¿Qué es el fast track?
El fast track es una fórmula que en los Estados Unidos le da más poder al Ejecutivo para aprobar tratados de comercio internacional mediante un trámite especial y expedito. La misma fue adoptada por el Gobierno colombiano para incorporar a la Carta Política los contenidos negociados en La Habana, asumiendo que en un momento decisivo de la vida del país se requieren soluciones inéditas
Según el expresidente Uribe, la refrendación del Acuerdo por el Congreso –apenas maquillado – ignora la voluntad del pueblo que el 2 de octubre le dijo NO al mismo y la aprobación del fast track solo sirve para favorecer directamente a las FARC mientras crea un precedente funesto para seguir abusando de la Constitución en perjuicio de la democracia y de sus valores esenciales.
En palabras del Gobierno, el fast track es una necesidad porque la urgencia mayor una vez refrendado el Acuerdo por el Congreso, es el tiempo y el fast track incluido en el Marco jurídico para la Paz es el mecanismo que le permite tramitar en el Congreso las reformas legislativas y constitucionales necesarias para darle viabilidad al proceso de paz en un tiempo abreviado.
No le falta razón al Gobierno, víctima de su propio invento, en búsqueda de una solución a la situación que creó al convocar a los ciudadanos a las urnas cuando legalmente no era necesario. En efecto, la coyuntura no está a su favor lo que lo obliga a tomar decisiones audaces. En tiempos normales el trámite legislativo ordinario requiere cuatro debates y ocho las reformas constitucionales. Con fast track, el Gobierno es el único que puede presentar los proyectos los cuales no pueden ser modificados durante el trámite legislativo mientras que la vía ordinaria permite que los congresistas realicen modificaciones a los proyectos. Sin fast track, los proyectos tendrían que recorrer un camino largo expuesto a discusiones dilatorias en varias comisiones legislativas y plenarias, sobre todo en un año pre-electoral que puede enrarecer y complicar las discusiones porque cada formación política busca protagonismo y piensa ante todo en sus propios intereses.
Para aclarar el panorama es necesario recordar que los resultados del plebiscito no conducían a una eliminación del Acuerdo de Paz sino que le prohibían al Jefe de Estado su implementación, motivo por el cual estaba obligado a renegociar tras lo cual debía buscar una nueva refrendación. Una vez llevada a cabo la renegociación en la que se tomaron en consideración la mayoría de las objeciones de los voceros del NO, el presidente Santos descartó convocar a un nuevo plebiscito y buscar la refrendación en el Congreso, decisión jurídicamente válida pero políticamente expuesta a las críticas de sus opositores. De esta manera, el centro de gravedad se desplazó del terreno de lo jurídico y lo formal, donde lo quieren mantener algunos aduciendo que el Acuerdo violenta la Constitución, al terreno político donde lo que está en juego es la legitimidad de lo acordado, es decir, la implementación de los acuerdos, etapa que ha de pasar forzosamente por el Congreso y que comienza con la amnistía y la dejación de armas.
En estos momentos no está en cuestión la legalidad de la refrendación congresional en la medida en que el Congreso es el titular de la representación popular, pero la situación se mantiene en vilo en espera de la decisión de la Corte Constitucional relacionada con la validez del fast track. La dificultad radica en si la refrendación requiere convocar a un nuevo plebiscito como lo ha planteado la magistrada María Victoria Calle o si la refrendación del Acuerdo en el Congreso es suficiente para dar vía libre a su implementación.
El mundo bizantino de las formalidades
Adentrarse en el mundo de las formalidades legales sin tomar en cuenta el contexto y la realidad concreta lleva a discusiones bizantinas como aquellas que apasionaban a los habitantes de Bizancio enfrascados en averiguar el sexo de los ángeles mientras los otomanos cercaban la ciudad.
El nuevo acuerdo tuvo en cuenta las principales objeciones de los voceros del NO y solo en un tema importante no hubo cambios significativos: en el de la elegibilidad política de los dirigentes de las FARC. Sin embargo, para el Centro Democrático los cambios no han sido sino un maquillaje de lo acordado previamente porque mantiene el desacuerdo en puntos que considera neurálgicos, particularmente en la manera como se concibió la justicia transicional y la aplicación de la misma a los miembros de las Fuerzas Armadas; que se considere al narcotráfico como delito conexo al delito político; que los guerrilleros responsables de delitos atroces tengan elegibilidad política sin haber purgado condenas con privacidad efectiva de la libertad; que parte del Acuerdo entre a hacer parte del bloque de constitucionalidad y que en el punto de la reforma rural no se haya atendido la propuesta de “principio de buena fe exento de culpa”. Para el expresidente Pastrana el acuerdo mantiene “la esencia antidemocrática del pacto original” y para otros voceros del NO el acuerdo debe rechazarse mientras no se aclare plenamente el tema de los secuestrados.
Algunas objeciones de los partidarios del NO son meras falacias que dejan entrever el porqué de su resistencia a lo acordado y los intereses que la sustentan; otras tienen algo de razón desde el punto de vista jurídico o moral. Cierto es que en un mundo de reglas el perder en una confrontación tiene sus consecuencias y que si bien nada obligaba al Gobierno a convocar un plebiscito, el haber perdido por voto popular lo obligaría en principio a consultarlo nuevamente antes de poner en marcha mecanismos de refrendación e implementación de los acuerdos, pero la reflexión no puede hacerse sin tomar en cuenta las circunstancias que rodean el proceso y su finalidad.
Paradójicamente, la firma del Acuerdo de Paz se ha convertido en caldo de cultivo para incrementar la polarización política del país, y mientras se discute la implementación de lo pactado y las FARC siguen a la espera del indulto, la puesta en práctica de la Ley de Víctimas no avanza y el despojo de tierras continúa a la vez que se siguen violando los derechos humanos de numerosas comunidades, así como se mantienen las amenazas a los líderes sociales y los asesinatos de los que se atreven a pensar distinto.
¿El Acuerdo de Paz para qué?
Las discusiones en las que se ha embarcado parte del país tienden a olvidar el objetivo de una negociación que duró muchos meses, dio lugar a debates muy fuertes, a concesiones mutuas y a la apertura de ventanas de oportunidad para construir una nueva Colombia reconciliada.
Ciertamente, el Acuerdo de Paz contiene beneficios para las FARC pero también para la sociedad en general, de modo que el reto político es tramitar los primeros sin que ello vaya en desmedro de los segundos. El objetivo común es resolver las fallas estructurales que no han permitido tumbar barreras y construir una nación solidaria y compasiva. El Acuerdo, como se ha dicho y repetido, no es la paz sino el inicio de un proceso cuya finalidad es reconstruir la confianza en las instituciones con base en el respeto de los derechos humanos, la construcción de ciudadanía y la eliminación de los vicios que enturbian la política.
Desde luego, en una sociedad pluralista como la colombiana el consenso sobre todo lo contenido en una Constitución es imposible y como lo ha escrito Rodolfo Arango, vivir en un Estado de derecho exige lealtad a un marco normativo de acción común por lo que la racionalidad de lo político debe ceder a la racionalidad de lo jurídico. Pero ello no implica que la norma no pueda modificarse. Al fin y al cabo, el hecho antecede al derecho y el puente entre lo político y lo jurídico es, como lo plantea Arango, la actitud ética. El tránsito de una esfera a otra exige solidaridad con propios y ajenos pese a los desacuerdos para dar paso a una convivencia en la que se reconozcan los derechos de todos, lo cual implica ser razonable y asumir una actitud que supedite lo particular a lo general para hacerlos compatibles.
La intolerancia y el fanatismo son malos consejeros y no permiten encontrar soluciones conjuntas. La convivencia requiere cierto pragmatismo. En este orden de ideas conviene recomendar a nuestros dirigentes políticos la lectura o la relectura de La política como profesión de Max Weber quien escribió: “No se es político por ser apasionado, a menos que la pasión esté al servicio de una causa y se deje guiar por la responsabilidad hacia esta causa. Para esto se necesita un sentido de las proporciones… En última instancia solo hay dos pecados mortales en la política: la falta de objetividad y la irresponsabilidad”. ¿Hasta dónde ha sido responsable o irresponsable nuestra clase política cuando de proteger el futuro de nuestros hijos se trata?
Rubén Sánchez David
Profesor Universidad del Rosario
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