Otra es la historia en los centros médicos privados de Manhattan, con miles de millones de dólares en donaciones para atender en gran medida a personas adineradas que pagan un seguro. Dicen los articulistas que los pacientes allí “tuvieron acceso a máquinas de derivación corazón-pulmón y medicamentos especializados como remdesivir, incluso a aquellos en los hospitales comunitarios de la ciudad se les negaron tratamientos más básicos como diálisis continua”. Lo cierto es que en el país autodenominado como el “Faro de la Democracia” (EEUU), durante los primeros cuatro meses en la ciudad de Nueva York el Covid-19 se expandió mucho más en los barrios de bajos ingresos , de inmigrantes y de trabajadores bajos o menos calificados que no podían quedarse en casa, produciendo una alta letalidad en personas negras y latinas, especialmente, a aquellos con condiciones de enfermedad pre-existentes o subyacentes.
Ahora que la pandemia aumenta en su incidencia es notoria la evidencia de que las desigualdades sociales afectan en cuanto al contagio, la evolución y el desenlace del Covid-19, en especial, a aquellas personas de más bajos ingresos y de hacinamiento familiar. También en lo que tiene que ver con la disparidad en la atención intrahospitalaria. Estos factores (los sociales) determinan quienes son los más afectados y quiénes son los que se recuperan del Coronavirus (y quiénes no). Es bien sabido que en los hospitales o en los centros de salud tratan diferencialmente poblaciones de pacientes, sin embargo, los expertos se han guardado la capacidad crítica en razón del alto riesgo al que están sometidos los trabajadores de la salud, quienes luchan a cualquier precio aun en condiciones precarias contra el brote pandémico.
Sobre esto último diremos que los datos de mortalidad indican que la probabilidad de supervivencia puede depender en buena parte del lugar donde se trata a un paciente con contagio. En el caso norteamericano, “los datos sugieren que los pacientes en algunos hospitales comunitarios tenían tres veces más probabilidades de morir que los pacientes en los centros médicos (privados) en las partes más ricas de la ciudad” ¿Cuantos de los pacientes que han fallecidos pudiesen haber sido salvados si los hospitales tuviesen tanto el recurso humano como de dotación indispensable disponibles?
En Colombia no aparece en las publicaciones oficiales este tipo de estadística. No sabemos a ciencia cierta cuál es la distribución social de la enfermedad y de sus efectos. A duras penas se habla de la variable demográfica (por grupos de edades) y de la condición de género. Pareciese que nuestros epidemiólogos y salubristas, tal cual como está ocurriendo con nuestros cientistas sociales, profesaran aquella visión determinista (de tipo biológico) consagrada por la epidemiología clásica norteamericana, que prefiere solo hablar de la evolución natural de la enfermedad basándose en la superada triada ecológica. Es la visión que se basa en un enfoque ecológico en donde el “huésped” aparece como individuo “enfermo” y, de esta manera, evadir la caracterización global de la enfermedad como un fenómeno mucho más concreto. De ahí que preferimos hablar del número de enfermos, de recuperados, de muertes, de unidades de cuidados intensivos, de respiradores, etc. La práctica de la epidemiología supone el mismo referente empírico que el de las ciencias sociales, o sea, las poblaciones humanas concretas. Si nos basamos en una epidemiología social entenderíamos, entonces, que la desigual distribución y desenlace de la enfermedad no nos llegó con el virus. Incluso, la división entre los que tienen y los que no tienen ha sido parte de la estructuración empresarial de la oferta hospitalaria en Colombia. La pandemia expuso y amplificó las desigualdades. Develó, además, la forma en la que la Ley 100, en nuestro caso colombiano, ha conllevado a una precariedad de los espacios de la oferta de los servicios de la salud.
Si tuviésemos algo que reconocerle a la pandemia sería el que golpeó (además de enfermedad) “a la pobreza, la segregación y el racismo”, dijo la Dra. Carol Horowitz, directora del Instituto para la Investigación de Equidad en Salud en Mount Sinai. Sin embargo, pareciera que en Colombia aún no existiesen ojos para poder observar esta lapidaria realidad. Todo ha sido explicado bajo el enfoque de una epidemiología reduccionista y todo ha sido justificado bajo la bandera de la llamada indisciplina social.
Carlos Payares González
Foto tomada de: El Colombiano
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