“Colombia es una cruel pero solapada dictadura”
Mauro Torres (Psicoanalista, escritor y pensador colombiano)
La crisis por la que atraviesa Colombia es profunda y multifacética. A la vez que el movimiento social es exterminado (más de 600 líderes muertos bajo el actual gobierno), 227 exguerrilleros que se acogieron al proceso de paz han sido asesinados, la policía dispara armas de fuego contra los ciudadanos que ejercen el derecho a la protesta, el desempleo y la miseria aumentan en tanto las libertades ciudadanas se restringen, las cortes son objeto de intimidación y desprestigio, se advierte un grave retroceso democrático, la asfixia al Acuerdo de Paz y la imposición de un régimen fascista, con fuertes vínculos mafiosos.
Hace una semana el ex gerente de la campaña presidencial de Iván Duque, y actual presidente de la junta de Ecopetrol y de la Cámara de Comercio de Bogotá, envió una carta a Javier Moreno, director del diario El país de España, para decirle a quien deben entrevistar en su medio y a quien no, que línea editorial deben seguir y cual no, en últimas para informar que Colombia es un país en apariencia democrático pero gobernado por una clase política que desprecia el consenso, la libertad de prensa y la democracia, pues esta solo les gusta cuando se trata de ganar elecciones, casi siempre comprando votos y con dinero del narcotráfico. Esta acción iracunda y poco pensada, propia del osado arlequín de una mediocre corte, despertó risa, pero también indignación.
La carta podría ser solo un acto de desesperada lambonería, capaz de provocar una sonrisa socarrona en su entorno y una expresión de desconcierto en sus destinatarios, pero más que un exabrupto que alarmó a sectores democráticos y organismos de derechos humanos, es un claro reflejo de lo que está ocurriendo en el país, de la forma en la que aquellos que ostentan el poder político perciben la democracia y se ubican sobre ella, para actuar libres de cualquier obstáculo judicial o freno institucional e imponer su voluntad, su manera de entender al Estado y la sociedad.
La carta escrita por el señor Luis Guillermo Echeverri, quien hoy funge como consejero de palacio, no sólo es una amalgama de ideas caóticas, frases entreveradas y mentirosas, es una diatriba falaz y ordinaria, que además de lanzar mordaces acusaciones, calumniar e injuriar a un senador de la república y al sector que representa, revela dos hechos que producen enorme preocupación.
Por un lado, queda al descubierto la creencia, total y absoluta, que el poder ejecutivo y su entorno son inmunes a toda forma de escrutinio social y político, que están por encima de la ley, de la constitución y de toda forma de control y vigilancia (no es casual que los organismos de control fiscal, administrativo y defensoría del pueblo hayan sido entregados a personas cuya principal cualidad es ser serviles al proyecto político del uribismo, al que se debe también el presidente Duque, o ser amigos personales de éste), que el poder político es un instrumento para beneficio y lucro personal, y la violencia, el hostigamiento, el espionaje, la estigmatización y los perfilamientos -contratados con recursos públicos a empresas extranjeras- de voces disidentes en redes sociales, la violación de derechos humanos y el desconocimiento del ordenamiento jurídico nacional o internacional se pueden justificar y legitimar sobre la base de una amenaza terrorista maquiavélicamente creada para justificarse en sus desafueros. El poder puede hacer lo que quiera con quien quiera por ser poder, decidir quien vive y quien muere, que ley se acata y cual se subvierte en completa impunidad. Para eso es poder.
Esta visión de país nos indica, sin equívocos, que estamos ante el resurgimiento de una nueva forma de autoritarismo al interior de un cascarón democrático, vacío y desgastado, y seriamente debilitado bajo el desgobierno de Iván Duque. Las garantías individuales, la justicia, la democracia, la libertad de expresión y la participación política, empiezan a desaparecer bajo un orden autocrático que se vale de la pandemia, para vía decreto, realizar reformas que van en detrimento de los derechos y de importantes conquistas democráticas. La carta tal vez no pretendía la ingenuidad de lograr que la prensa internacional censurara y descalificara a Cepeda, pero si quería demostrar quién manda en Colombia y que línea política se impone.
El segundo mensaje que deja la carta es aún más preocupante, si se quiere, porque nos sitúa en un escenario de difícil solución, que tiene que ver con el nivel de conciencia de cada individuo y con la matriz histórica de nuestro largo y degradado conflicto. Se trata del nivel de odio que se expresa en ella contra el reconocido defensor de los derechos humanos y senador de la oposición elegido democráticamente, Iván Cepeda, sobre quien no existe causa judicial abierta ni prueba alguna que avale las graves aseveraciones hechas en la misiva. El desprecio que manifiesta, bastante similar al que contagian los violentos ‘bodegueros’ que pululan en las redes sociales, va más allá de un antagonismo ideológico propio de todo orden democrático, convierte al contradictor político en enemigo a destruir, y se refunde en un peligroso fanatismo agresivo, veleidoso y capaz de traspasar todo umbral de la decencia humana y del apego a la ley para imponer su visión y proteger al objeto/ sujeto de adoración, hoy “amenazado” por la acción de la justicia. A quienes hacen parte de este entorno uribista no les importa saber si Uribe es culpable o inocente de los crímenes atroces por los que se le investiga, (masacres, asesinatos, corrupción, fraude procesal y compra de falsos testigos, entre otros), les da igual, creen que debe ser blindado a como dé lugar, porque para sus seguidores él está por encima de la justicia y, por supuesto, de los demás mortales. Fanatismo puro y duro.
No son pocos los hechos y periodos en la histórica de la humanidad que podemos recordar como una herida abierta a causa del fanatismo y su extremismo brutal: masacres, genocidios, guerras, holocaustos, torturas, mil formas de discriminación, sevicia y crueldad, discursos de odio y políticas corrosivas que asfixian las democracias, anulan la capacidad de análisis y terminan -o empiezan- por deshumanizar al visto como contrario, para sugerir que es lícito cometer sobre él cualquier forma de atrocidad. El fanatismo, sea religioso, político, social o cultural, ha traído ruina, atraso y vergüenza a la humanidad; no nos ha hecho mejores personas ni ha encumbrado nuestras ideas a la cúspide de la genialidad. Desde la inquisición, pasando por el exterminio de los pueblos originarios, la segregación racial, el holocausto nazi, la orgía de sangre y muerte contra los Tutsis y los hutus moderados en Ruanda, el etnocidio en Guatemala, en Sudáfrica, Timor Oriental, Sierra Leona, las sanguinarias dictaduras del Cono Sur, el genocidio político de la Unión Patriótica en Colombia, el auge del fascismo, el falangismo y el nazismo, incluso del comunismo, todos estos horrores han sido resultado de ideas extremistas que limitan el raciocinio, de una latente incapacidad política y social para gestionar los fanatismos y de una conciencia deformada por el miedo y la ignorancia en la que se considera que hay seres humanos superiores que merecen vivir más que otros, y se olvida que el poder siempre es efímero.
Afirmar, como lo hace el señor Echeverri en su carta, que Cepeda representa a organizaciones criminales del narcotráfico, lo mismo que a “sus aliados narcoterroristas activos del crimen organizado y sus aliados políticos sin escrúpulos como el dictador venezolano”, y reclamar al diario español por servir de “púlpito al demonio [Cepeda] para que oficie la liturgia del crimen organizado; al evangelio morboso de la ideología política que valida las fuerzas del narcoterrorismo global, que como el lobo disfrazado de abuelita pregona los enunciados democráticos con los cuales encubren la radicalización narco-comunista que viene convirtiendo lo ilegal en legal, bajo la lisonja gráfica de la paloma que simboliza el ideal de paz”, además de incomprensible e injurioso (por lo cual debería ser denunciado penalmente), refleja una mente perturbada por el odio. Acusar a la prensa de “satanización” sistemática contra quien define como el “campeón de la defensa de la democracia latinoamericana”, refiriéndose al expresidente Álvaro Uribe, es prueba de una adulación excesiva, propia en un ser diezmado por el fanatismo.
“Luigi Echeverri no es muy de buenas para pensar”, dijo el expresidente Juan Manuel Santos, y parece evidente que así es, pero no solo él, también el presidente que avaló la carta con su silencio, y seguramente también fue informado de ella antes de ser enviada. Este suceso nos recuerda aquel vergonzoso incidente en España, cuando el recién elegido presidente Duque partió en un viaje oficial a Madrid, donde visitó el Estadio Santiago Bernabéu, y estando con sus anfitriones le preguntó al legendario futbolista Emilio Butragueño cuántas “cabecitas” era capaz de hacer con el balón, a lo que él le respondió tajante: “Yo la cabeza la utilizo para pensar, no para golpear”.
Para el gobierno Duque y su sequito de aduladores, pensar distinto, opinar y hacer uso de la libertad de expresión que consagra nuestra Constitución Política y el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, es una afrenta imperdonable que se paga con la honra, la carrera, incluso con la vida; y para preservar su idea de un orden monolítico y excluyente, se justifica la censura y se admite la más violenta represión.
La violenta persecución que desde el gobierno nacional se ha desatado contra el senador Cepeda, poniendo en grave riesgo la solidez de nuestra democracia formal, me recuerda algunos personajes de la novela Los Miserables, escrita por Víctor Hugo en 1862. En ella el inspector Javert persigue con saña y obsesión a Jean Valjean, un hombre que en el pasado había cometido un delito menor y había pagado con creces por él. El inspector cree que actúa a nombre de la justicia, pero cuando comprueba la inmoralidad de la ley que defiende, observa las inhumanas condiciones en las que malviven los prisioneros, y entiende que ha invertido buena parte de su vida y recursos del aparato de policía para perseguir a un inocente, a un hombre bueno, justo y valiente, decide poner fin a su vida lanzándose al río Sena.
En este ejemplo literario, lo meritorio no es el suicidio como si lo es la capacidad de reconocer el error propio y admitir la nobleza del oponente. En nuestro presente no es posible apelar a la honorabilidad de quienes persiguen desde el gobierno ni es factible esperar que una pequeña y arrinconada porción de conciencia pueda imponerse sobre el prejuicio y el dogma para renunciar al odio que alentó pasos y batallas innecesarias, tampoco es posible que acepten que se ha gastado tiempo y vida en perseguir, sin razón ni causa moral valida, a un hombre bueno, justo y comprometido en cuerpo y alma con la paz de Colombia, con las víctimas y con la búsqueda de verdad y justicia. El problema de fondo es que no hay punto de encuentro posible ni puente que pueda acercarnos porque los fanáticos no razonan, no escuchan opiniones ajenas, no debaten, no dialogan, no argumentan, no ceden; solo ordenan, imponen, agreden y atemorizan a quien opina diferente. Los fanáticos son seres obsesivos, intransigentes y autoritarios, y como se creen los dueños de la única verdad posible, no hay nada que los confronte que merezca ser escuchado.
Toda la cúpula del partido de gobierno y buena parte de la sociedad colombiana están enfermas de odio, no creen que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, no admiten la libertad de pensamiento, de conciencia o religión ni la igualdad ante la justicia, ni siquiera creen en ella. Con sonriente desparpajo arrancan la venda de los ojos de la justicia para decidir, de acuerdo con su credo, quien puede ser juzgado y quien no, pues para ellos la justicia no dicta sentencia a partir de hechos sino dependiendo de quién los comete; es más, la justicia ni siquiera debería portar la balanza de la equidad, pues no busca dar a cada cual lo que en derecho le corresponde, ni debería tampoco llevar la espada que simboliza la ley.
Este mensaje difundido de múltiples maneras desde el gobierno central y su círculo político, en una sociedad tan degradada como la nuestra, tan familiarizada con el atajo, la trampa y el crimen, que recurre con inusitada facilidad al uso de la violencia para dirimir las diferencias, que desprecia el pluralismo y la diversidad, y busca imponer a la brava una verdad tejida a punta de prejuicios, es muy peligroso; en Colombia suelen ser sentencias de muerte.
Bajo la era Duque/Uribe hemos sufrido un grave retroceso tanto en términos democráticos como de cohesión social, construcción de consensos y valor humano. Estamos pasando de tolerar y naturalizar los discursos de odio a alentar a través de ellos los crímenes de odio. La narrativa oficial promueve hoy el crimen, lo estimula y lo justifica. De este modo, Colombia no tendrá paz mientras persistan estas formas obtusas de entender el poder y se fomente desde él, la persecución y el rencor contra una persona, un grupo social, racial o político que ejerza el derecho a la oposición y a la libertad de credo y conciencia. Un gobierno autocrático y tirano es lo que menos necesita la democracia colombiana, que hoy luce como un campo desolado.
Maureén Maya
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