Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez
Las estatuas se parecen mucho al pasado, por lo que cada vez que se ponen en cuestión recurrimos a los historiadores. La verdad es que las estatuas solo son pasado cuando están tranquilas en las plazas, compartiendo la indiferencia mutua entre nosotros y ellas. En esos momentos, que a veces duran siglos, son más visitadas intencionalmente por las palomas que por los seres humanos. Cuando, sin embargo, se convierten en objeto de disputa, las estatuas saltan del pasado y se convierten en parte de nuestro presente. De lo contrario, ¿cómo podríamos dialogar con ellas y ellas con nosotros? Por supuesto, hay estatuas que nunca son objeto de disputa, bien porque pertenecen a un pasado demasiado remoto para saltar al presente, bien porque pertenecen al presente eterno del arte. Estas estatuas no están a salvo de extremistas desquiciados, como es el caso de los Budas de Bamiyan, del
siglo V, destruidos por los talibanes de Afganistán en 2001.
Las estatuas que dan este salto y se ofrecen al diálogo forman parte de nuestro presente y son cuestionadas porque representan cuentas que no han sido saldadas, destrucciones e injusticias que no fueron reparadas. Quienes las
cuestionan no les piden cuentas ni les exigen reparaciones a ellas. Las cuentas deben hacerlas y las reparaciones deben realizarlas los herederos o detentores del poder injusto que las estatuas representan. Siempre que el poder que las mandó erigir fue derrotado justa o injustamente, las estatuas fueron rápidamente retiradas sin ninguna conmoción e incluso con aplausos. Si el actual movimiento de contestación a las estatuas es tan fuerte, iniciado por el movimiento #blacklivesmatter, se debe a la continuidad en el presente del poder que en el pasado originó las destrucciones e injusticias de las que las estatuas son testigos involuntarios. Y si el poder continúa, la destrucción y la injusticia también continúan. La disputa es contra estas.
¿Y qué poder es este? En el contexto europeo y eurodescendiente, ese poder es el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado, tres formas articuladas de poder que dominan durante casi seis siglos. La primera es del siglo XV y las otras dos existieron mucho antes, pero fueron reconfiguradas por el capitalismo moderno y puestas a su servicio. Las tres se articulan de manera que ninguna existe sin las otras. Lo que consideramos pasado es, por tanto, una ilusión óptica, una ceguera con relación al presente.
¿El colonialismo es pasado? No. Lo que forma parte del pasado (y no del todo, como demuestran los casos del Sáhara Occidental, de Papúa Occidental y de Palestina) es una forma específica de colonialismo, el colonialismo histórico
resultado de la ocupación territorial por parte de una potencia extranjera. Pero el colonialismo ha continuado hasta hoy bajo otras formas, desde el neocolonialismo hasta el saqueo de los recursos naturales de las antiguas colonias y el racismo. Si nada de esto formara parte de nuestro presente, las estatuas estarían sosegadas y entregadas a las palomas.
Para ser más concretos, si en las afueras de Lisboa no existiera el barrio de Jamaica, si el color de la piel de las poblaciones más expuestas al virus no fuera el que es y fuera el mismo de quienes teletrabajan, si no hubiera brutalidad policial racista ni grupos neonazis infiltrados en sus organizaciones profesionales, las estatuas permanecerían en su calma pétrea o metálica.
¿Y qué ocurre con el patriarcado? ¿No es cosa del pasado con todas las leyes y políticas existentes en defensa de la igualdad de género? No. Si los movimientos feministas fueran plenamente exitosos, el feminicidio no aumentaría, ni la pandemia tampoco habría disparado la violencia contra las mujeres en todos los países.
Y el capitalismo, ¿no ha terminado? No. Esta es quizá la ilusión más perversa, propagada por los medios, por los economistas y por muchos científicos sociales. Para muchos, el capitalismo era una ideología; ahora lo que hay son mercados, empleados, emprendedores, economía de mercado, PIB, desarrollo. De hecho, el capitalismo ha aumentado su capacidad de producir injusticia en los últimos cuarenta años, bien reflejada en la erosión de los derechos de los trabajadores, en el estancamiento de los salarios (en los Estados Unidos, desde 1969). Es en este caldo de poder injusto donde aumenta el racismo, la negación de otras historias, la violencia contra las mujeres y la homofobia. Es contra este poder que se dirige la contestación de las estatuas. Este desafío da un énfasis especial a la lucha antirracista y anticolonial, pero no olvidemos que es tan importante como la lucha antisexista y anticapitalista.
Las estatuas no descansarán mientras existan estas formas de poder, especialmente con la virulencia que tienen hoy. Y las estatuas solo parecen objetivos inocentes y desenfocados porque hoy domina la política del resentimiento: como dejamos de conocer las causas del descontento, invertimos contra sus consecuencias. Es por eso que el trabajador estadounidense blanco y empobrecido piensa que su peor enemigo es el trabajador inmigrante, latino, aún más empobrecido que él. Es por eso que la clase media europea, temerosa de perder lo poco que conquistó, cree que sus peores enemigos son los inmigrantes y los refugiados. Mientras este poder permanezca, si quien lo posee tuviera alguna conciencia histórica e incluso está disponible para hacer concesiones, debería tener la prudencia de recolectar ordenadamente todas las estatuas y construir un museo para ellas. Luego pediría a artistas, escritores y científicos del país y de los países que con tanta ligereza consideramos hermanos que construyan diálogos
interculturales con las estatuas y hagan de ello una pedagogía creativa de la liberación. Cuando eso suceda, el pasado saldrá del presente a través de la puerta principal.
Hay buenas condiciones para hacer esto porque los pueblos ofendidos, además de resistir tanta humillación, son creativos e incluso pueden reconocer que el poder que los ofendió también quiere ser rescatado. Cuento dos historias de mi experiencia de investigación como sociólogo. En 2002, estaba haciendo trabajo de campo en la Isla de Mozambique, en el norte del país, cuando me contaron la primera historia. Hay una estatua del poeta portugués Luís de Camões (1524-1580) en la Isla, colocada en la época colonial. Con los turbulentos cambios de la independencia en 1975, la estatua fue retirada y guardada en los depósitos de la capitanía. Entretanto, dejó de llover durante años en la Isla. Los antiguos sabios de la Isla se reunieron, realizaron sus rituales y llegaron a la conclusión de que la falta
de lluvia quizás se debiese a la retirada prematura de la estatua. Pidieron que se repusiera la estatua y Camões está allí, mirando la inmensidad del Océano Índico y trayendo la lluvia que llena la cisterna. La estatua de Camões y su historia fueron así reapropiadas por los mozambiqueños.
La segunda historia ocurrió el 24 de julio de 2014, cuando los descendientes de los niños indígenas que están en la polémica estatua del padre António Vieira (1608-1697), erigida en una plaza de Lisboa en 2017, visitaron el Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra. Eran nueve líderes indígenas que representaban a los pueblos Guajajara, Macuxi, Munduruku, Terena, Taurepang, Tukano, Yanomami y Maya, la mayor delegación de indios brasileños que haya estado en Europa. Vinieron a agradecerme por mediar con el Tribunal Federal Supremo de Brasil en la demarcación de la tierra indígena Raposa Serra do Sol. Sin desmerecer a la universidad McGill de Canadá, que inició la lista, ni a las dieciocho universidades que me concedieron luego el grado de doctor honoris
causa, considero que el tocado indígena y el bastón de mando que me dieron en la ceremonia son uno de los honores más preciados. Quien se equivocó fue la estatua del padre António Vieira, porque nos hace creer que esos niños siguieron siendo niños hasta hoy. Y hay muy buenas personas que continúan pensando lo mismo.
Boaventura de Sousa Santos
Foto tomada de: Corat
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