La acción social es el comportamiento dentro de la sociedad que caracteriza a cada individuo. Tiene un trasfondo subjetivo que le permite cierta particularidad y está fuertemente condicionada por el proceso de socialización. El individuo expresa con su comportamiento su visión del mundo y lo que aspira alcanzar. Cuando este comportamiento es contrario a las normas o lo esperado socialmente, se puede inferir que estamos ante un comportamiento de indisciplina social.
La indisciplina social aparece entonces en la sociedad como expresión de un conflicto social donde las acciones sociales de uno o varios individuos se manifiestan en contradicción con las esperadas por la sociedad en general. Surge como una contradicción entre el comportamiento socialmente deseado y el expresado, la cual debe ser resuelta por mecanismos de regulación social como el control y la persuasión formativa. Sin embargo, puede en veces primar el enfoque reactivo (represor) ante uno que sea preventivo (proactivo). Este tipo de conflictividad expresado en la indisciplina social no puede ser entendida en términos simplistas o como meros desajustes mentales e inexplicables de los sujetos o como una ruptura con el orden establecido. Sin duda son atributos asociados a aquellos comportamientos etiquetados como indisciplinas sociales, pero su conflictividad no es más que la expresión de lo que constituyen fenómenos comunes en cualquier tipo de sociedad.
En mi condición de sociólogo recomiendo considerar el análisis de las indisciplinas sociales a partir de un enfoque que explicite sus condicionamientos tanto fenoestructurales como genoestructurales. Según consideraciones de E. Durkheim (1972) la desviación se genera a partir del cómo se hacen las reglas o normas, por lo que tal desviación no es “una cualidad” del hecho en sí mismo, el comportamiento, sino resultante de la perspectiva que está contenida en la regla que elaboraron otros. Tales enunciados son los que alcanzan concreción en el concepto sociológico de anomia que remite a ciertos estados de vacío, de carencia de normas en una sociedad, lo que permite el desconocimiento de la legitimidad y del mandato social del Estado por su inoperancia o inexistencia, que provoca, entre otras consecuencias, la conducta desviada de algunos individuos. Son maneras de actuar, robustecidas por la práctica, que se denominan costumbres, leyes, usos. Aquí no nos ocupamos de simples incidentes de la vida personal, sino de prácticas regulares y constantes, residuos de experiencias colectivas que han sido modeladas por toda una cadena de generaciones.
Cuando se responsabiliza unilateralmente a los individuos o grupos desviados o indisciplinados se legitima un discurso de control con la impostergable necesidad del orden como medio y fin. De ahí que el escenario quede preparado para una transición en la que los mecanismos de control no se conciben como procesos mediadores para el análisis de las contradicciones que a nivel social se expresan en las llamadas desviaciones, sino como instrumentos por excelencia para ejercer coercitivamente una acción correctora o represora sobre las conductas individuales o colectivas. En otros términos, se está ante la contradicción que representa el orden social respecto a la inserción y la integración social desde el disciplinamiento.
Los comportamientos de los diferentes sujetos y grupos sociales son sancionados o gratificados en razón de lo que esté legitimado o aceptado socialmente como lo válido. La conducta desviada aparece entonces como una expresión de desajuste social, un comportamiento que manifiesta incumplimiento de las normas sociales y legales establecidas, que también viene estrechamente vinculada con el término indisciplina social.
Y la fórmula de la indisciplina social ha servido para “explicar” y hasta “justificar” la alta tasa de contagio presentada en algunas ciudades colombianas como Bogotá, Barranquilla, Cali, Cartagena, Leticia, Santa Marta, Pueblo Viejo, etc. Se ha convertido en el argumento más expedito para desnaturalizar la epidemiología social y no comprender el tipo de ciudadanía que se ha venido construyendo por el modelo político dominante durante décadas. El tema se ha centrado en el agente patógeno y en los mecanismos de transmisión de la pandemia, sin tener en cuenta la notoria diferenciación que se presenta en la percepción, evolución y desenlace de la enfermedad según variables sociales implícitas. Es decir, el Estado, con sus expertos asesores, están observando predominantemente la estadística de enfermos y muertos sin una socioreferenciación o mapeo de la enfermedad.
Como fenómeno es claro que se ha venido presentando una indisciplina social en nuestras comunidades pero al menos se espera que tanto funcionarios como expertos se hagan la siguiente pregunta: ¿A qué se debe este fenómeno? Y sobre eso son pocos los que quieren hablar. Especialmente los políticos quienes tienen una alta carga de responsabilidad por la falta de una construcción de ciudadanía. Los modelos políticos predominantes en Colombia están en deuda con la promoción y construcción de cultura ciudadana. Solo ha habido esporádicos intentos, como el caso de Mockus cuando fue alcalde de Bogotá. Eso de que los ciudadanos tienen derechos, deberes y responsabilidades, no hace parte del discurso tradicional de nuestros gobiernos en Colombia. Es decir, la indisciplina social ha sido efecto bumerang que ahora todos lamentamos olvidando la deuda, especialmente, de los políticos y los gobernantes.
Quienes han trabajado sobre la importancia de la cultura ciudadana saben bien que la indisciplina social debe verse ligada a la formación cívica o ciudadana de los miembros de una sociedad concreta. Aquellos comportamientos fuera de lo legitimado socialmente son manifestaciones de una carente formación cívica o ciudadana, de tal manera, decimos que existe una relación entre la educación como medio de socialización con la construcción de un ideal social o, en su defecto, la emergencia de una indisciplina social. Y en una sociedad todos educamos. La vida de una sociedad se basa en la interiorización de las normas, la correspondencia entre las instituciones que las elaboran, las respetan y las hacen respetar y las instituciones encargadas de socializarlas a los miembros de la colectividad, en especial, el Sistema Educativo.
El debate sobre esta problemática ha quedado en Colombia en los estrechos marcos de un instrumentalismo de las medidas correctoras del comportamiento considerado como desviado. Se olvida que los vacíos relativos a la normatividad social (“lo Normal”) dan al traste con enfoques que son reactivos o represores, que amenazan o meten miedo, que no parten de un análisis del orden social, de sus formas geo-socio-diferenciales de organización, sino de una visión que supone y predica estereotipos que cuando no son cumplidos generan estigmatización de determinados comportamientos y de específicos grupos sociales. Tal cual como si la cultura fuese una herencia natural (biológica) y no un legado histórico-social. Somos tanto individual como colectivamente lo que la sociedad ha hecho de nosotros.
Es una perogrullada decir que la sociedad es una totalidad compleja y dinámica que constituye un espacio confluente de todo tipo de relaciones entre los individuos. Y entre más desequilibrios existan dentro de una sociedad menos posibilidad de una homogenización en el accionar de los sujetos que la componen y, por lo tanto, menos rasgos de cohesión social (Castells. 1997) Y entre menos rasgos de cohesión social, más posibilidades de la puesta en cuestionamiento de la validez y funcionalidad de las normas del Estado como garantes del orden y el equilibrio.
Sin embargo la gente casi siempre habla de una “normalidad” latente o la existencia de un “sentido común” como típica manifestación del positivismo y/o del estructural-funcionalismo, que apelan a una especie de orden preestablecido (consensuado o impuesto) en el que el sujeto queda relegado al mero rol secundario de la adaptación y el sometimiento. Por eso, desde las ciencias sociales, se hace imprescindible examinar con una perspectiva crítica y dialéctica cuáles son los mecanismos que median en aquello que comúnmente llamamos como desviado o indisciplinado. Lo cierto es que dicha desviación o indisciplina social no se producen en abstracto, sino de acuerdo a aquellas variables que establecen o promueven lo “antisocial” de cada individuo o de grupos de individuos que interactúan en la sociedad.
Tanto la sociedad en su conjunto como el Estado en su representación, no pueden renunciar a su función reguladora que se expresa en mecanismos coercitivos o persuasivos que compulsan a los miembros de una colectividad social a procurar una actuación de acuerdo a ciertos principios, valores y normas establecidas. Se trata de mantener unas relaciones de convivencia o de afinidad en el orden cívico, democrático y político. Sin embargo, este proceso está mediado por tradiciones, prejuicios, estereotipos y sesgos que lamentablemente redundan en la estigmatización de determinados grupos o sectores sociales a los que históricamente se les ha marginado e identificado como portadores de esa condición desviada o indisciplinada o anímica. Con claridad nos estamos refiriendo a los pobres, marginados, afrodescendientes, indígenas, campesinos, LGBTIs, trabajadores informales, habitantes de la calle, en fin, a todos aquellos grupos que nos hemos acostumbrado a llamar como “poblaciones vulnerables”.
Esta perspectiva se corresponde con postulados de la sociología clásica positivista la cual concibe el orden como la contribución de un actor individual o colectivo (el órgano) al servicio permanente del funcionamiento del cuerpo social… algo tan similar a lo dicho por John F. Kennedy en el día de su investidura presidencial: “No preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregunta lo que tú puedes hacer por tu país”. Pues bien, ante la infernal pandemia del Covid19 la mayor responsabilidad ha sido trasladada a individuos que nunca se les educó o preparó para asumir deberes y responsabilidades en su condición de plena ciudadanía. Sumado a ello se articulan las consecuencias del proceso de globalización neoliberal que ha apostado por la exacerbación del individualismo, el consumismo depredador y la mercantilización de la vida. Son estas condiciones, tanto subjetivas como objetivas, las que generan una incertidumbre que ha sido vivida por los sujetos tanto de manera individual como colectiva, con un consecuente impacto en los planos axiológico y del comportamiento social.
Hoy la indisciplina social se percibe como una realidad en el espacio público y familiar expresada en la violación de determinadas normas de seguridad sanitaria y de convivencia social; sin embargo, lo que queremos puntualizar es que también es un fenómeno que muchas veces se sobredimensiona y bajo cuyo rótulo se etiqueta a aquellos con quienes sencillamente no se comparte un modo de comportamiento, porque se parte de unos preceptos culturales inexistentes o residuales, que pueden terminar, como en efecto ha ocurrido, en prácticas estigmatizadoras y, por lo tanto, excluyentes y/o represivas.
De lo que se trata es de contribuir desde el análisis, el debate y la reflexión teórica, al diseño de políticas y normas que vayan más allá del acercamiento a las expresiones fenomenológicas como pueden ser las diferentes modalidades de las indisciplinas sociales para que en efecto incidan en sus condicionantes. El trabajo de transformación debe ser empezado aún bajo los términos de la pandemia.
Es por tanto inexcusable el trascender las apariencias para hacer las lecturas correctas, basados en las ciencias sociales, de la génesis de tal estado de cosas. Se impone el reto de un análisis que desborde los marcos formales. Concebir a las diferentes manifestaciones de indisciplina no desde una visión solamente normativa, reguladora, normalizadora ni repulsiva sino como el medio para anticipar aquellas rupturas o cambios en el orden social que tendencialmente se expresarán en comportamientos desviados o antisociales, así como para develar a través de ellas sus condicionamientos. En un sentido más práctico del análisis esto se resume en asumir el problema como parte de la solución, desde una postura crítica que no se iguale a las visiones funcionalistas de la desviación, o de la indisciplina.
No se trata del examen de la indisciplina social en sí misma lo que redundaría en una abstracción del fenómeno, sino de comprender que ella está expresando la dinámica histórica de las contradicciones sociales, que se manifiestan, por regla general, como accione contestatarias o contraproducentes al orden establecido.
Carlos Payares González
Foto tomada de: Forbes Colombia
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