Este año, a pesar del confinamiento que persiste a raíz de la pandemia y de las medidas para desactivar la protesta, vienen en auge las diversas las expresiones de indignación, de movilización social nacional e internacional frente a los asesinatos y masacres contra dirigentes sociales, excombatientes y personas de diferentes comunidades; en particular, jóvenes estudiantes y trabajadores del campo, pero, también de la ciudad. La movilización social que se desarrolla como fruto de la vocación de paz y justicia social, desde antes de la pandemia, va dejando sin piso los vanos esfuerzos gubernamentales y de los medios de comunicación a su servicio por distraer la atención frente a estos hechos atroces, que evidencian la agudización de la violencia, el incumplimiento de los Acuerdos de Paz, así como el desprecio por la vida y la justicia social por parte de los más encumbrados funcionarios del gobierno y del Estado.
De allí los devaneos semánticos encaminados a ocultar los crímenes en bosques de palabras altisonantes, tales como “homicidios colectivos” en vez del término “masacres”, cuya utilización data desde postrimerías de la primera guerra mundial, en tribunales internacionales que juzgaron genocidios y crímenes cometidos contra personas inermes de la población armenia por parte de los otomanos en 1915 y la Conferencia de Paz de París de 1919, sobre las infracciones de las leyes y costumbres de la guerra cometidas por Alemania y sus aliados, como lo relata Umaña (31,08,2020). En nuestro contexto, están en juego la memoria histórica y la interpretación jurídica de los crímenes ejecutados en un país de horrenda tradición en el ejercicio de la masacre como método de exterminio y provocación de terror en las comunidades para desplazar, intimidar, paralizar la voluntad de lucha social y comunitaria y garantizar la impunidad. Como bien lo documentó el Grupo de Memoria Histórica, Sánchez (10, 09, 2008), Colombia ha vivido permanentemente de luto debido a las masacres y otras formas de violencia colectiva con diversas magnitudes, intencionalidades y secuelas que han ensangrentado su geografía cuya respuesta “no ha sido tanto el estupor o el rechazo sino la rutinización y el olvido”.
Las estadísticas acerca de las masacres y asesinatos se están desactualizando diariamente; hay días en que pierden vigencia en cuestión de horas. Se cometen en diversas regiones del país; aparentemente, por parte de grupos armados de diversa naturaleza, que parecieran tener el control territorial y cuyo móvil afanosamente lo atribuye el Ministro de Defensa al negocio del narcotráfico o Miguel Ceballos, flamante Comisionado de Paz, quien denomina “fallido” el Acuerdo de Paz, mientras estigmatiza a las víctimas reduciendo los hechos a un ajuste de cuentas entre bandas de narcos, como lo hizo con loa jóvenes víctimas en Samaniego, o también, el Presidente Duque, con más de dos años de mandato y todavía, continúa en la tónica de mirar por el retrovisor y de achacar al gobierno anterior las causas de la violencia armada en los territorios.
El Portal La Silla Vacía (24, 08, 2020) habla de “rebrote” de guerras locales a raíz del desarme de las FARC que ha llevado a proliferar distintas bandas por región, tales como disidencias, fortalecimiento del Clan del Golfo, enfrentamientos entre el ELN y la disidencia del EPL en el Catatumbo, en lucha por rentas ilegales y por legitimidad frente a la población civil. Guerras en el Caribe entre grupos de Autodefensas Gaitanistas y los Caparros, que se separaron de aquellas, por el control de la ruta del narcotráfico desde el Bajo Cauca hasta el golfo de Morrosquillo, pasando por el Nudo de Paramillo.
Guerras en el Chocó entre el Clan del Golfo y el ELN que mantiene confinada a la población de Bojayá, en la lucha por rentas ilegales de minería ilegal y por el control de las rutas de transporte de drogas. Guerras entre disidencias de las FARC (Frente Oliver Sinisterra), Guerrillas Unidas del Pacífico y los Contadores, Frente 30 y el Alfonso Cano en Tumaco y disputas entre el Clan del Golfo y la disidencia Francisco Benavides en Nariño en los municipios de Leiva, Cumbitara, Policarpa y el Rosario, por la ruta del control de la droga y su salida hacia el Pacífico. Enfrentamientos en el Cauca entre el ELN y las disidencias Carlos Patiño, Jaime Martínez y Dagoberto Ramos, desde el sur del Municipio de Argelia y el Tambo hasta el Cañón del Río San Juan de Micay, llegando hasta Timbiquí en la costa Pacífica.
La incapacidad del Estado para hacer presencia en los territorios ha sido notable en estos conflictos, así como en la deforestación causada en el Caquetá y el Guaviare. El gobierno Duque lanzó su estrategia de “Zonas Futuro” en el Pacífico Nariñense, el Bajo Cauca y Sur de Córdoba, el Catatumbo, Arauca, Chiribiquete y Parques Nacionales aledaños. Allí, se articulan fuerzas armadas del área fluvial, terrestres de fuerza de tarea conjunta Aquiles en el Bajo Cauca antioqueño y Sur de Córdoba, Titán en el Chocó, Hércules en Nariño, Vulcano en el Catatumbo, Omega en el Meta, Putumayo y Guaviare y Quirón en Arauca.
Sin embargo, las operaciones militares no logran acabar con los grupos, ni con la violencia, como lo plantean funcionarios regionales y comandantes, como el General Marco Mayorga, según lo refiere el citado informe de La Silla Vacía, quien reconoce que la solución está en las intervenciones integrales con inversión social y estabilización económica, así como por la implementación del Acuerdo de Paz como bien lo plantean los líderes sociales en los territorios; con voluntad política y visión de largo plazo.
No obstante, como siempre, el juego de palabras gubernamental y su uso mediático va encaminado a la validación de sus estrategias de narcotización de las relaciones internacionales, de aplicación de la erradicación forzada mediante el uso del glifosato en vez de la erradicación manual contemplada en el Acuerdo de Paz. La presencia territorial de los grupos paramilitares, o neoparamilitares y los grupos residuales de las FARC y a las guerrillas del ELN sirven como excusa para la implementación de las “Zonas Futuro” con presencia de militares gringos, en vez de los PDETs, para silenciar la voz de las personas defensoras de los derechos humanos y para acallar el clamor de las comunidades campesinas, ambientalistas, indígenas y afrodescendientes que reclaman sus derechos a la tierra, al agua, al cuidado ambiental de los territorios en contra de las multinacionales mineras y de megaobras que los desplazan y aniquilan sus medios de vida. A la vez, permite al gobierno Duque continuar en la reducción del Acuerdo de Paz a sus mínimas expresiones y persistir en la estrategia de agresión a Venezuela, como peón de brega en el juego geopolítico del Gobierno de Donald Trump a quien le apuesta todas sus cartas en la reelección, dañando sensiblemente la relación con el Partido Demócrata de USA.
En este contexto, la Administración Duque ha desestimado las Alertas Tempranas emitidas desde la Defensoría del Pueblo y comunicadas oportunamente al Ministerio del Interior, sin que se hayan realizado ejercicios de seguimiento a la implementación de medidas para prevenir masacres en los territorios. Como lo reporta Cortés (31, 08, 2020), desde 2019 el gobierno tenía siete alertas Tempranas emitidas por la Defensoría del Pueblo sobre posibles masacres contra comunidades.
Como plantea el reporte, el Decreto 2124 de 2017 reglamenta el sistema de prevención y alertas tempranas para “la reacción rápida a la presencia y acciones de las organizaciones, hechos y conductas criminales que pongan en riesgo los derechos de la población y la implementación del Acuerdo de Paz”. Las alertas tempranas son documentos de advertencia de carácter preventivo emitido de manera autónoma por la Defensoría del Pueblo. Se remiten al Ministerio del Interior y se tramitan por parte de la Comisión Intersectorial para la Respuesta Rápida a las alertas Tempranas (Ciprat), presidida por el Mininterior.
Aunque hubo alertas con respecto a los riesgos en Norte de Santander, especialmente para Cúcuta, en los corregimientos de Aguaclara, Guarumito, San Faustino y Palmarito, incluso una semana antes de la masacre de ocho personas en la Vereda santa María y luego, en el mes de julio, en la zona rural de Cúcuta en hechos en los que estarían implicados Los Rastrojos. También, en Nariño, hubo tres Alertas Tempranas sobre enfrentamientos entre disidencias. Así mismo, en el Cauca, frente a la masacre de Santander de Quilichao, en el Resguardo de Canoas donde fueron asesinados tres jóvenes comuneros indígenas el 2 de agosto y, antes, el 24 de abril se registró otra masacre de cinco personas. La Defensoría había alertado al gobierno desde el 4 de diciembre de 2019 sobre el riesgo en que se encontraban 36.224 personas.
La estrategia gubernamental de seguridad entra así, a formar parte de un juego sistemático que, a pesar de la militarización de los territorios, mantiene los espacios para la actuación de los grupos armados ilegales que resultan funcionales a los intereses estratégicos de impunidad, donde no hay ni verdad, ni justicia, ni reparación y se puedan repetir en estos escenarios los designios de los despojadores de tierras y salvaguardar los intereses del gran capital bajo el manto de la “confianza inversionista” que puede llegar como mano “salvadora” para imponer el modelo despojador y depredador.
Un régimen que hace oídos sordos a las voces de alerta, que desecha los mecanismos multilaterales contemplados en el Acuerdo de Paz, como la Comisión de Garantías de Seguridad con presencia de organizaciones de la sociedad civil y acompañamiento internacional y lo sustituye por el Programa PAO, sin sociedad civil ni comunidad internacional, desconoce los acuerdos y las propias necesidades del contexto; rompe la solidaridad territorial y los procesos de seguridad colectiva, criterio reconocido y recomendado por la Oficina de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para la protección de las comunidades y sus liderazgos en los territorios, desde enfoques preventivos y pacíficos coherentes con los procesos de reconciliación y desarrollo con enfoque territorial.
Por esto mismo, se ve a un Estado incapaz de ir más allá de las estrategias de incremento del pie de fuerza en los territorios, sin políticas ni recursos para llegar con programas sociales a las zonas marginadas, porque “eso no es taquillero”; con las consecuencias que de ello se derivan, relacionadas con la implicación de miembros de la fuerza pública y de miembros de autoridades locales en hechos delictivos, en la cadena del narcotráfico, en la minería ilegal, en el despojo a comunidades, en la violación de los derechos humanos y en la persecución de la protesta social.
En este marco, las normas de sometimiento a la justicia de miembros de bandas criminales y Grupos Armados Organizados, como el actual decreto 965 de julio de 2020, que prioriza el sometimiento individual, se convierte en un saludo a la bandera, enmarcado en una dinámica tradicional que sirve para decorar el entramado normativo, con escasa o nula efectividad estructural; sirve para afianzar la política individualizadora de los procesos, sin perspectiva territorial y al servicio del enfoque de seguridad nacional, funcional a la lógica contrainsurgente en su empeño por cerrar el camino de negociación con el ELN.
Es, como bien lo ha denominado el Informe de Somos Defensores de 2020, el enfoque de la Ceguera que procura sesgar las estrategias y las políticas, focalizar para reducir y desfigurar las problemáticas y contextos, a la vez que intenta connaturalizar a la denominada “opinión pública” con el conflicto de baja intensidad, desde el lenguaje, desde los mensajes y desde el ejercicio de la guerra híbrida que busca privatizar la seguridad, estigmatizar y legitimar la violencia y la brutalidad policial contra toda persona que manifieste su inconformidad en el espacio público.
Frente al retorno del conflicto y la “reaparición” del paramilitarismo (que, en verdad nunca se fue, que se mimetizó, copó territorios y mantuvo sus métodos de control y persecución social) y ante sus dinámicas de articulación con actores estatales y económicos solo quedan los caminos de persistir en la protección civil colectiva; de arreciar en la denuncia jurídica nacional e internacional de sus agentes abiertos y encubiertos, de apelar a las cortes, a los medios de comunicación internacionales y a la solidaridad de los pueblos, tal como lo han hecho en muchas ocasiones los pueblos sojuzgados por los regímenes autoritarios que, como el de Duque, borran las fronteras entre lo legal y lo ilegal, concentran poderes y niegan los derechos y garantías democráticas más elementales, empezando por el derecho a la vida y a la paz.
Fuentes:
Umaña Camilo. “Homicidios colectivos”: un estado de negación. Razón Pública. 31,08,2020.Ver: https://razonpublica.com/homicidios-colectivos-estado-negacion/?fbclid=IwAR3bJJkBQXSsFKvVw0oZfA_kurUbB0y-Bft1DSOcJOiolgEye09_TWB3IGg
Sánchez, Gonzalo. El Tiempo. El caso emblemático de Trujillo: Una Tragedia que no Cesa. 10,09,2008.
Ver: https://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-4522374
En Colombia no hay una sino varias guerras locales, todas creciendo. La Silla Vacía. 24, 08,2020.
Ver: https://lasillavacia.com/colombia-no-hay-sino-varias-guerras-locales-todas-creciendo-78086
Cortés Valerie. Las advertencias que el Gobierno conocía sobre las masacres. El Espectador, Colombia 2020. 31, 08,2020.
Ulcué Campo Gustavo, Muñoz Murillo Sirley, Pinzón Suly, Díaz Morales Leonardo, Herrera Sebastián y Llano Cristian. Programa Somos Defensores. La Ceguera. Informe Anual 2019. Sistema de Información sobre Agresiones contra Personas Defensoras de Derechos Humanos en Colombia – SIADDHH-. Bogotá. 2020.
Ver: https://somosdefensores.org/
Albeiro Caro Fernández, Coordinador del Programa Territorio, Paz y Desarrollo, Corporación Nuevo Arco Iris
Foto tomada de: El País Cali
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