Ardua tarea le espera al ministro del Interior, como al presidente y a todo su gabinete, dado que las tareas pendientes en el país son muchas y el ambiente político para darles buen fin no son propicias. En efecto, no solamente la pandemia entorpece la labor de gobierno: 2021 se anuncia como un año de definiciones en la carrera presidencial y la política electoral comienza a agitarse. En marzo de 2022 serán las elecciones a Congreso y en mayo tendrá lugar la primera vuelta presidencial. En esas condiciones, la atención de la clase política estará dominada por la dinámica de las coaliciones, los acuerdos, las candidaturas y el reparto burocrático.
Una larga lista de tareas pendientes
Ciertamente, el manejo de la crisis sanitaria y económica es la gran prioridad de este año dadas las cicatrices que ha dejado la pandemia y que no terminan de cerrarse. Las vacunas contra el covid-19 han dejado entrever una luz de esperanza, pero no aportarán más que un alivio a una situación que depende de una frágil recuperación económica en un entorno cada vez más desigual, expuesto a la balcanización de la economía mundial, el auge de autoritarismos populistas, la amenaza del desempleo tecnológico y el cambio climático. En Colombia, estos factores han adquirido especial relevancia por la ausencia de una política estatal con visión de futuro y por una dirigencia política inferior a la altura de sus responsabilidades, dividida e indecisa.
Uno de los grandes retos siempre presentes en la agenda política del país es el de una reforma tributaria que permita equilibrar las finanzas del Estado y mejorar las condiciones de vida de los colombianos. Anunciada para finales de 2019, la reforma sigue pospuesta debido a los enfrentamientos que se dan en el más alto nivel. El presidente y el sector privado se han mostrado indecisos, mientras la mayoría de economistas del país, incluyendo el ministro de Hacienda, consideran que prolongar la reforma agrava la crisis y pone en riesgo la inversión. Sin embargo, tampoco hay acuerdo entre estos últimos sobre el tipo de reforma tributaria que se necesita. Para Alberto Carrasquilla el problema fundamental es el incremento de la deuda pública que alcanza el 50% del PIB. Su solución es mejorar el financiamiento fiscal mediante una expansión del IVA a la canasta familiar para reducir radicalmente el déficit fiscal en 2021. Para otros expertos, como Salomón Kalmanovitz o José Antonio Ocampo, el problema central es el colapso de la demanda agregada frente a un sector productivo que también ha sufrido los efectos de la pandemia, aunque menos que los hogares que consumen sus productos, por lo cual la política fiscal debe ser más expansiva, como lo han hecho otros gobiernos, y centrarse en eliminar la extensa cantidad de beneficios tributarios que existen en nuestra legislación.
Desde luego, el debate sobre la reforma tributaria va en línea con los de las reformas laboral y pensional, así como con la reducción del trabajo informal y de propuestas como el trabajo por horas, la implementación de un salario mínimo por regiones que se definiría con base en variables como la productividad y la competitividad de cada lugar; en pocas palabras, fundamentadas en elementos relacionados con la visión social del país, inseparables de un modelo económico que fomenta prácticas corporativistas, favorece la gran propiedad y privilegia una actividad minera que no logra reducir el déficit externo.
Un dato que no se puede perder de vista es la desigualdad en un país donde crecen las cifras de población sumida en la pobreza y la indigencia que alimentan la informalidad como única opción de generar algún tipo de ingreso. La crítica situación económica ha frenado la movilidad social agravando otro factor que tiene hondas repercusiones en la vida de los colombianos: la inseguridad que no solamente afecta a las poblaciones urbanas sino, y sobre todo, a las gentes del campo.
La anhelada paz de los colombianos sigue esquiva, alimentada por todas las formas de violencia. La tierra prometida al labriego sigue invisible. De los ocho millones de hectáreas abandonadas por cuatro millones de campesinos desplazados tan solo han sido devueltas 340.704 hectáreas a 45. 460 personas. Las amenazas de que han sido objeto por parte de grupos ilegales los habitantes de El Salado, donde se perpetró hace veintiún años la matanza que llenó de horror la historia de Colombia, son una muestra de que las muertes de líderes sociales y desmovilizados de las guerrillas no son hechos aislados y que la magnitud del desafío que enfrentan el Gobierno y la nación entera constituye un reto mayor que pasa por el desarrollo del campo sobre bases diferentes al fomento de la agroindustria que compagina con la gran propiedad y convierte al campesino en peón pagado con salario diferencial para el campo y enganchado por días. Convendría más poner los ojos en los proyectos alternativos que impulsan los excombatientes y apoyar la economía campesina que representa el 90 por ciento de la población rural. La experiencia ha demostrado que uno de los mecanismos que impulsan la economía es la inversión en obras públicas. En Colombia se han privilegiado proyectos costosos centrados en “megaobras” codiciadas por actores corruptos. Buena parte de esa inversión merece dirigirse hacia proyectos más modestos que mejoren las condiciones de poblaciones rurales que carecen de buenas vías de comunicación.
Los altos índices de violencia en las zonas rurales se asocian con la actividad del narcotráfico culpable también de la deforestación. Sin duda, tal como lo han evidenciado investigaciones de la Fuerza Pública, la acción de grupos criminales que buscan el control territorial en ciertas zonas del país da cuenta de la expansión de áreas cultivadas con coca y de prácticas delictivas que la pandemia ha favorecido. Para luchar contra la economía de la coca, el Gobierno, atendiendo las indicaciones de las autoridades estadounidenses del Gobierno Trump ha pensado en volver a la fumigación con glifosato, pasando por encima de las órdenes de la Corte Constitucional que estableció mediante el auto 387 de 2010 el respeto por el punto 4 del Acuerdo de Paz el cual prioriza la sustitución voluntaria. ¿Mantendrá esta política ahora que el presidente Biden piensa imprimir un giro a la política represiva de su antecesor y regresar a la senda climática? ¿Se seguirá haciendo énfasis en la actividad de los narcotraficantes pera explicar la deforestación del país o se pensará que esta situación se debe también a traficantes de maderas tropicales, a la minería ilegal y a la extensión de la frontera agrícola que cambia selva por maderables destinados a producir papel o a criar ganado?
La protección del medio ambiente se ha convertido en una prioridad que conduce a la consolidación de alternativas productivas, a la coordinación con autoridades locales y a tener en cuenta a poblaciones étnicas celosas de la conservación de sus territorios. Este giro implica también no apartar la vista de situaciones que comprometen la seguridad de territorios fronterizos. Conocida es la situación que se vive en la frontera con Venezuela cuando se menciona el tema de la migración. Sin embargo, y según datos de la ONU, Colombia forma también parte de una de las rutas más grandes de migración rumbo a Estados Unidos y Canadá, la cual pasa por el Urabá antioqueño y chocoano, zona que prohija también la trata de personas, el contrabando y el tráfico de armas. Estos hechos no pueden ser atendidos sin la colaboración de otros países lo cual implica que el Gobierno debe desarrollar una política exterior muy dinámica si quiere ser protagonista de las decisiones que en ese campo se tomen.
Resumiendo, la agenda política del país debe atender temas complejos que requieren un gran esfuerzo mancomunado de las fuerzas vivas de la nación y, en primer lugar, de sus representantes políticos. Desgraciadamente, empero, parece que el engranaje no está aceitado para hacer frente a la situación porque otros son los desafíos que atraen la atención de la clase política.
2021: un año de obsesiones electorales
En el mundo de hoy, el ciudadano medio visualiza la política como algo distante y remoto, un mundo plagado de comportamientos egoístas y estratégicos en el que no tiene capacidad de acción. Es, tal vez, una idea exagerada y distorsionada de la realidad, pero no absurda. El comportamiento de los políticos da pie para ello y la dinámica que mueve al mundo político hoy en Colombia es un buen ejemplo.
Mientras el país afronta un segundo pico de la pandemia que lo tiene sumido en una situación difícil, sectores políticos tienen su mente concentrada en las posibles alianzas para las elecciones nacionales de 2022 y adelantan reuniones, promueven diálogos y proyectan acuerdos políticos. La agitación ha llegado a tal punto, que varios analistas políticos consideran que la carrera por la presidencia será el hecho político más importante de este año. Ello se explica, en parte, porque, contrariamente a otras veces, lo que prima para la mayoría de los partidos y movimientos políticos es la incertidumbre. Lo único claro es que ninguna fuerza tiene asegurado su puesto, lo que ha impuesto la lógica de las coaliciones, de las que varios líderes influyentes halan ya.
Uno de los primeros en reconocer la situación fue el expresidente y jefe del Centro Democrático, Álvaro Uribe, quien ha calculado que podría perder la mitad de sus actuales senadores y buena parte de representantes, por cuenta del proceso judicial en su contra y de las críticas al presidente Duque, su pupilo. Esta circunstancia llevó a que algunos de sus copartidarios lanzaran la idea de que su hijo Tomás Uribe se presente como cabeza de lista al Senado para, de esta manera, evitar una estruendosa derrota. La propuesta, empero, no ha sido acogida por otros miembros del partido que no han descartado, incluso, competir en una consulta con otros sectores políticos. En la lista figuran especialmente los nombres del ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, Paloma Valencia y Paola Holguín.
Otro aspirante a la Presidencia, el exgobernador de Antioquia, y excandidato presidencial, Sergio Fajardo, también ha reconocido que las alianzas son importantes, pero no ha definido su campo.
Una de las razones que explican el interés por las alianzas y coaliciones es la crisis de liderazgo que afecta, en particular, al otrora poderoso Partido de la U, al Partido Liberal y a Cambio Radical.
En la izquierda el senador Gustavo Petro ha dejado ver sus intenciones de buscar la presidencia en 2022, pero la misma está sacudida por posiciones irreconciliables y las divisiones, mientras Petro afronta dificultades para sumar aliados.
En medio de la gazapera que protagonizan los distintos sectores y tendencias políticas, el partido Alianza Verde se presenta por el momento como un posible partido paraguas que acoge diversos disidentes que aspiran a ser precandidatos presidenciales, lo que no contribuye a aclarar el panorama.
En este caleidoscopio de fichas que se mueven de un lado para otro, solamente dos agrupaciones parecen conservar sus adeptos: en primer lugar, el Partido Conservador que controla buena parte de la burocracia nacional y, en segundo lugar, los partidos surgidos de sectas evangélicas.
Mucho se habla hoy en Colombia del “centro”, pero nada se sabe se sus límites ideológicos ni de su programa u objetivos. Se habla de alianzas para derrotar al uribismo y de posibles candidatos, pero no se ha dicho cómo serán escogidos los candidatos a ocupar la primera magistratura. Obviamente, por el momento nada está escrito y es difícil predecir lo que se avecina, pero mientras tanto el país sigue a la espera respuestas concretas a tareas que no admiten más dilación, so pena de devolvernos en el tiempo.
Rubén Sánchez David
Foto tomada de: Pulzo
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