Probablemente la razón más de fondo para explicar la ausencia de preocupación por las actividades del campo y sobre todo por lo que le suceda a su población, puede obedecer fundamentalmente a que ha sido la única actividad, junto con el cuidado, que no solo no se ha detenido, sino que ha continuado aun en momentos cuando todo lo demás se paralizó. La oferta de alimentos perecederos ha garantizado la seguridad y la soberanía alimentaria en América Latina. Quienes padecen hambre, que desafortunadamente son muchos en esta parte del mundo, no es por falta de alimentos sino por carencia de ingresos. Con seguridad, si la oferta alimentaria se hubiese reducido, el sector rural estaría dentro de las grandes preocupaciones que están manejando los gobiernos.
Pero ya este desinterés de las autoridades por los campesinos en el caso colombiano está empezando a pasar factura. Se están perdiendo las cosechas ante la mirada desapacible de las autoridades nacionales que enfrentan sin inmutarse una paradoja inaceptable: se pierden productos alimenticios en las zonas rurales, mientras en las ciudades mucha gente tiene hambre. Era de esperarse que esto sucediera y por ello es inaudito la falta de políticas para resolver esta situación. La demanda de alimentos se ha reducido significativamente por razones obvias, entre ellas no solo la disminución del gasto familiar sino por el cierre de restaurantes, cafeterías, grande demandantes de estos productos. Lo grave es que pueblos enteros dedicados por ejemplo a hierbas aromáticas, están sumidos en una profunda crisis ante la actitud indolente de las autoridades.
Mientras esta ausencia es evidente en las estrategias en medio de la pandemia, los productores rurales han reaccionado de manera sorprendete. Como las grandes centrales de abasto de las ciudades más importantes de los países latinoamericanos se han convertido en fuentes de contagio y dada la reducción de la demanda de grandes superficies, los pequeños productores del campo han desarrollado lo que se conoce como circuitos cortos alternativos de comercialización, que han demostrado ser muy eficientes en varios sentidos. El primero y el más importante, consiste en que han encontrado acercar demandas específicas de sus productos con su oferta, y el segundo que han eliminado los costosos canales de comercialización tradicionales que siempre han aumentado las brechas entre lo que recibe el pequeño productor y lo que pagan los consumidores urbanos. De esta manera se ha descubierto un gran potencial que puede cambiar el futuro del pequeño productor rural en el momento de la reactivación de las economías.
Algunos análisis señalan que esta oferta directa del pequeño productor será muy atractiva en el futuro porque los consumidores buscarán precios más bajos, por el costo que significa esta crisis en las economías familiares, y a su vez esta oferta es más amigable con el ambiente lo que responde a las demandas de los consumidores más jóvenes. En el caso de Colombia, la llamada Convocatoria que reunió a un gran número de asociaciones de campesinos, se ha identificado como una muestra de estas nuevas formas de vínculos entre el campo y la ciudad.
Sin embargo, el gobierno no solo ha estado ajeno esas iniciativas, sino que su mirada está puesta en los grandes productores rurales. Nadie desconoce que esta gran empresa productora de alimentos también requiere ayuda, pero eso no signifique que no se reconozca el esfuerzo que la pequeña agricultura está realizando y la imperiosa necesidad de tener apoyo estatal. Lejos de eso, por ejemplo, minagricutura acaba de sacar dos resoluciones por medio de las cuales terciariza los servicios sanitarios que presta el ICA. Es decir, lejos de apoyar la economía campesina, con esta decisión les entrega a los gremios de grandes productores un área que se encarecerá para este sector de pequeña producción. Se agrega entonces esta realidad a el escaso acceso al crédito, a la ausencia de otros servicios fundamentales para la producción. Además, sin caminos adecuados para sacar su producción como ha sido la historia, estas nuevas iniciativas que han desarrollado durante la pandemia morirán antes de consolidarse.
Se requiere abrir el debate lo más rápido posible y la mejor manera de hacerlo es trayendo a colación el tema de los peligros de no reconocer los riesgos de un serio deterioro en la seguridad alimentaria en nuestros países. La FAO y el programa Mundial de Alimentos, han prendido las alarmas sin que hayan logrado suficiente apoyo en muchos de nuestros países. Mas aún, Colombia que ya parte de una situación compleja con poblaciones viviendo en peligro de hambruna, como en el caso de los migrantes venezolanos, entre otros, no puede darse el lujo de agregar a los inmensos costos que están sufriendo millones de personas, el de no contar con alimentos suficientes para sus necesidades básicas. Pero este tema no aparece en ninguna de las agendas gubernamentales y menos en la colombiana.
Esta penosa realidad se enmarca en una hipótesis que probablemente se está manejando equivocadamente en el gobierno: la pandemia no va a llegar al campo, entre otras en el caso colombiano, con la misma fuerza que en las ciudades. El mayor aislamiento de las personas, sus medios de transporte menos contaminantes pensarán las autoridades, evitarán una crisis como la urbana. Desconocen un elemento fundamental, la precariedad de los servicios de salud en que se encuentran los pequeños municipios y que definitivamente no existen en la población rural dispersa que debe desplazarse horas hasta llegar a un pequeño puesto de salud desprovisto de lo mínimo. Si esto es cierto para situaciones normales de demanda de atención en salud, esta es realmente una tragedia, en medio de esta pandemia.
La pregunta que corresponde es qué van a hacer cuando la pandemia llegue con fuerza al sector rural colombiano y de otros países latinoamericanos. En nuestro país, nadie en el gobierno, o en el ministerio de Salud, o en Agricultura ha dicho una sola palabra sobre esta posibilidad que se va a presentar sin la menor duda. Si esto sucede no solo se le agregaría una tragedia más a la población rural del país que vive en condiciones muy lejanas a las de la población urbana, sino que la oferta de alimentos caerá a niveles insospechados. Esa preocupación ni siquiera le ha pasado por la mente a quienes deberían estar previendo esta posibilidad realmente cercana.
Los únicos que si están preocupados son los gobernadores y alcaldes de regiones y municipios muy cercanos a las grandes ciudades del país. Por ejemplo, en este momento Cundinamarca y Antioquia, han cerrado sus fronteras ante la posibilidad de visitantes de ciudades con altísimos niveles de contagio. Más aun, en sitios lejanos, en pueblos del Urabá antioqueño, son las mujeres las que están estableciendo mecanismos de aislamiento y protección de sus pobladores. Apoyo del gobierno nacional no existe ni siquiera cuando las localidades y regiones demuestran su preocupación por los niveles de contagio provenientes de personas de las ciudades del país.
Una manera de apoyar en algo al campo sería insistir en ofrecer a las poblaciones vulnerables por parte del gobierno central, mayores transferencias de ingresos para que ciudadanos urbanos en situación de pobreza, puedan comprar la oferta campesina. Los mercados que se están distribuyendo por parte del Estado y del sector privado son de alimentos no perecederos, lo que no le sirve a la oferta que ofrece el pequeño productor. Pero si la población urbana recibe dinero por transferencia con eso si puede abastecerse de estos canales informales de abastecimiento.
Esta preocupación no ha cruzado por la menta de los mandatarios y por el contrario estimulan la entrega de mercados que por obvias razones no pueden incluir alimentos perecederos y además insisten en transferencias para los vulnerables que son fondos mínimos que en nada pueden reactivar la demanda de los alimentos producidos por la pequeña agricultura.
En síntesis, es hora de plantear claramente los costos de que no aparezca en la agenda nacional en estos momentos de crisis, ni lo que esta pasando con la pequeña agricultura ni los inmensos costos que esta ignorancia puede acarrearle al país. Entre otros, serían ahondar la brecha campo ciudad, poner en peligro la seguridad alimentaria en la ciudad, y exponer en exceso la vida de la población de estos municipios pequeños y de la población rural en general. Esto es válido para muchos países de América Latina, pero para el caso colombiano, con una de las mayores poblaciones de campesinos en la región, adquiere un nivel muy preocupante. Solo el debate permanente logrará poner este tema en primera línea antes de que la tragedia urbana se nos desplace a las zonas rurales del país. Es el momento de tomar además medidas para reforzar los precarios servicios de salud rural, y esto sí que es competencia del gobierno nacional y de su ministerio del ramo obviamente en coordinación con autoridades locales. ¿Será posible?
Cecilia López Montaño
Foto tomada de: https://periodicodelmeta.com/
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