Este presupuesto se referirá al segundo aspecto. Los colombianos, a principios de siglo, en medio del escepticismo, la desesperanza, indiferencia y falta de fe en lo público, presenciamos desde muchas perspectivas y percepciones la desmovilización de uno de los actores armados más inhumanos que registre la historia colombiana, por sus métodos crueles y sanguinarios utilizados para combatir al contrario, llámese ciudadanía al margen del conflicto armado o actores de la insurgencia guerrillera. No tenían reparos en utilizar la maquinara del terror, miedo, asesinato, desaparición, secuestros, desplazamiento forzado, violencia sexual y robo de bienes contra todo aquel que no participara de sus planes. Era una máquina de guerra consentida y aceitada desde el establishment, una política criminal que devora el país, como se ha venido demostrando en las investigaciones judiciales y condenas realizadas por las instituciones como Fiscalía General de la Nación y los Jueces de la República. Aun son insuficientes los esfuerzos que se vienen dando para avanzar en la difusión de los orígenes de este fenómeno como política de Estado[ii]. Pero la historia algún día sabrá exhumar y someter a racionalidades jurídicas menos encubridoras y menos cómplices de la ignominia de este fenómeno militar, según afirma el padre Giraldo en “Cronología de hechos reveladores del Paramilitarismo como política de Estado”.
Muchos colombianos, aplaudieron el hecho y magnificaron al presidente de turno del régimen, Álvaro Uribe Vélez, porque logró ‘desarticular’ unas estructuras criminales que tanto daño le venían haciendo a los colombianos y a la economía del país. El 15 de julio de 2003 se firmó en Santa Fe de Ralito (corregimiento del municipio Tierralta, Córdoba) el acuerdo de desmovilización entre el Gobierno Nacional y los paramilitares, los cuales sumaban antes de la desmovilización 15.000 o 16.000, pero al final se desmovilizaron 31.671 personas, según declaraciones de algunos de sus comandantes.
Los grupos insurgentes de izquierda hicieron su aparición en 1964, mientras que la política de autodefensas en cabeza de las fuerzas armadas, se decide en 1962. Con esto se descarta lo que muchos investigadores sociales, formadores de opinión e inclusive el mismo sistema político vigente plantean, en el sentido que los paramilitares surgieron para defender a la sociedad por la ausencia del Estado en muchas entidades territoriales, de la acometida del movimiento guerrillero.[iii]
Fue a partir de la década de los 80, donde las estructuras paramilitares no sólo contaban con el aval del establishment, sino de distintos sectores de la sociedad organizada e individual que veían en ellos la oportunidad de enfrentar la presencia y accionar bélico de las insurgencias guerrilleras. Las ayudas recibidas (algunas de manera voluntaria) podían ser mediante coerción política o amedrentamiento a los ganaderos, terratenientes, comerciantes, actores sociales, políticos y con agentes ilegales como las redes delincuenciales y el narcotráfico[iv]. Por otro lado, líderes y algunas autoridades eclesiales tuvieron vínculos, apoyando o justificando sus crímenes en varias regiones del país; en el nombre de Dios evangelizaban llamando al odio y encendiendo hogueras ‘profetizaban’ con el cuento que era para ‘combatir la amenaza comunista’ como lo indica un informe presentado por Pacific School of Religion a la Comisión de la Verdad[v].
Ahora, las cosas vienen cambiando para bien. Los nuevos vientos que están soplando traen buenas nuevas, surgen nuevas esperanzas, el odio viene cediendo al amor, a la solidaridad y a ponernos de acuerdo; los temores y miedos condescienden a la confianza en el Estado, en lo público, en los actores insurgentes que abandonan el ruido de los fusiles por el discurso en la plaza pública, y en las comunidades; y todo esto tiene que ver con la verdad; hablar con la verdad y comenzar un proceso, sin reservas ni prevenciones, de reconciliación social nacional e individual, al interior de las familias y hogares, que trascienda todas las fronteras territoriales, espirituales, cultuales, ideológicas para entender y apropiarnos de nuevo de la magnitud del asombro e indignación que perdimos por causa de la guerra interna que está a punto de llegar a su final. Por lo tanto, es imperativo señalar que el ejercicio de la violencia no es el camino para alcanzar la reconciliación y la paz, es decir, las transformaciones económicas, sociales y políticas que requieren urgentemente los territorios donde se ha concentrado la guerra en Colombia, y en general, toda la nación. Como escribía hace una década L. Boff, en otro contexto, pero vigente para la historia de Colombia, “la paz sólo triunfará en la medida en que las personas y las colectividades se dispongan a cultivar, como proyecto de vida, la cooperación, la solidaridad y el amor. La cultura de la paz depende del predominio de estas positividades y de la vigilancia que las personas y las instituciones mantengan sobre la otra dimensión, siempre presente, de rivalidad, de egoísmo y de exclusión.”[vi]
Finalmente, además de la afirmaciones de Boff, y de otras propuestas sociales y políticas, el camino para la reconciliación y la paz, debe considerar, el construir una espiritualidad planteada desde una dinámica colectiva, que aborde no sólo la problemática del individuo al interior del grupo familiar, sino que trascienda los espacios sociales y comunitarios, y construya una nueva realidad individual y social, de vida y de comunidad, es lo que en teología se denomina Resurrección, una espiritualidad del acompañamiento que convoque y provoque en las personas un encuentro amoroso e íntimo y a su vez con sus semejantes y trascienda a lo social. Donde se convoque a la vida, a la solidaridad y a una nueva redefinición del ser humano como un ser en busca de un sentido plenificador y de unos valores capaces de inspirar profundamente sus vidas,[vii] donde la realidad individual, social y la mística profunda vayan de la mano en estos momentos históricos para sanar, restaurar y reconciliar, para que la utopía de un mundo reconciliado deje de ser metáfora de los textos sagrados, discurso de los políticos y se convierta en la mejor de las realidades. Este modelo de país, sólo lo podemos conseguir, cuando construyamos procesos pedagógicos que conduzcan a un nuevo sujeto y a una nueva realidad social, donde la soberanía del Estado esté puesta al servicio de todos, es decir, que sea incluyente y con objetivos sociales colectivos.
Parafraseando a Boff[viii], Colombia necesita urgentemente de quien cuide de los pobres, marginados y menospreciados, mediante políticas sociales que rescaten la vida y la dignidad, atacando verdaderamente las causas del sufrimiento. Los pobres, marginados y menospreciados, que son muchos, millones de colombianos, sólo quieren trabajar y con su trabajo dignamente pagado, comer, vivir, educar a los hijos, tener seguridad, salud, transporte, cultura y tiempo libre para seguir a sus equipos preferidos, hacer sus fiestas, músicas y paseos. Pero lo que más quieren es dignidad y ser reconocidos como personas y ser respetados. El pueblo merece ese cuidado, esa relación amorosa que espanta la inseguridad y disminuye la violencia, fortalece la acción de las políticas públicas del Estado, proporciona confianza y realiza el sentido más alto de la política. No es un camino corto, recto ni fácil, está lleno de dificultades, es más, no necesariamente es un único camino, pueden abrirse muchas rutas, pero el horizonte, necesariamente será el que decidamos construir colectivamente.
Alberto Anaya Arrieta
Magister en Teología –Especialista Ambiental
NOTAS
[i] La demonización o satanización es la técnica retórica e ideológica de desinformación o alteración de hechos y descripciones (próxima a la inversa sacralización, o al victimismo) que consiste en presentar a entidades políticas, étnicas, culturales o religiosas, etc., como fundamentalmente malas y nocivas, como forma de vindicarse positivamente respecto a esas entidades o justificar un trato político, militar o social diferenciado, o también para atribuir de incorrecto lo que está en contra de lo que se cree o apoya. Generalmente se recurre a sentimientos para manipular a quienes se convencen más con éstos que con razones, usando las palancas de interés que en retórica se denominan pathos y ethos, más que la más minoritaria del logos. En la demonización, la influencia pública de un individuo o sector con un grado elevado de visibilidad y ethos —como el gobierno o los medios de comunicación de masas— se pone en juego para estimular una reacción de descrédito que elimine las restricciones morales o legales para actuar en detrimento del grupo demonizado. La demonización del otro transforma al demonizador en alguien tan indiscutible como Dios. https://es.wikipedia.org/wiki/Demonizaci%C3%B3n
[ii] Anaya, Alberto 2014. Un Dios que se revela en la historia como Emmanuel. Pertinencia de una propuesta de acompañamiento en un contexto de conflicto armado. Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana.
[iii] Ibídem
[iv] Centro Nacional de Memoria Histórica, 2015. Desmovilización y Reintegración Paramilitar. Panorama posacuerdos con las AUC. Bogotá: CNMH.
[v] Pacific School of Religion, 2016. Casos de implicación de la iglesia en la violencia en Colombia. Insumo para la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad. Berkeley, California.
[vi] Boff, Leonardo 2006. El desafío de la violencia. https://leonardoboff.wordpress.com/
[vii] Boff, Leonardo 2002. Espiritualidad: un camino de transformación. Santander: Editorial Sal Terrae
[viii] Boff, Leonardo 2016. Política como cuidado para con el pueblo. https://leonardoboff.wordpress.com/
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