos que cuando hemos configurado sistemas abiertos que permiten el contraste, la crítica y la protesta. Las democracias son sistemas de gobierno en los que se toman decisiones más inteligentes gracias precisamente a esa circulación. Regímenes como China tratan de colmar ese vacío con un enorme despliegue de big data e inteligencia artificial, pero esa vigilancia requiere sociedades dispuestas a la sumisión y no podrá nunca proporcionar el entorno informativo que permite ese equilibrio entre confianza y desconfianza propio de las democracias liberales que se ha revelado, pese a todo, muy inteligente.
En relación a lo que se llama el anhelo transhumanista, es decir, la mejora de la realidad humana por medio de los avances científico-técnicos, ¿tiene la sensación de que la realidad de la pandemia, y el recordatorio de que somos seres de carnes y hueso, va frenar las expectativas en torno a la inteligencia artificial o la biotecnología?
Contra una cierta beatería telemático-digital, esta crisis nos recuerda nuestra ineludible condición corporal, tanto por la vulnerabilidad biológica ante el virus como por la vulnerabilidad social que se deriva de nuestras condiciones vitales. La virtualidad no nos otorga una especie de inmunidad frente al contagio, del mismo modo que la suspensión de la presencia en el trabajo o la escolarización no se ve compensada por una capacidad igualitaria de todos a las condiciones de la vida on line. Tal vez ahora seamos más conscientes de que la presencia nos iguala más que internet. En mi libro anterior (Una teoría de la democracia compleja) proponía pensarnos a nosotros mismos más desde el paradigma de la vida que del de la física. El mundo político diseñado en la modernidad –y del que en una gran medida somos herederos– fue pensado desde el paradigma de la ciencia mecánica y en contraposición al medio natural. Nuestros sistemas políticos se han construído como ensamblajes de autores humanos, lo que implica no solo la exclusión de plantas, animales y entornos naturales de su horizonte de consideración y relevancia, sino la imposibilidad de servirse del modelo biológico para pensar las organizaciones políticas. La vida política sería lo contrario de la vida natural. Las transformaciones de la ciencia contemporánea nos invitan a considerar la posibilidad de otro modo de pensar la vida social y su gobierno, menos mecanicista, desde el modelo de la complejidad biológica. Si atendemos a este cambio de paradigma, la política ya no puede ser pensada como lo hacíamos; disponemos ahora de un campo conceptual muy fecundo para pensar las transformaciones que debe afrontar la política en el mundo contemporáneo, un mundo que puede resultar mejor explicado y comprendido desde la perspectiva de la biología que desde la física. Forma parte de la conciencia crítica dirigir hoy la atención humana hacia el lugar que ocupan los seres humanos en una naturaleza amenazada. Pensemos en las lecciones de los desastres ecológicos, muchos de los cuales implican, por así decirlo, una cierta venganza de la naturaleza contra la artificialidad de una demanda ilimitada en materia de consumo, turismo, construcción o beneficios en el corto plazo (en la contaminación, la construcción desmesurada en lugares de riesgo, la movilidad extrema…). La solución pasa por tomar conciencia de nuestra inserción en entornos naturales y comunidades sociales, reflexionando acerca del tipo de desarrollo que corresponde a cada área, la memoria de los lugares y la responsabilidad de preservar los ecosistemas. La naturaleza debe ser introducida reflexivamente en nuestros procesos políticos. Precisamente la principal significación de la crisis ecológica no ha sido tanto fomentar el cuidado del medio ambiente sino que la política y la naturaleza dejen de ser entendidas como dos cosas completamente separadas, la primera de las cuales dispondría de la segunda como recurso o vertedero. Este giro implica que la política se ve obligada a internalizar su entorno natural.
¿Hay motivos para esperanza?
Nunca he entendido por qué el pesimismo crítico y la negatividad desesperanzada gozan de tanto prestigio en el mundo intelectual. Si no puedes ser muy profundo, intenta parecerlo siendo muy cenizo. De todas maneras, déjame hacer una precisión sobre qué significa esperar. No habría ninguna esperanza si no hubiera incertidumbre y por tanto un cierto temor a que no se cumpla lo esperado. Se trata de una expectativa que no se deriva ni de la experiencia ni del conocimiento. El optimismo, el pensamiento positivo, son actitudes subjetivas que aumentan la verosimilitud de que acontezca lo esperado; la esperanza no facilita su satisfacción y puede recompensar también a quienes no la tienen. Al optimista no le sorprenden los buenos resultados; al esperanzado, sí.
Se debía haber jugado la final de Copa el pasado mes de abril. ¿Si se llega a jugar, quién cree que la ganará?
Soy agnóstico en materia futbolística, de manera que me da igual. Lo único que me interesa es cómo la gente puede perder la ecuanimidad en torno a un espectáculo de unas personas luchando por un único balón, cuando todo podía haberse resuelto dando un balón a cada uno. Lo comprendo porque yo también tengo otras aficiones de las que no soy capaz de dar razón, como subir montañas para luego tener que bajarlas.
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