El conquistador Pedrarias Dávila encabezó una gran expedición en la Nueva Granada —la más significativa en su momento— donde contaba con soldados trajinados como lo fueron Fernández de Córdoba, Hernando de Soto, Sebastián de Belalcázar, Francisco Montejo, Francisco Pizarro, Alvar Núñez Cabeza de Vaca y Diego de Almagro. Algunos de ellos tenían sobre sus hombros una experiencia depredadora de indígenas en la conquista mexicana. También llegaron tres de los más conocidos cronistas y geógrafos de las Indias: Bernal Díaz del Castillo, Martín Fernández de Enciso y Gonzalo Fernández de Oviedo. Como quien dice: llegó con Pedrarias la flor-nata de las armas conquistadoras de España.
Se sabe que un miércoles (el mismo día en que sucedió lo de Popayán), víspera del Corpus Christi, la gran expedición de Pedrarias recibió una guazábara (enfrentamiento) de manos de los habitantes ancestrales con flechas de espina de rayas, las que eran además embadurnadas de un veneno que, por muy leve que fuese la herida, un hombre por muy fuerte que fuese fallecía, a más tardar, a los tres días de haber sido herido.
Gonzalo Fernández de Oviedo relataba que como resultado del enfrentamiento los llovidos cristianos capturaron de nueve a diez mujeres (que por regla general eran esclavizadas y violadas) con un hombre de los naturales. Dice De Oviedo que “entre estas mujeres, un español halló la cacica, una mujer moza, que estaba escondida entre ciertas matas o enramadas […] la indígena fue transportada hasta el Darién donde murió. […] A mi parecer murió de coraje de se ver presa […] era hermosa, porque en la verdad parescia mujer de Castilla en la blancura, y en su manera y gravedad era para admirar, viéndola desnuda, sin risa ni liviandad, sino con un semblante austero, pero honesto, puesto que no podía aver de diez y seys ó diez y siete años adelante […]”. (Fernández de Oviedo. 1536)
En esa misma gran expedición los españoles se sorprendieron al conocer la existencia de manadas de perros sigilosos. A pesar de recibir cortantes heridas por las espadas jamás se quejaban. A la larga descubrieron que era “[…] una especie exquisita de perros mudos que los indígenas criaban para comer […]”. (García Márquez. 1994)
No sobra decir que estos españoles comulgaban con la diatriba más perversa jamás escrita por el fraile Tomas Ortiz, quien fuera acompañante bíblico de los dos primeros gobernadores de la Provincia de Santa Marta: Bastidas y De Lerma. Caracterizaron a nuestros indígenas como “flecheros comedores de carne humana”. La afirmación la basaban en que en algunas casas indígenas supuestamente encontraron “[…] tasajos é miembros de hombres ó mujeres, así como brazos y piernas y una mano puesta y salada y enjairada, y collares engastados en ellos dientes humanos […]”. Hablaron y enjuiciaron que nuestros aborígenes porque eran “sodomitas abominables”. Basaban su apreciación al encontrar figuras de oro donde aparecían hombres encima de otros. A pesar del “[…] nefando acto contra natura […]” el oro terminaba en la casa Real de fundición del Darién o en los bolsillos del propio conquistador.
Esta imponente empresa conquistadora le costó a La Corona española la suma de “[…] cincuenta mil ducados; o sea, veinte veces más que la del descubrimiento de América, que costó apenas tres mil ducados; un millón cuatrocientos mil maravedís, más o menos […]”. (Gutiérrez. S.f.)
La tarea era la de “españolizar” a las Indias por medio de los llamados “requerimientos”, que eran leídos a los aborígenes para que se sometieran a los dictados de La Corona, del conquistador y del misionero religioso. Se les pedía las tierras en nombre de Dios y del Rey; y si no cumplían con la descabellada solicitud “[…] se la podían tomar por la fuerza, y a los que la defendiesen matarlos y prenderlos, como lo había hecho Josué con los habitantes de la tierra de Canaá […]”. (L Hanke. 1959)
Jorge Orlando Melo, sostiene que “[…] los españoles hacían expediciones en las que robaban sus bienes a los indios, los mataban y los quemaban y violaban a las mujeres […]”. (Melo. 1992) Los “Requerimientos” eran unos escritos leídos a los indígenas por medio de un notario. Fernández de Oviedo fue el primero en leer el documento a los nativos encontrados cerca de la Bahía de Santa Marta. Los naturales no entendieron absolutamente nada de la intrincada jerga castellana y, por el contrario, respondieron con repetitivas “guazábaras o recuentros”, consistentes en una rociada de flechas embadurnadas de alguna mortecina o de algunas yerbas tóxicas.
Fernández de Enciso, por ejemplo, en 1518, decía que las flechas eran untadas de una hierba tan “[…] ponzoñosa que por dicha escapa hombre que con ella sea herido […]”. El hispano, suponía que quien fuese herido, en menos de cuatro horas, el cuerpo se le llenaba de úlceras y de orugas que lo terminaban degradando completamente. La pretensión de los españoles de inaugurar una nueva sociedad, a punta de Requerimientos seguidos por las armas, siempre fue un intento malogrado. Les fue imposible sostener conversación con quienes “[…] mal pueden comprender su lengua ni valorar su religión, y menos, calibrar sus razones […]”. (Gutiérrez. S.F.) Tal vez porque nunca estuvieron de corazón interesados en dialogar. Algunas veces, a la manera de fábula, los requerimientos eran leídos “[…] a los árboles y cabañas vacías, cuando no se encontraban los indios. Los capitanes murmuraban frases teológicas entre sus barbas al borde de las dormidas viviendas indias, e incluso una legua antes que empezara el ataque y en ocasiones algún estentóreo notario español lanzaba sus sonoras frases detrás de los indios cuando estos huían hacia las montañas […]”. (L. Hanke. 1959)
¡Qué locura! De todas maneras, lo cierto fue que la palmaria empresa de Pedrarias pasó inadvertida en Europa por el descubrimiento de las importantes civilizaciones de México y Perú. Las últimas cambiaron la brújula del ambicioso y apetitoso deseo por las aventuras conquistadoras en el sur del continente.
Los Requerimientos constituyeron la fórmula por medio de la cual La Corona se defendió de los duros cuestionamientos de Fray Antonio de Montesinos en contra de los conquistadores. El fraile desde su púlpito reclamaba el necesario buen trato y la liberación de los esclavos indígenas. Los alegatos de Montesinos quedaron como constancia histórica sobre las atrocidades que estaban sucediendo durante el descubrimiento y la Conquista. Más tarde, Bartolomé de las Casas, fraile dominico, continuaría con esta lucha y, en particular, contra la institución que consolidaba y amparaba la injusticia: las encomiendas.
Los religiosos escribieron en nuestra América las primeras páginas en procura de la defensa de una raza, cuyo único pecado era el haber sido “descubierta”. Sin embargo, nada pudo evitar que los comandantes Fernández de Oviedo, Juan de Ayora, Sebastián de Belalcázar y Rodrigo Colmenares, lograran internarse tierra adentro en busca de fortunas a como diera lugar.
Se sabe que los ancestrales de la etnia Misak (Colombia) fueron una de las afectadas durante la época de la conquista española en América. Fueron ellos lo que decidieron tumbar la estatua de Belalcázar. El episodio se dio en medio de una protesta que se llevaba a cabo por esta comunidad. El alcalde de Popayán -Juan Carlos López Castrillón – de inmediato aseguró que tumbar la estatua de Belalcázar era “un acto violento”. Además agregó que restaurará la estatua y que la volverá a poner en su pedestal, porque “hace parte de nuestra historia”. Según el burgomaestre se trata de la historia de todos.
También un grupo de personajes y de funcionarios del más alto nivel colombiano desaprobaron la protesta indígena y deploraron con repudio la violencia al transgredir un “símbolo histórico”, en una ciudad que es considerada como “multicultural” y, por lo tanto, sus estatuas son patrimonio de todos los colombianos. A manera de respuesta, en un comunicado, el Movimiento de Autoridades Indígenas del Suroccidente colombiano señalaron que a Belalcázar se le había realizado un juicio histórico, en donde se le había condenado por genocidio, despojo y acaparamiento de tierras durante su tránsito por la Nueva Granada.
Lo cierto es que manifestantes en el mundo entero derribaron o derriban aun monumentos de conquistadores, esclavistas, tiranos y genocidas, que a menudo han sido acusados de borrar o de invisibilizar o de tachonar el más verdadero pasado de pueblos. Son aquellos que bajo la fuerza de sus actos han trastocado la memoria histórica tanto en el lejano como en el cercano pasado. De ahí que estemos obligados a esculcar con racional criterio las acciones de aquellos que fueron reconocidos como héroes o ídolos ¿Qué fue en verdad lo que hicieron? Esto comprende el identificar también a sus víctimas cuando la historia empieza a ser contada por parte de los que fueron ofendidos.
¿Cómo podrían las víctimas del racismo y los anti-racistas sentirse felices en una ciudad si en su camino encuentran todos los días una estatua o monumento que reconoce o legitima a quienes han sido esclavistas o que representan a nefastos conquistadores y/o colonialistas? No parece descartable que etas estatuas representan un desafío a quienes cada vez más defienden los derechos humanos y la dignidad de los pueblos. Atravesamos por una nueva dimensión de lucha: la relación entre los derechos y la memoria tanto histórica como colectiva. Se trata de poner en su punto a los próceres o “prohombres” por lo que verdaderamente dijeron e hicieron.
Entre otras cosas, porque, paradójicamente, las mismas comunidades que fueron maltratadas en el pasado lo siguen siendo en el presente. Por lo que es un deber moral replantear una historia escrita y falseada por los poderosos. Hoy negros e indígenas siguen siendo minorías estigmatizadas, discriminadas y desconocidas por el valor simbólico dado en el espacio social y material ofrecido y defendido por los herederos de antiguos opresores ¿Cómo esperar que estas comunidades no se rebelen? Allí dondequiera que emerjan iconoclastas, por mucha razón que observen, siempre provocaran reacciones indignadas de ciertas personas que o no conocen la historia o viven plácidamente en una sociedad que aun los discrimina y envilece. Hasta el extremo que algunos podrían enojarse si tiramos al suelo una estatua de Mussolini o de Hitler.
Es curioso observar que buena parte de los funcionarios, líderes políticos, intelectuales y periodistas que se indignan por la actual “ola de vandalismo” nunca han expresado indignación similar por los repetidos episodios de la violencia policial, racismo, sexismo, injusticia y desigualdad sistémica contra los cuales se dirigen, de una u otra manera, las protestas sociales. En cambio, con seguridad, muchos de ellos estarían bastante dispuestos a derrumbar estatuas de figuras de hombres progresistas o revolucionarios. O de hombres de las ciencias que contradicen su visión ideológica y/o política. Es por eso que se encuentran agradados entre las estatuas y monumentos añejos que resultan intolerables y agobiantes para aquellos que en cualquier momento de la historia fueron sus víctimas. De este modo es que insisten en señalar que no están dispuestos a borrar ningún rastro o figura o estatua o símbolo que represente nuestra historia: ¿Historia de quién? O, ¿De cuál historia se trata?
Lejos de borrar el pasado, la iconoclastia social contra las figuras de conquistadores o colonizadores o racistas entraña la emergencia de una nueva conciencia en la ciudadanía que –así no guste- inevitablemente modificará a la larga al paisaje urbano ¿En dónde empotraremos las estatuas o monumentos de nuestra resistencia indígena ante la ignominia depredadora de la Conquista y Colonia? Las estatuas que hoy predominan celebran el pasado solo de algunos actores desconociendo a aquellos actores primigenios: los pueblos ancestrales. Ese solo hecho legitima la protesta.
Carlos Payares González
Deja un comentario