Anteriormente ya nos había sorprendido escuchar que, la preparación para enfrentar la pandemia, consistía básicamente en adquirir, internacionalmente, o fabricar localmente, miles de ventiladores de presión positiva, y que se hablara de la posibilidad de abrir decenas de miles de unidades adicionales de cuidados intensivos. Incluso que se emitiera un decreto llamando al trabajo obligado a los médicos, como si fueran conscriptos.
No extraña, por supuesto, que los gremios económicos demuestren un afán excepcional por la denominada reactivación productiva y que, estratégicamente, vayan culpando (por adelantado), a la falta de gestión de algunos alcaldes y funcionarios, de la mortalidad por venir. Por supuesto, encontrado el responsable, podrán decir con posterioridad que las trágicas cifras de defunciones no tendrán ninguna relación con el hecho de haber acelerado la vida económica, y por tanto haber incrementado la tasa de contactos y contagios, en pleno crecimiento de la curva epidémica, sin esperar a la fase de descenso, como se hizo racionalmente en los países de Europa y como recomienda insistentemente la OMS.
Lo que nos extraña es que algunos notables expertos en salud, o expertos notables, compartan y apoyen la posición de los gremios en momentos tan críticos para el país, basados en la mencionada tesis derrotista, según la cual no habría nada que hacer frente a la pandemia, más que “aplanar la curva” para ganar un tiempo precioso en la adecuación de unidades de cuidado intensivo. Es decir, que no se pretende controlar efectivamente la transmisión del virus y reducir sustancialmente el número de casos, sino simplemente frenar la velocidad de contagio, para repartir los casos en el tiempo y de esta forma evitar las muertes excesivas, que se ocasionarían por la congestión de pacientes necesitados de servicios, especialmente en escasas unidades de cuidado intensivo.
En fin, un problema de simple gerencia, para adquirir equipos, como el que plantean los gremios y que ha privilegiado en parte el gobierno. De este modo, la reducción de los efectos de la pandemia sobre la población y sobre la economía coinciden mágicamente, tanto en el problema como en la solución. Se trata de un asunto de ganar tiempo, y el tiempo- claro está-, es oro para los gremios. La teoría adicional de la transmisión del virus por una mayoría de contagiados asintomáticos, resultó la perfecta excusa para plantear que cualquier esfuerzo de frenar la propagación sería poco menos que inútil.
Esta visión también resulta ideal, políticamente, para negar la relación de la mortalidad por Covid-19 con las deplorables condiciones de vida de los habitantes de grandes y empobrecidas zonas urbanas, como de las poblaciones marginadas. Si bien, en ocasiones, los representantes del establecimiento aceptan esta diferencia, lo hacen simplemente para demostrar que se pueden liberar los negocios de las zonas residenciales donde existe más orden y menos riesgo propagación, así encierren a los habitantes de los barrios pobres, donde el virus prospera, debido a su indisciplina y mal comportamiento, conductas que los noticieros de televisión destacan sin cesar. No falto el líder gremial que, inmediatamente después de exigir la apertura de los grandes y lujosos centros comerciales, señalara a los comerciantes informales de ser los responsables de la propagación de la epidemia.
Pero da la casualidad que, tanto la experiencia internacional, como los recientes estudios publicados por prestigiosas universidades, apoyados en notable evidencia, demuestran tres hechos:
- Ha sido posible contener la transmisión del virus y evitar decenas de millones de contagios y cientos de miles de muertos, en los países y regiones que adoptaron oportunamente y con firmeza ordenes de confinamiento, por una parte (donde afortunadamente se destacó nuestro país), junto con actividades de diagnóstico oportuno, seguimiento estricto, aislamiento y control de cada caso y sus contactos (labor en la que Colombia no ha mostrado buenos resultados), medidas que, en conjunto, permitieron controlar efectivamente la propagación del virus y lograr su contención y práctica erradicación en varios países, mucho más allá de extender los casos en el tiempo o esperar dolosamente la supuesta inmunidad de rebaño;
- La experiencia y las publicaciones internacionales también han evidenciado el efecto de la desigualdad social sobre la mortalidad por la Covid-19, fenómeno que, por concentrarse en poblaciones pobres y marginadas, ha desnudado dramáticamente el clasismo y racismo de las respectivas sociedades, y
- Finalmente, también señalan la imposibilidad real de expandir la capacidad real de los servicios de salud de un momento a otro, especialmente cuando las instituciones de salud muestran un lamentable estado de postración, resultado de muchos años de desidia o de políticas inadecuadas.
Para demostrar la posibilidad de contención del virus, basta señalar el caso de los países del lejano oriente, como China o Corea del Sur. Ellos tienen en común una enorme capacidad de planificación estatal, con una meritocracia notables, junto con una marcada conciencia de colectividad, además de la capacidad de sus sistemas de salud pública, fortalecidos en atención primaria, para trabajar de cerca con millones de habitantes. Por otro lado, entre países con alto desarrollo económico y gran capacidad de sus sistemas de salud, las diferencias en la aplicación oportuna de medidas de contención y seguimiento estricto de casos, arrojaron resultados muy disímiles en mortalidad. Dinamarca y Noruega se destacan por la firmeza de sus medidas y su reducida mortalidad, frente a casos como Suecia, e incluso Reino Unido, que muestran una alta mortalidad, por haber tomado la decisión inicial de optar por medidas más relajadas, en lugar de una cuarentena estricta. Suecia era la luz y el ejemplo citado por nuestros líderes gremiales, hasta que las elevadas tasas de mortalidad que alcanzó hicieron visible el fracaso del modelo. Esto sin mencionar las terribles cifras de la pandemia en los Estados Unidos, en parte ocasionadas por la debilidad de su sistema de protección social en salud, y en parte por la torpeza y liberalidad del Gobierno para el manejo de la epidemia.
Para demostrar el efecto de la desigualdad social sobre la mortalidad, aparte de las evidencias provenientes de Europa y Estados Unidos, ya contamos con las de Chile y Brasil. En Nueva York, la tasa de contagios fue más del doble en el Bronx, el distrito con la mayor proporción de minorías raciales, personas pobres y de niveles educativos más bajos, que en Manhattan. La proporción de muertos entre ambos distritos es similar: el doble en el pobre. “Es el mismo maldito patrón en todos lados, porque la ciudad global está construida de la misma manera, obedece a los mismos determinantes”, explica Manuel Franco, investigador en salud pública y profesor de la Johns Hopkins. Los estadounidenses negros representan el 13% de la población, pero han sufrido el 27% de las muertes en las zonas en las que se dispone de datos. En Kansas y Wisconsin, los residentes negros tienen siete veces más probabilidades de morir que los blancos y en Washington D.C., la tasa entre los negros es seis veces mayor.
Más cerca de nosotros, en Brasil, los barrios pobres, suburbanos, las favelas, de población predominantemente afroamericana, arrojan cinco veces más mortalidad que los barrios acomodados, de población mayoritariamente blanca. A la gran desigualdad social, que sirve inexorablemente de combustible para la pandemia, se sumó la actitud de negación y la decisión de una reapertura productiva temprana a toda costa por parte del gobernante (que incluso amenaza a las autoridades estatales y locales, más responsables), impidió el control efectivo de la misma, hasta ocasionar el resultado trágico que hoy enfrenta el pueblo brasileño.
Por su parte, el ministro de salud chileno, Jaime Mañalich, reconoció la semana pasada que las fórmulas de proyección y los ejercicios epidemiológicos con los que trabajaban las autoridades del Ejecutivo desde enero pasado “se han derrumbado como castillo de naipes”. A las altas cifras de fallecimientos y contagios, que se concentran sobre todo en sectores vulnerables de la capital con mayor pobreza y hacinamiento, no ayudaron los llamamientos a la “nueva normalidad” y al “retorno seguro” a las actividades que el Gobierno comenzó a realizar desde las últimas semanas de abril. Tampoco el reconocimiento del propio Mañalich: “Hay un nivel de pobreza y hacinamiento del cual yo no tenía conciencia de la magnitud”, indicó la autoridad sanitaria la semana pasada sobre un sector de Santiago.
En Santiago, el comienzo lento de la propagación, igual que en Bogotá, se dio en las comunas acomodadas, con facilidades de aislamiento, a donde llegaron los viajeros contagiados de Europa y Estados Unidos, pero cuando el virus alcanzó las barriadas populares, comenzó a expandirse a gran velocidad. El fracaso de la “nueva normalidad” es una advertencia para Colombia. De modo que no parece adecuado que se considere que los 100 días transcurridos desde que se detectaron los primeros casos en Colombia sean excesivos, ni resulta coherente afirmar que, de no eliminar las medidas de confinamiento, seguiríamos sin llegar al pico epidémico en cien años. En el lenguaje coloquial, se podría decir que logramos matar el tigre y ahora nos asustamos con el cuero.
Se plantea entonces la estrategia del acordeón, para abrir y cerrar localmente según las condiciones de cada región o ciudad, pero es preciso advertir que muchas empresas no cumplirán con los cierres necesarios para controlar los focos de propagación, como claramente lo ha demostrado Hidroituango, que con cerca de 250 contagios, sigue operando sin importar el riesgo para sus trabajadores y familias, e incluso para los municipios vecinos y el departamento entero, sin que la autoridad sanitaria departamental proceda al cierre obligatorio por el tiempo prudente y necesario para contener el riesgo. La productividad y la utilidad se han puesto claramente en este caso por encima de la salud y la vida. ¿Cuántas vidas vale un mes de atraso en este proyecto? Adicionalmente, en nuestra sociedad, a diferencia de la Europea, la mayoría de los patronos no han permitido hasta ahora, ni permitirán en adelante a sus trabajadores, con síntomas respiratorios, aislarse dos semanas, y los trabajadores tampoco se atreverán a faltar, por miedo a perder el trabajo y el ingreso, comportamiento característico de unas relaciones laborales fuertemente autoritarias, o poco decentes -como califica la OIT-, que complican gravemente la contención de la epidemia en cualquier propuesta de “reactivación inteligente”.
Por último, respecto de la posibilidad real de expandir la capacidad instalada de los servicios de salud, en especial de aquellos de alta complejidad, como cuidados intensivos, se pueden recoger evidencias y pronunciamientos que demuestran las grandes limitaciones con que tropieza dicha estrategia.
Casi ocho de cada diez muertos por coronavirus, en México, no llegaron a terapia intensiva ni fueron intubados, titulaba el 6 de Junio el diario EL PAÍS, edición América. El análisis del diario, documenta el rezago en el conteo de fallecidos y la falta de atención especializada y bajo el subtítulo “Cuidados insuficientes”, señala:
Una inmensa mayoría de las muertes por covid-19 en México se produjo sin atención de cuidados intensivos, algo particularmente llamativo si consideramos que los casos críticos lo son por problemas respiratorios y que las autoridades federales y estatales han protagonizado una carrera a contrarreloj para conseguir por todo el mundo, especialmente en China y Estados Unidos, cientos de ventiladores para terapias intensivas. Los datos muestran que solo el 24% de los pacientes llega a estas salas. Más de 8.000 personas han muerto sin acceso a un respirador o sin ser intubados.
La categoría de cuidados intensivos también puede incluir instalaciones hospitalarias de distintas calidades. El Gobierno ha anunciado recientemente ampliaciones de capacidad de terapia intensiva. Sin embargo, para Adrián Soto, investigador en el Departamento de Fisiología, Anatomía y Genética de la Universidad de Oxford, hay que tener en cuenta que probablemente “el número de camas (verdaderas) de UTI no es expandible” porque “el número de especialistas en medicina crítica es limitado”.
En Colombia contamos apenas con 1.300 especialistas en cuidado crítico, que en cuatro turnos obligatorios, sin otras contingencias, se convierten en poco más de 300 disponibles permanentemente. El número de servicios de cuidados intensivos que estaban inscritos en el REPS a comienzo de la pandemia era de 360, perfectamente proporcional a la disponibilidad de estos especialistas.
Según la Asociación Colombiana de Medicina Crítica, el 80% de las camas de UCI están ocupadas (Puede ser mayor o menor si las medias de atención del paciente mayor con comorbilidades no se interrumpen), menos del 10% tienen infraestructura Biosegura (aislamientos) y menos del 2% cuentan con presión negativa. Por esta razón no es recomendable atender pacientes infectados con COVID-19 en UCIs que atienden otras patologías. Es posible centralizar la atención en IPS que cuentan con más de una UCI y esto podría ascender a 1000 camas y 70 UCIs (por reorganización de servicios). Capacidad de atención: en términos de UCIs habrá una disponibilidad potencial de 4200 camas y 460 UCIs. En termino de # de pacientes para un giro cama de 2.0 a 3.0 (tiempo de estancia promedio de 10 días [rango de 8 a 12] nos permite por mes atender cerca de 12.000.
La estrategia de ganar tiempo, para incrementar notoriamente la capacidad instalada de camas de cuidados intensivos, incluye las siguientes posibilidades:
- Ampliación de los servicios UCI actuales con nuevas camas, garantizando la experticia del personal en cuidado crítico y reforzando equipos y profesionales. Tiene el problema de que deben separarse las camas de aislamiento para COVID 19 de las demás camas para pacientes críticos no COVID, lo que limita seriamente la posibilidad de que el mismo equipo humano trabaje simultáneamente en las dos áreas. Adicionalmente, utilizar las camas habilitadas para cuidados intermedios para la expansión del mismo no es posible, sin crear un nuevo servicio de cuidados intermedios, indispensable para atender patologías crónicas frecuentes e inevitables, hecho que sigue limitando las posibilidades reales de expansión.
- Creación de servicios de cuidados intensivos COVID nuevos, en instituciones que no han tenido ni el personal especializado ni la experticia para el manejo del paciente crítico respiratorio (entiéndase paciente sedado, intubado, ayudado a sobrevivir con respirador de presión positiva o respiración extracorpórea (ECMO), y que por tanto requieren organizar cuatro equipos profesionales para los correspondientes turnos de trabajo y descanso, que incluyen cada uno un especialista en medicina crítica (que puede ser sustituido por anestesiólogo o internista entrenado en cuidado intensivo, pero siempre bajo la supervisión y asesoría de un intensivista disponible), además de médicos generales entrenados, enfermeras profesionales entrenadas, terapistas respiratorias y nutricionistas. Para poder prestar los servicios de medicina crítica se requiere que la institución cuente con un área de cuidado intensivo aislada, múltiples equipos de medición de la función cardiovascular y respiratoria, laboratorio de alta complejidad 24 horas, para determinación permanente de gases arteriales, electrolitos, hematología y química sanguínea, entre otros. Además la entidad debe contar con garantía de suministro continuo de oxígeno y electricidad, lo que requiere complejas instalaciones de respaldo. De modo que no se trata de colocar unas camas y unos respiradores al lado para poder definir estas como camas de cuidados intensivos. Por más que se relajen las medidas de habilitación en razón de la emergencia, como la posibilidad de permitir que los intensivistas sólo asesoren virtualmente un equipo conformado por otros especialistas, deben conservarse garantías de cobertura de personal y servicios de apoyo 24 horas.
Las limitaciones señaladas nos revelan el absurdo de publicitar la apertura de unidades de cuidados intensivos en los abandonados hospitales de segundo nivel de provincia o de los llamados nuevos departamentos, pretensión que bordea el ridículo cuando se trata de instituciones hospitalarias de primer nivel. Simplemente se proveerán respiradores que servirán de soporte ventilatorio no invasivo (sin intubación) para pacientes de Covid-19 no muy graves, o graves, mientras se logran trasladar estos a instituciones de mayor complejidad, dotación que constituye un importante apoyo, pero que no se aproxima ni mucho menos a la definición de servicios o camas de cuidado intensivo, ni garantizará por tanto, como las verdaderas UCI, la supervivencia de un paciente que alcance la condición crítica respiratoria y sistémica que causa el SARS Cov-2 en un porcentaje significativo de contagiados.
Como ejemplo de la imposibilidad real de contar con servicios de Cuidado Intensivo, cabe señalar que la Superintendencia Nacional de Salud intervino esta semana nuevamente el único Hospital de segundo nivel del Chocó y señaló que la institución “no garantiza el mantenimiento preventivo, correctivo y las calibraciones de los equipos biomédicos, y presenta fallas de calidad en la prestación de los servicios de laboratorio clínico, transfusión sanguínea y servicio farmacéutico. En cuanto a la situación financiera, el Hospital San Francisco de Asís funciona a pérdidas y acumula hasta 7 meses de retraso en los pagos al personal de salud que atiende a los pacientes”. Los hospitales de Tumaco y Buenaventura atraviesan una crisis similar. En Leticia, el único hospital de segundo nivel enfrentó la pandemia con cortes de luz eléctrica y sin suministro de oxígeno. La misma historia para los demás territorios nacionales.
En síntesis, las unidades de cuidado intensivo no se improvisan, y los sistemas de salud menos. La pandemia encuentra buena parte de nuestro sistema hospitalario y sus trabajadores en condición crítica y, el resto, especialmente en la provincia, en situación más deplorable aún, estado que no es superable con inyecciones de recursos físicos, humanos o financieros de última hora. A modo de prótesis de cirujano plástico, el efecto será netamente estético.
También encuentra esta pandemia un sistema de salud pública totalmente debilitado, sin recursos importantes para el cuidado de la salud en los territorios, ni equipos humanos capacitados, ni planificación adecuada, por lo que el diagnóstico y seguimiento de casos en cada localidad se ha tornado un asunto improvisado. Además, la responsabilidad se encuentra fragmentada en múltiples instituciones, al grado ridículo de que en una misma casa, le corresponde a diferentes EPS o IPS diagnosticar y tomar pruebas a distintas personas, con un equipo humano sin arraigo en la comunidad, que no tiene ningún conocimiento de las condiciones de vida, ni de los riesgos para la salud georreferenciados en el barrio o el territorio. El esquema de protección de la salud pública de un país tampoco se improvisa.
Por todo lo anterior, si vamos a hablar de tiempo perdido, en lugar de mencionar un problema de meses necesarios para multiplicar las unidades de cuidado intensivo, meta bastante irreal, por qué no hablamos de décadas perdidas en crisis hospitalarias permanentes, por la fracasada conversión de los hospitales en Empresas Sociales del Estado, o de la consecuencia de este modelo eficientista, centrado en resultados financieros, en la negación de condiciones laborales dignas a los trabajadores de la salud, o bien de las décadas perdidas en la organización y competencia territorial para el manejo empoderado de los problemas de salud pública, por causa del centralismo absorbente y fracasado de nuestro sistema de salud. Nuestros notables expertos, que reclaman los meses perdidos, tampoco parecen haber notado la inexorable tendencia del mercado a concentrar la oferta de servicios de salud, es decir sus negocios (entre ellos casi todas las UCI), en las zonas ricas de las grandes ciudades, mientras quedan abandonadas a su suerte, sin los mínimos servicios, las poblaciones con menores ingresos. Veinticinco años han perdido los pobres de Bogotá y Colombia bajo su tutela. No dos, ni tres meses.
Si de tiempo se trata, por qué no hablamos de las décadas de abandono y deterioro de los servicios de salud destinados a los habitantes de la Costa Pacífica, con un modelo de demanda probado ineficiente y dañino para las poblaciones dispersas, por serios estudios, hace ya quince largos años. Igual podemos decir de la Amazonía, la Orinoquía, la Guajira o los municipios alejados de las grandes ciudades, donde ningún sistema de mercado opera. Estas poblaciones han sido realmente abandonadas por la nación, a pesar de la evidencia del fracaso, de los reclamos de los organismos de control por la inaccesibilidad a los servicios, e incluso de la Corte Constitucional, pero no solo han sido dejadas a su suerte en cuanto a los servicios de salud, sino en todas sus condiciones de vida, y en tal condición de desventaja e indefensión deben enfrentar la pandemia. Afrocolombianos e indígenas sí que han perdido, no unos meses, sino más de un siglo en la consecución de sus derechos.
Si los gremios hablan de tiempo perdido, por qué no mencionar el atraso en la legislación de salud pública del país, definida por la Ley sanitaria de 1979, después de que en 1996 la ANDI obstaculizara la reforma necesaria, proyecto inicialmente encargado por el Ministerio de Salud a la Universidad de Antioquía, que incluía la responsabilidad del Estado y de los agentes económicos en la protección de la salud de ciudadanos, trabajadores y consumidores, como en cualquier nación civilizada, que evita seriamente que su población sea sometida a riesgos conocidos y prevenibles. No, la ANDI manifestó por ese entonces que el proyecto podría significar grandes costos para sus empresas, e impidió su trámite.
Si hablamos de tiempo perdido y de la drástica limitación de la oferta hospitalaria en Colombia, con menos camas por habitante que la mayoría de los países de América Latina y la quinta parte de los países desarrollados -según cifras del Banco Mundial o la OMS-, por qué no mencionar el hecho de que los gremios empezaron a llamar públicamente impuesto a los aportes a la salud de los trabajadores y sus familias, hasta que finalmente se quitaron esta responsabilidad social de encima, mediante un par de reformas tributarias que comenzaron ocho años atrás. Que no lloren ahora. Las consecuencias de reducir el gasto en salud en una sociedad se acaban pagando a largo plazo, pues es lo mismo que quitar el financiamiento a los bomberos, la educación, la vivienda o la policía. El crecimiento se desbalancea, como el clásico juego de SimCity y la ciudad acaba desmoronándose.
En conclusión, las responsabilidades por las deficiencias de un sistema de salud no son imputables a problemas “gerenciales” de última hora, sino a decisiones políticas de largo plazo, tomadas por quienes gobiernan o tienen poder real en las naciones. Estas decisiones constituyen la política económica, que es la verdadera política en nuestros tiempos, a la que se deben subordinar todos los demás asuntos del país, incluida la política social. Por este camino hemos transitado los últimos treinta años, el camino del crecimiento con desigualdad, dada la absurdamente concentrada distribución de la propiedad y la nula capacidad redistributiva de los impuestos, siempre bajo la teoría clasista de las bondades del enriquecimiento de unos pocos arriba, que permitirá el derrame de la riqueza hacia los de abajo, política que exige y condiciona débiles políticas sociales, bajo gasto público, y empobrecidas instituciones.
Ante la debilidad de nuestro sistema de salud, fuertemente fragmentado, privatizado y cada día más clasista, la gravedad de la pandemia -que todavía algunos niegan-, y las condiciones estructurales de enorme desigualdad social, que sirven de acelerador para la transmisión, no es posible apremiar la reactivación productiva. No es tiempo de derrotismo, sino de asegurar el avance logrado con el confinamiento de toda la sociedad. Si bien es necesario abrir actividades progresivamente, se debe hacer con especial cuidado, de acuerdo a las condiciones de cada localidad, para evitar incrementar la propagación del virus. Se requieren para ello sólo dos condiciones, la primera que el Estado, en todos los niveles, tenga voluntad y capacidad sancionatoria hacia las empresas, grupos y ciudadanos, que en esta etapa crítica pongan en riesgo a trabajadores, usuarios, vecinos o comunidad en general. Si la autoridad sanitaria permite propagar la epidemia irresponsablemente, como en el caso de Hidroituango, sin sanción que incluya el cierre inmediato de la actividad, ninguna empresa del país tomará en serio su responsabilidad en el control de la pandemia.
La segunda condición es la misma que han exigido algunos países, a sus regiones o provincias, como condición para el desescalamiento de la cuarentena. Un enorme y decidido incremento de grupos de profesionales y técnicos en atención primaria, salud pública y epidemiología, que asegure la capacidad de hacer pruebas masivamente, rastrear cada brote y cada nuevo caso de contagio oportunamente, así como todos los contactos, de hogar en hogar, de empresa en empresa, hasta lograr el aislamiento y el cerco efectivos. Esta no es una tarea para un gerente, como lo ha establecido el Gobierno, sino el centro de la función de cada sistema local de salud, pero la magnitud de la tarea requiere un financiamiento abundante y expedito por parte de la nación. Si estas dos condiciones se llegan a cumplir, la trasmisión se frenará en pocos meses, y se controlarán adicionalmente rebrotes y segundas olas, lo que redundará en mucha menor mortalidad y también en menores costos económicos finales, que los que puede producir el derrotismo y la apertura apresurada, que otros países ya han experimentado, para arrojar el resultado lamentable del repunte de la epidemia y la obligación de nuevos confinamientos, que prolongan la crisis social y económica de los pueblos.
Félix León Martínez, Presidente de Fedesalud. Investigador Grupo de Protección Social CID, Universidad Nacional de Colombia
Foto tomada de: https://www.eltiempo.com/
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