El modelo democrático liberal que se volvió hegemónico después de la Segunda Guerra Mundial, postula que la fuente de todo poder político reside en el pueblo soberano y que no hay poder aceptable sin su consentimiento. Así mismo, que la representación no es incompatible con la lógica democrática cuando ésta se apoya en el principio de la elección de gobernantes designados libremente por el conjunto de ciudadanos en el marco de un ejercicio competitivo y transparente, a intervalos regulares según lo establezca la Constitución. Por otra parte, si bien los gobernantes disponen de un margen de independencia frente a sus electores, garantizado por la ausencia de mandato imperativo, no es menos cierto que deben permanecer bajo el control de los ciudadanos que tienen el derecho de formarse libremente una opinión y de expresarla bajo distintas modalidades fuera de los momentos electorales, así como a que se les rinda cuentas, ya sea directamente o por intermedio de sus representantes llamados a ejercer el control político sobre el Gobierno. La democracia implica que las decisiones colectivas sean debatidas y para ello contar con espacios de deliberación, entre los cuales las asambleas parlamentarias ocupan un lugar destacado.
El modelo democrático liberal se convirtió en paradigma, incluso cuando la práctica política se aparta sensiblemente del mismo. Sin embargo, al tiempo que se vuelve hegemónico, parece sufrir una erosión que afecta las instituciones políticas y sociales del mundo contemporáneo.
El hecho de que un número creciente de países conozcan en la actualidad fuertes conmociones políticas es un síntoma de que se trata de un problema estructural motivado por múltiples factores entre los cuales vale la pena señalar el aumento de las desigualdades, la exclusión social, la crisis moral, la pérdida de referentes sólidos y un crecente sentimiento de inseguridad. La consecuencia de este estado de cosas es una aguda crisis de representación y la pérdida de confianza en las instituciones y en sus representantes, incapaces de responder a las demandas de la población. Incapacidad que contrasta con la multiplicación de escándalos y la confrontación entre la ética del desinterés en la cual se basa la delegación política y las prácticas de muchos políticos basadas en intereses personales y regidas por la preocupación de mantenerse en el poder para seguir usufructuando de prebendas y privilegios.
Algunos alegarán que estos hechos no son nuevos y qua han caracterizado la historia de la humanidad. Lo nuevo, empero, no es la constatación de estos hechos sino su creciente visibilidad y publicidad las cuales hieren la sensibilidad de los ciudadanos que exigen a los profesionales de la política que sus actos sean conformes con la ética que predican Una cosa es la condena a los actos de los políticos corruptos y otra el rechazo a la política. En realidad, las múltiples manifestaciones ciudadanas que perturban el orden del establecimiento son un claro indicio de su politización así se vean afectadas dichas manifestaciones por la erosión del capital de confianza causada por los comportamientos de sus representantes y la crisis de los mecanismos de integración a la vida política
El rechazo a la crisis de representación que está en la base de la agitación ciudadana se evidencia en una movilización creciente que, a su vez, ha dado lugar a respuestas autoritarias envueltas en un populismo que agita las emociones y obnubila la razón, aproximándose a prácticas cercanas al fascismo que se conoció en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. ¿No decía acaso Mussolini que “el fascismo, además de ser un sistema de gobierno, es también y, ante todo, un modo de pensar”? Un modo de pensar abiertamente antiliberal.
¿Qué hacer entonces para contrarrestar los embates autoritarios, antiliberales y antidemocráticos?
A este respecto la ideología democrática liberal tiene dos respuestas. En primer lugar y para fortalecer un espíritu cívico que regenere el vínculo político que da lugar a una comunidad política democrática, mantener un Estado de derecho que encuadre el ejercicio de la política e impida a los representantes elegidos a liberarse de las normas que fundan su poder. Y, en segundo lugar, restablecer el sistema de contrapesos a fin de allanar el camino a una concepción más exigente de democracia, de transparencia y de rendición de cuentas, teniendo siempre presente el lema de Lord Acton: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Rubén Sánchez David, Profesor Universidad del Rosario
Foto tomada de: La Patria
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