Smith reconoce que el mercado y que los precios tienen espacios limitados. Funcionan muy bien con algunas mercancías: pan, alfileres, herraduras, zapatos, mesas… Pero se quedan cortos frente a bienes como la justicia, la educación, la salud… Si el mercado y los precios operan de manera adecuada, se le debe dejar actuar libremente. Pero allí donde el mercado no funciona, o lo hace de manera muy imperfecta, los conflictos y las interacciones entre personas se tienen que solucionar recurriendo al sentimiento moral.
El espacio económico incluye tanto los bienes que pasan por el mercado, como los que están por fuera de los precios. La educación y la salud hacen parte del quehacer económico. El hecho de que la valoración de estos bienes en el mercado sea borrosa, no les quita su importancia económica. Los bienes y servicios ofrecidos por el Estado, y que hacen parte de la política social, no se pueden analizar con los mismos criterios que las mercancías cuya oferta y demanda puede ser mediada directamente por los precios. La disponibilidad y cobertura de los bienes y servicios sociales depende de la forma como los sentimientos morales de los individuos se expresan en las decisiones colectivas. Es decir, tocan de manera directa la esfera política.
La pandemia no está creando condiciones que favorezcan el sentimiento moral de la simpatía. La concepción que tiene el gobierno, y que se expresa en el Marco Fiscal de Mediano Plazo, no busca ampliar el tamaño del Estado, ni extender los servicios sociales. Para el gobierno una vez superada la pandemia, el gasto público no debe aumentar. Todo lo contrario. Considera que el tamaño del Estado debe reducirse.
El tipo de Estado que se refleja en el Marco Fiscal, y que muestra insensibilidad frente a las políticas sociales, tiene las siguientes características.
Reducción del tamaño del Estado. Una vez superada la pandemia, el gasto público como porcentaje del PIB sería del 18%-19%. Ello significa que el Ministerio de Hacienda no ha reconocido que los servicios sociales son deficientes. En lugar de seguir el camino de los países desarrollados, que tienen un gasto público elevado, que oscila entre el 50% y 60% del PIB, el gobierno aspira a disminuir el gasto.
El menor gasto tiene dos consecuencias negativas. Por un lado, no permite mejorar la cobertura y la calidad de los programas sociales. Y, por el otro, desconoce la relevancia de la inversión pública, como motor del conjunto de la economía.
De manera contradictoria, el gobierno pretende que el crecimiento del PIB en el 2021 sea de 6,6%. Este propósito es imposible si, al mismo tiempo, se busca reducir el gasto público. Estas dos dinámicas son contradictorias. El Ministerio de Hacienda se niega a reconocer las bondades intrínsecas de la inversión pública. Es absurdo pretender que el producto crezca de manera sustantiva cuando en el 2021 la inversión apenas representaría el 1,7% del PIB.
Y la reducción del gasto social significa que el gobierno no ha tomado nota de los problemas evidentes que se han observado estos días, por ejemplo, en el desbordamiento de la capacidad hospitalaria, y en las brechas educativas.
Desconocimiento de la importancia de los impuestos progresivos. No se acepta que la reforma tributaria de diciembre de 2019 fue un error. Entre otras razones, porque no fue progresiva y, además, porque aumentó las exenciones a las empresas.
En lugar de reconocer que la reforma no fue conveniente, el Marco Fiscal se afirma todo lo contrario, y se dice que “las menores tasas impositivas tuvieron un efecto positivo sobre la inversión”. Y se estima que “en promedio, el impulso del menor costo de uso del capital a la inversión fue de 11% en el año 2019” (p. 258). Esta conclusión es extraña. Primero, porque han transcurrido muy pocos meses para concluir que los menores impuestos han favorecido el uso del capital. Y, segundo, porque hay evidencias que van en sentido contrario, y muestran que países con alta tributación han mejorado su productividad. En los años setenta, en las sociedades más avanzadas, cuando las tasas marginales del impuesto a la renta llegaron a ser del 90%, la productividad fue muy superior a la que se observó en los ochenta cuando las tarifas eran mucho menores.
La preferencia por los incentivos empresariales ha descuidado el aumento de los impuestos, y ello se ha reflejado en un deterioro de los programas sociales. El sesgo pro-rico de la política fiscal muestra una enorme insensibilidad frente a las necesidades sociales, y a las urgencias de las poblaciones más vulnerables.
Falta total de autocrítica. En el Marco Fiscal no se observa la más mínima reflexión sobre los errores de la política económica. Se comienza afirmando que la economía colombiana venía muy bien y, por tanto, basta esperar que pase la pandemia para retomar el camino que se traía anteriormente. No se pone en tela de juicio la dependencia del petróleo y del carbón. Ni se reconoce la pérdida de competitividad y productividad durante los años de las bonanzas. Con este diagnóstico auto-complaciente no se buscan alternativas fiscales que permitan recuperar la agricultura, o impulsar la producción doméstica.
Jorge Iván González
Foto tomada de: Diario La Opinión
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