Enfoque donde, palabras más, palabras menos, la filósofa alemana nos invita a dejar de buscar a grandes monstruos, o temibles bestias para explicar la ocurrencia de los más graves crímenes de la humanidad; si no que, por el contrario, nos convoca a rastrear como estos crímenes horrendos ocurren en el marco de las más corrientes características humanas, a indagar incluso cómo en las frivolidades de diversos actos y la liviandad de muchos fines, personas común y corrientes terminan involucradas en oscuros episodios, cometiendo dantescos delitos que aterran más por ser producto de un acto deliberado del raciocinio humano, que por los instintos salvajes de un feroz animal.
Intentar explicar cómo muchas de las más despiadadas violaciones a los derechos humanos no se cometieron por un retroceso a nuestra animalidad; cómo los crímenes más condenables no son el resultado de instintos primarios que redujeron a hombres a convertirse en bestias sin control, sino que, todo lo contrario, son producto de la interiorización y despliegue cotidiano de prácticas absolutamente humanas, civilizadas.
Prácticas desarrolladas fruto del raciocinio empresarial imperante que, bajo los valores de una sociedad de mercado, hemos transmutado a nuestros más simples comportamientos familiares, sociales, culturales y políticos. Cómo en el cimiento de los más severos crímenes hay de todo, menos inhumanidad o irracionalidad y, por el contrario, lo que subyace es ese sentido común neoliberal donde, como dijo Michael Foucault: los hombres se convierten en empresarios de sí mismos. Cómo en esa ansiosa carrera por la calidad, por alcanzar el éxito, en medio de un desesperado culto al individualismo, se forman seres altamente competitivos, incluso para causar masiva y eficientemente la muerte del prójimo.
Los aterradores asesinatos de miles de personas inocentes, a lo largo y ancho del país, a manos de miembros del Ejército Nacional, no se corresponden con lo que solemos afirmar para explicar este tipo de actos crueles y masivos: una excepcional mentalidad sádica o psicópata, o unas estructuras malignas sin límite, ni conciencia, que perseguían un fin, una intención sanguinaria estructural, un mal radical. Todo lo contrario, no se trata en este caso de algunos monstruos que pudieran configurar un destacamento de bestiales asesinos; sino de millares de personas “normales”, miembros de una institución creada para brindarnos protección y seguridad, como el Ejército Nacional. Militares que ejecutaron planificada y eficientemente a miles de jóvenes de su misma clase y condición social, bajo un modelo de gestión por resultados, donde se contabilizaban diaria y semanalmente, en hojas de cálculo de Excel, las metas, los logros, los positivos proyectados en un PowerPoint, y reportados milimétricamente por cada brigada, por cada batallón, por cada unidad militar. Un modelo de calidad que evaluaba con cifras mensuales los aportes a la gestión de esa empresa que producía muertos con una banalidad pasmosa, tan pasmosa como el nombre con el que se calificaron estos crímenes contra la humanidad, por parte los medios de comunicación masiva: “Los Falsos Positivos”.
La banalidad hecha palabra: el absurdo origen del término falso positivo
Cuando nombramos un crimen como monstruoso, como bestial, como inhumano, en el fondo lo que estamos expresando es que son situaciones tan aberrantes, que nos desbordan, que superan a nuestra capacidad de asimilarlos y analizarlos y, a la vez, que sacándolos del ámbito de lo que puede llegar a cometer un ser humano, nos tranquilizamos atribuyéndolos a unas salvajes bestias. Pero ante el hecho innegable de que quienes participaron en estos actos criminales tan abominables no fueron dos, o tres, o cinco monstruos, demonios, o manzanas podridas; sino más de dos mil miembros de una institución como el Ejército Nacional, a quienes hemos entregado el uso privativo de las armas para que nos cuiden y defiendan, las explicaciones inhumanas tambalean, junto a nuestras más íntimas fibras éticas, y nos enfrentan al terror de nuestra propia naturaleza, a mirarnos al espejo para descubrir los ojos temerosos de las verdaderas bestias.
En el libro “La Genealogía de la Moral” Nietzsche rastrea el origen y el juicio de la palabra “bueno”, que en la antigüedad, no se refería a una cuestión ética o moral. Los buenos eran los poderosos, los nobles, los superiores, los que tenían el poder del lenguaje, de la palabra, de nominar qué o quién era bueno o malo, y por eso los buenos, decía Nietzsche: “siempre somos nosotros”, en contraposición a los vulgares, a los plebeyos, a los inferiores.
Hoy ese poder de nominar el “bien” subsiste, el poder puede, por ejemplo, eliminar la palabra “conflicto armado” e imponer otra palabra más funcional a sus fines: “amenaza narco-terrorista”; y por eso se sigue dividiendo la sociedad entre “los buenos y los malos”, se nombra al otro como terrorista, o como desechable y, en nombre del bien, de los derechos humanos, o de la democracia, se decide, planea y ejecuta su eliminación, su “limpieza social”. Y en caso de errores insalvables traducidos en graves crímenes, que solo lo son, porque son descubiertos públicamente, el poder se da sus mañas para nominarlos con ambigüedades, con palabras banales, como los falsos positivos.
Por eso para enfrentar de verdad este oscuro episodio e intentar superarlo, debemos empezar por nombrar estos abominables crímenes bajo su verdadera dimensión, como crueles y despiadados asesinatos de personas indefensas, a las que se eliminó física y moralmente, ya que fueron ejecutados y presentados como delincuentes dados de baja en combate, y sus cuerpos, su dignidad y su memoria embutidos en bolsas de plástico y enterrados como escombros. Y todo esto obedeció a planes premeditados, empresarialmente diseñados, por medio de tácticas de engaño para ser reclutados, transportados y vendidos a una unidad militar que los asesinó a sangre fría, por lo que fueron, además, víctimas de otro aberrante delito, la trata de personas, un episodio de esta película de horror que nadie toca, que ni se nombra en los medios de comunicación, ni por parte de las autoridades, pero que es un delito sin el cual este engranaje, este modelo empresarial, no hubiera podido funcionar.
Hay que observar detenidamente qué hay debajo del lenguaje, y cuestionar las mentiras para no caer en la trampa de quienes nos dicen, con la misma pasmosidad, que no hay ciudadanos, ni seres humanos, sino clientes; y de esta forma nos nublan los derechos; o que no hay crueles asesinatos de inocentes, sino falsos positivos, cometidos contra seres que, de entrada, nos han dicho que son indeseables, o peor, desechables. Y así, con eufemismos nos van construyendo un mundo banal donde nos insensibilizan, para que no nos duela lo que pasa.
La banalidad de las cifras: el vulgar debate cuantitativo de los homicidios
Sumado a la potestad de banalizar las palabras que no le son útiles o funcionales al poder, o de nombrar al otro como “malo”, como “desechable”, como indeseable para la sociedad y justificar de esta manera su eliminación; está el poder de desviar, de ignorar las grandes discusiones éticas, los debates fundamentales frente ante los graves crímenes, fortaleciendo de esta forma la deshumanización frente a la tragedia de las víctimas. Víctimas que terminan convertidas en una cifra que, además, hacen entrar en disputa, convirtiendo una discusión sobre el horror de crueles asesinatos, en una banal discusión cuantitativa.
De la actual investigación de estos graves y masivos homicidios por parte de la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP; fruto de una rigurosa contrastación de los distintos informes recibidos, versiones libres y demás colaboraciones en la búsqueda de la verdad judicial, se ha llegado a una macabra conclusión, que: entre 2002 y 2008 aproximadamente 6.402 personas fueron asesinadas para ser presentadas como bajas en combate en todo el territorio nacional. Y si bien la cifra da cuenta de la masividad y sistematicidad, esta es accesoria al análisis de lo importante: los crímenes cometidos, la forma en que fueron ejecutados, y quienes son los responsables.
Pero la respuesta del poder ante esto fue tan banal, como indignante: “No fueron 6.402, fueron 2.000” gritaron encolerizados. Un debate cuantitativo que inyecta el mensaje de que no hablamos de personas asesinadas, sino de cosas desechadas, y que los “malos”, en este caso la JEP (Al que llaman tribunal de impunidad) y las organizaciones de víctimas (las enemigas ideológicas de la seguridad democrática), han inventado más falsos positivos, para atacar a los “buenos”.
Es por lo menos curioso, por no de decir aterrador (porque a la inmensa mayoría de colombianos no les aterra), que el debate sobre el comunicado de la JEP, sobre las monstruosas ejecuciones extrajudiciales, se haya centrado en que no son 6.400 “falsos positivos”, sino 2.000. Esto debe hacernos reflexionar hasta donde hemos caído en el valor y el lugar que damos a la vida humana, ya que un solo caso de estas dimensiones sería motivo de alarma, de estupor y de rechazo radical en una sociedad decente, con valores y mínimamente ética. Pero nos han reducido el debate a una discrepancia de cifras, porque saben que somos ya una sociedad de mercado, que cuantificamos todo por el lucro, por lo económico, que incluso cuantificamos la vida, pero también la muerte.
Por esto las madres de Soacha, quienes han tenido que soportar el dolor de su pérdida en medio de tanta indolencia, desprecio y engaños por parte del Estado, han acuñado la mejor descripción de estos viles procedimientos al sentenciar que sus hijos no son cifras, y que no murieron por el conflicto armado, fueron víctimas inocentes de una “guerra de mentiras”.
La banal búsqueda del éxito: la competencia y la gestión por resultados
Hannah Arendt, nos dice que nosotros estamos acostumbrados a pensar que quien hace el mal tiene motivaciones malignas profundas. ¿Quién es malo?: el que obra bajo los designios de la maldad. Pero la motivación en el mal puede ser de la más radical banalidad, por ejemplo: asesinar personas por conseguir un permiso para ir el fin de semana a ver a la familia, o ganarse un viaje a Cartagena o San Andrés, por ser el empleado del mes, el que más muertos en bolsas de plástico empacó, en tiempo récord, al servicio de esa empresa exitosa llamada Ejército.
No busquemos los designios de un mal radical, ni estructuras monstruosas atrás de los aterradores crímenes masivos, busquemos mejor que tienen que ver los planes empresariales que diseñan burócratas en oficinas, se estipulan en directivas, y se ejecutan por seres que, en palabras de Arendt, se niegan a pensar más allá de sus mediocres ambiciones, metas y proyecciones. Planes, metas y logros que se plasman en cuadros de Excel, en los que se hace seguimiento a la gestión por resultados, a la mejora continua de ese producto de convertir seres humanos en cadáveres, en bajas en combate.
Miles de ejecuciones extrajudiciales cometidas por el Ejército responden a un plan empresarial que se ejecutó (literalmente) en todo el territorio nacional, con un método específico de gestión humana, que incluía aspectos logísticos desplegados en actividades de reclutamiento, engaño y montaje de escenarios falsos de combate y, que luego, eran plasmados en los instrumentos de gestión por resultados, bajo una orientación de competitividad, eficiencia y calidad, que llevó a la entrega de incentivos positivos para motivar al capital humano (los verdugos) que iban desde ascensos a altos grados militares, hasta banalidades como permisos, vacaciones, bonificaciones, felicitaciones e, incluso, raciones de comida extra. O incentivos negativos por no presentar bajas (muertos), que iban desde el señalamiento diario en batallones de los fracasados, el estigma público de no estar en las listas del éxito, hasta la eliminación del militar ineficiente, por medio de solicitar su baja de la institución cuando su ética, su piedad, o su temor a cometer un crimen, se convertían en un obstáculo que afectaría gravemente los resultados operacionales de los positivos a reportar.
Hacia un modelo gerencial para gestionar la muerte
Partamos de una primera, dura, pero necesaria afirmación pragmática: La guerra es para matar y cuanto más y eficientemente se mate, mejor. El origen del Derecho Internacional Humanitario, o Derecho de la Guerra, parte de esta inclemente verdad, y por eso intenta suavizarla con paños de agua tibia jurídica, el horror de las confrontaciones y los daños a la población civil, ya que la única solución definitiva a la guerra es la no violencia, ni siquiera la paz. De ahí que cualquier modelo destinado a potenciar la eficiencia, la eficacia y la calidad de producir muerte, chocará con este pragmatismo esencial.
El conjunto de normas de control y de gestión de calidad establecidas por la Organización Internacional de Normalización (ISO) tienen su origen en el siglo XIX con la Revolución Industrial, donde se impuso la necesidad de producir cada vez más y mejor. Pero su desarrollo integral se dio gracias a la primera guerra mundial (1914-1918) donde la guerra y la industria privada se fusionaron para potenciar la producción en serie de armamentos y equipos para las hostilidades, lo que derivó en la construcción de un conjunto de normas para estandarizar o normalizar la producción de los elementos y los productos para la guerra.
El primer organismo dedicado a la normalización fue la NADI (Comité de Normalización de la Industria Alemana), que nació en 1917, en Alemania, y que comenzó a emitir normas bajo las siglas DIN (Norma de la Industria Alemana), y en 1926 cambio su nombre por el de DNA (Comité de Normas Alemanas). En 1940, en medio de la segunda guerra mundial, el Comité Alemán define la “normalización” como: “las reglas que unifican y ordenan lógicamente una serie de fenómenos”, la normalización como una actividad colectiva orientada a la solución de problemas repetitivos.
Y no fue casual que el principal problema creado y promocionado por los Nazis, fuera el problema judío, pueblo al que se le atribuyó la responsabilidad histórica sobre todas las dificultades y angustias de Alemania, bajo una premeditada inyección de odio a la sociedad entera. Odio hábilmente capitalizada políticamente por Adolfo Hitler, que bajo el calificativo de “cucarachas o bacterias”, despojó de derechos, y luego de humanidad, al pueblo judío. De esta forma se diseñó, estructuró y ejecutó un plan industrial para eliminarlos: “La Solución Final”, que desplegó todo un modelo gerencial por medio del cual se capturó, transportó, almacenó y ejecutó eficientemente a más de 6 millones de judíos en un periodo récord de dos años.
Seres humanos convertidos en cucarachas, fueron literalmente, atrapados y encerrados industrialmente en edificaciones construidas a imagen y semejanza de cualquier fábrica, y posteriormente fumigados serialmente con un gas venenoso, el Zyklon B, y en nombre del bien de la humanidad, de la purificación de la raza humana, los nazis montaron esa industria de muerte, esas fábricas de cadáveres, como las denominó Hannah Arendt, llamadas campos de concentración y de exterminio, como Auschwitz.
En la primera mitad del siglo XX, los comités de normalización se expandieron por todo el mundo industrializado, lo que llevó en 1926 a coordinar trabajos y experiencias bajo la Federación Internacional de Estandarización (ISA), que después de la Segunda Guerra Mundial se sustituyó por la Organización Internacional de Estandarización (ISO), con sede en Ginebra y dependiente de la ONU.
La satisfacción del cliente: la lógica de inexistencia del ciudadano y la ambiegüedad de los derechos humanos
El Ejército Nacional se rige por las normas: ISO 9001 y las Normas Técnicas de Calidad en la Gestión Pública (NTCGP 1000), que fueron reglamentadas por la Ley 872 de 2003, y el Decreto Reglamentario 4110 de 2004, diseñadas para que las entidades del Estado Colombiano implementen el Sistema de Gestión de Calidad y, de esta manera, desarrollen una verdadera eficiencia administrativa, dirijan y evalúen el desempeño de sus “recursos humanos”, asegurando el éxito corporativo, para la satisfacción de sus “clientes”.
Sobre el desprestigio de lo político, suena bastante bien que lo público sea asumido con perspectivas empresariales, que al frente de los procesos estén gerentes con visión empresarial y no populistas demagogos. El problema empieza cuando al analizar la palabra cliente, entendemos que “clientes” no somos todos, ya que una empresa considera cliente a aquel que puede pagar por un servicio, y si no hay capacidad de pago, no hay condición de cliente.
Un restaurante, por ejemplo, con altos niveles de calidad en sus productos, considera clientes a quienes tienen la capacidad de pago por sus ofertas alimenticias, y quienes no tienen capacidad de pago son excluidos de esta condición, solo podrían entrar al restaurante en la condición de “recurso humano”, de herramienta de producción. Pero aún hay más, si la exclusión de la condición de “cliente” llega al punto que niega la condición de ciudadanía e, incluso, la condición de humanidad, la exclusión es total, el terreno del restaurante está vedado, se les prohíbe la entrada, son indeseados, despreciados.
Esta situación, que día a día podemos observar en los restaurantes de “calidad” de las zonas rosas, o sectores exclusivos de cualquier ciudad de Colombia, donde los pobres ni sueñan en entrar a pagar por un almuerzo que les costaría lo que les vale un mes de arriendo, y donde los habitantes de la calle, o denominados vilmente “desechables”, cuando se asoman hambrientos a través de los gruesos vitrales que protegen las mesas, son muchas veces retirados violentamente por la policía, que cumple su función de proteger a la “gente de bien” de estos fastidiosos y mal olientes visitantes.
El traslado de las lógicas empresariales al mundo de lo público ha sido un fenómeno aceptado, interiorizado y poco analizado a la luz de las terribles consecuencias que ha causado. Palabras como eficiencia, competitividad o calidad no son conceptos inofensivos, inocentes; al instalarse en la cotidianidad e imponerse como estándares en diversos espacios, han configurado un proyecto de sociedad, una naturalización frente a la deshumanización de frías estadísticas que hay que cumplir para destacarse, para escalar, para competir, sin importar las consecuencias.
Sectores públicos y entidades tan esenciales para la vida en común, cuya misión es el desarrollo para todos de políticas sociales como la educación, la justicia, la seguridad, o los mismos derechos humanos, han sido reducidos a modelos industriales, a fábricas de productos, a empresas de servicios. Entidades sometidas y calificadas bajo unos estándares de calidad que hemos normalizado, aceptado sin reparos, y que terminan condicionando y modificando la forma en que entendemos lo público, hoy reducido al segmento de mercado en el cual se satisfacen clientes.
¿Qué proyectos políticos e ideológicos soportan los estándares de calidad que se aplican al sistema educativo, a las entidades de defensa de los derechos humanos, a las ONG, al ejército o la policía, a la justicia, a las instituciones sociales? Y ¿qué consecuencias ha traído estandarizar funciones sociales en el marco de un país multi étnico y pluricultural, lleno de situaciones de inequidad y desigualdad, donde son los más vulnerables, las víctimas de violaciones a los derechos humanos?
La respuesta es la mercantilización de los derechos ciudadanos bajo instituciones donde ya no se garantizan derechos humanos, sino derechos de consumidores, de clientes de supuestos servicios “públicos”; donde se mide la calidad de los jueces, no por el sentido de justicia en la sociedad, sino por el número de sentencias proyectadas al mes en una tabla de Excel, por lo que ahora se los llama operadores judiciales; donde la convivencia ciudadana se evalúa y mejora en función de cuantos muchachos al mes ha capturado la policía; donde la educación no se mide en valores para vivir en comunidad, sino en competencias que exaltan el egoísmo y el individualismo; donde la salud hoy es un producto igual a un par de zapatos, donde el cliente que más tenga con que pagar, accede o no a un insumo médico o a una cita con un especialista, a través de esa exclusión que de frente que hace el mercado, llamada medicina prepagada; donde la seguridad democrática fue medida por el número de bajas, de muertos mensuales proyectados gerencialmente en un batallón para satisfacción de sus clientes.
¿Quiénes son los clientes del Ejército?
El Ejército de Colombia funciona bajo modelos gerenciales de calidad y mide su servicio prestado a través de estadísticas que se expresan en datos positivos o negativos, con los cuales dan a la Institución unas herramientas para sus planes de mejora, para ser más competitivos y para fortalecer sus políticas de satisfacción a los clientes. Bajo estos modelos se denomina “calidad” al proceso de movilizar a la organización con el fin de que haga lo indicado para complacer a los clientes y lograr así tener una ventaja competitiva. Pero: ¿Quiénes son los clientes del Ejército?
Como en cualquier empresa, que es en lo que convirtieron al Ejército y demás instituciones públicas, hay un sector del mercado social que son los clientes; otro sector que cumple la función de proveer herramientas de producción, el recurso humano; y otros son la materia prima, que la empresa, bajo un proceso industrial y gerencial convierte en productos, en mercancías para satisfacción del cliente.
De esta forma, al igual que en los restaurantes de calidad, en el Ejército hay personas incluidas, no como clientes, sino como herramientas de producción, como recurso humano generalmente reclutado en barrios pobres o zonas rurales del país. Otros parcialmente excluidos por su condición o entorno de pobreza, pero con la posibilidad de ascenso para poder tener la calidad de clientes en un futuro. Otros totalmente excluidos de la condición de clientes, y por consiguiente de la condición de ciudadanos e, incluso, de seres humanos, por eso no gratis se los llama, en muchos sectores: “desechables”.
De ahí que los “clientes” van a ser aquel sector de la población, generalmente clase media, media alta, y alta, capaces de convertirse en lo que conocemos como “opinión pública”, y cuyo grado de satisfacción se mide en encuestas. Y una última categoría es el producto que se ofrece a ese usuario, a esa opinión pública, a esos clientes ávidos de consumir en noticieros, portadas de revistas, noticias radiales, redes sociales y hasta en memes, aquella mercancía llamada “muertos”; cadáveres empacados al vacío en bolsas de plástico, y que son la razón por la que los clientes votan por la guerra, y dan su aprobación en los sondeos de opinión pública, para satisfacer su deseo de venganza, descargando así todos sus problemas, frustraciones y ansiedades sobre los narco-terroristas muertos.
El problema mayor se presenta cuando, en una sociedad de mercado, en donde todo es mercancía, y todo se guía por el concepto de rentabilidad individual, los que no tienen pudor, ni valores, se dan el lujo de comprar seres humanos, y otros, de venderlos.
Seres humanos devaluados en ese mercado social, como los llamados “desechables”, los drogadictos o simplemente los pobres; y en esa lógica son los corruptos quienes adquieren ventajas sobre los demás, y se tornan exitosos. Fue así como se llegó a utilizar a miles de humilde civiles y, en un teatro de operaciones nacional, presentarlos como bajas en combate, para satisfacer a unos clientes que, en últimas, aprobaron con su indiferencia y financiaron con sus impuestos estos asesinatos de inocentes. Y que aún hoy, destapado un horroroso escándalo que hasta ahora involucra 6.402 víctimas, no reaccionan ante el infierno, y lo banalizan tal vez pensando que los falsos positivos, a lo mucho, son un producto defectuoso que les entregó el Ejército, vendido en medio de una especie de publicidad engañosa.
Hasta que apareció un servicio no conforme: se destapa el escándalo
Entre los años 2006 y 2008, la aplicación de los estándares de calidad y la gestión por resultados rendía sus frutos, los positivos operacionales se producían y crecían semana a semana, mes a mes exponencialmente. Nunca antes la institución había llegado a unos niveles de producción de positivos operacionales tan altos, el éxito, la competitividad, la eficacia y la calidad de la empresa militar eran innegables, por lo que los premios, los ascensos, los reconocimientos, la moral militar iban también en alza. Hasta que en septiembre de 2008 se empezó a derrumbar la fábrica de muertos en combate, el descubrimiento de fosas comunes en Ocaña, Norte de Santander desnudó el macabro montaje: en un municipio como Soacha, Cundinamarca, y una localidad como Simón Bolívar, en Bogotá, poblados vecinos y que comparten una historia de exclusión y miseria, que nacieron ambos fruto de la llegada de víctimas de las diversas violencias del país, se escucharon los gritos de madres desesperadas.
Jóvenes humildes, sumidos en la pobreza, que salieron de Soacha y Ciudad Bolívar, a un largo viaje de cerca de 12 horas de camino y a más de 500 kilómetros de sus necesitados hogares, algunos con la ilusión de volver a comprarle un rancho a sus mamás, fueron torturados y asesinados por otros jóvenes humildes, distinguidos tan solo por el uniforme del Ejército, y que los mataron con la ilusión de ganarse una bonificación, tal vez, para comprar, de igual forma, un rancho para sus mamás.
Estalló un escándalo que enfrento la palabra de las madres de Soacha y Ciudad Bolívar, afirmando que sus hijos muertos no eran guerrilleros, contra la palabra del Presidente de la República y de toda una institución como el Ejército, que los señalaban como criminales dados de baja en combate. En este marco se da la famosa frase del Expresidente Uribe de: “los jóvenes desaparecidos de Soacha fueron dados de baja en combate, no fueron a recoger café, iban con propósitos delincuenciales”, pero ante las contundentes evidencias de los asesinatos a sangre fría, se plantó el concepto en los medios de comunicación de “falsos positivos”, presentados por el Presidente Uribe y el Ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, como errores o fallas en el servicio, cometidos por algunas manzanas podridas del Ejército.
Como afirmó el entonces personero de Soacha: “Estos crímenes permitieron mostrar unos resultados por parte de la fuerza pública dando de baja a personas consideradas como indeseables por la comunidad”
¿Qué pasó con el Sistema de Gestión de Calidad del Ejército una vez descubierta la ejecución de las ejecuciones extrajudiciales? Pues que, en el mes de junio de 2009, el Ejército fue certificado, sin problema, por el INCONTEC, por demostrar ser una entidad altamente competitiva. Dicho certificado se concedió bajo los lineamientos de la norma NTCGP 1000: 2004 e ISO 9001: 2008, con el reconocimiento por la calidad en el direccionamiento estratégico, la misión cumplida y el control efectivo de las políticas de esta institución, con el fin de defender la soberanía, la independencia, la integridad territorial y el orden constitucional de la Nación.
Para el ICONTEC, la obtención del certificado refleja el compromiso del Ejército frente al fortalecimiento de las instituciones gubernamentales, el esfuerzo constancia y perseverancia para poder llegar a este nivel. Y el reto al que se enfrenta día a día para confirmarle a los ciudadanos colombianos que la institución está preparada para responderle al país y al mundo con un sistema de gestión de calidad, para ser cada día más eficiente en los procesos. (Ejército Nacional 2009).
A manera de epílogo
No hemos mejorado en los últimos años los índices de violencia, ni tenemos más derechos, ni vencemos la miseria, la inequidad y desigualdad social, pero las instituciones si son altamente certificadas y pasan holgadas las evaluaciones de calidad, entonces: ¿Qué está pasando?
La calidad que se nos ha vendido, descansa sobre un proyecto de sociedad vacío, sin fondo y sin ética que lo sostenga. Más allá de los resultados mensuales, medibles y concretos, no hay lugar para el desarrollo de principios éticos y comunitarios, estamos avasallados por el éxito y el lucro personal, que es la zanahoria que pende de la cuerda, para que arrastremos ansiosos esa carreta llena, muchas veces, de crímenes que no vemos, porque todo está hecho para solo veamos y deseemos la zanahoria, zanahoria a la que creemos llegar en cada paso, pero lo paradójico es que si damos un paso hacia ella, la zanahoria se desplaza con nosotros, alejándose, muy descriptiva fábula de la sociedad de consumo, donde cuando logramos, por ejemplo, comprar el Iphone 5, sale el 6, compramos el Iphone 6, y sale el Iphone 7, y asi sucesivamente, arrastramos la carreta del éxito que no nos lleva a ninguna parte.
En un Estado Social de Derecho deberían primar los derechos de los excluidos, los marginados, los vulnerados, las víctimas, pero lo social visto desde este dañino enfoque de calidad, termina reproduciendo las expectativas del empresariado, de la sociedad de consumo, donde esos excluidos, marginados, vulnerados o victimizados, ni siquiera son los verdaderos clientes de la política social, sino que terminan siendo cosificados, numerados y embutidos en una tabla de Excel, en una presentación de PowerPoint, instrumentalizados para dar cuenta de cómo, la fábrica de derechos humanos, la industria de la justicia, la empresa de la seguridad es eficaz en producir resultados: cuantas víctimas atendidas en un mes, cuantas reparaciones, cuantas familias en el programa de subsidios, cuantas sentencias, cuantas capturas, cuantos muertos producen eficientemente las instituciones.
¿Entonces, quiénes son los clientes de lo social? Los ciudadanos que por redes, por los medios de comunicación aprueban o desaprueban la gestión por resultados de las instituciones públicas, sin hacer repararos porque la justicia va de mal en peor, las víctimas no son reparadas y los pobres son cada vez más pobres, en un sistema donde el buen funcionario no es el que garantiza efectivamente los derechos, sino el que mejor maquilla las cifras, una actividad burocrática especulativa en esa bolsa de valores donde se cotizan, o no, día a día los derechos humanos.
Debemos retomar el proyecto institucional de nuestras entidades públicas desde una perspectiva más nuestra, descolonizarnos cultural e institucionalmente de las tendencias productivistas de resultados, buscar metas y objetivos con verdadero sentido social, que respondan a las necesidades de las personas. Logros pertinentes ante la grave situación de las personas y las comunidades en el territorio; fines que podamos compartir con las comunidades desde su planeación, ejecución y evaluación, ya que son políticas cuya existencia se justifica en la satisfacción de las personas y no en la calificación de los funcionarios evaluadores del Bureau Veritas.
Rescatar el sentido de nuestras instituciones, es rescatar el sentido de nuestra democracia, de nuestra nación; no somos una fábrica, o una empresa, somos un Estado Social de Derecho; no gobernamos sobre mercancías, ni ejercemos funciones para satisfacer clientes, gobernamos personas y garantizamos derechos a la ciudadanía; no estamos en lo público para gastar el tiempo haciendo cuadros maricas, sino para ayudar a salir a este país de la guerra, de la corrupción, de la desigualdad y de la miseria.
Gabriel Bustamante Peña
Fuente: Asociación Minga
Bibiana Ropain says
Excelente! Si sr. Somos un proyecto de sociedad vacío, sin fondo y sin ética que lo sostenga. Más allá de los resultados mensuales, medibles y concretos, no hay lugar para el desarrollo de principios éticos y comunitarios!