Ciertamente, la pandemia ha sido un acontecimiento disruptivo sobre la salud y la economía, pero también ha dejado al desnudo las consecuencias de la mala administración del Estado y los efectos de un modelo económico que la crisis ha profundizado, en un momento en el que los intereses políticos en vísperas de un proceso electoral obligan a la clase política a evaluar costos y beneficios.
Ninguna reforma tributaria goza de simpatías cuando de reducir los ingresos de los ciudadanos se trata, pero en ciertas circunstancias el peso de la necesidad lleva a los ciudadanos a ser razonables y a asumir sacrificios, sobre todo cuando está en juego el interés general. En las circunstancias actuales este no es el caso.
El Gobierno ha anunciado que prepara un proyecto para hacer frente al resultado de la pandemia que se ha traducido en una merma del recaudo tributario mientras han aumentado las necesidades de la población.
En términos gruesos, el proyecto descansa en dos pilares: por un lado, la imposición del IVA a muchos alimentos de la canasta familiar que están exentos o que tienen recargos menores; por otro lado, la ampliación de la base de los declarantes de renta. El Gobierno ha justificado esas medidas argumentando que hay que gravar el consumo porque de esta manera los ricos pagarán más de lo que están acostumbrados, a la vez que se devolverá el impuesto a dos millones de hogares pobres. Así mismo, mantiene las exenciones al sector financiero, a las petroleras y a las empresas mineras porque ellos terminan financiando más inversión, más crecimiento económico y generando más empleo.
El argumento es falaz porque deja por fuera a más de la mitad de los pobres del país y a los vulnerables que viven en la informalidad y a quienes es imposible devolverles el IVA, sin contar con que la experiencia ha demostrado que un mayor ingreso de los ricos no se traduce necesariamente en inversión sino en compra de bienes suntuarios (que no produce el país) o en fuga de capitales, es decir, en una mayor concentración de la riqueza.
De allí que se haya dicho que el proyecto del Gobierno terminará por agobiar a los más pobres y a la clase media a la vez que es absurdo por cuanto lo que se requiere es aliviar las cargas de la mayoría de la población porque lo que se vive es una crisis de la demanda interna. De hecho, el recaudo tributario que en 2020 fue de $11 billones menos que en 2019 será aún menor este año por la caída del empleo.
El Gobierno ha salido al paso de las críticas de sus adversarios aduciendo que la reforma es una necesidad porque el gasto público tuvo que ampliarse para atender las necesidades del sector salud y la reactivación económica lo cual se tradujo en un déficit fiscal cercano al 9 por ciento del PIB y un aumento de la deuda pública. Y como si fuera poco, ha intentado fomentar el miedo sacando a relucir el fantasma de las sanciones de las calificadoras de riesgo y el peligro de perder el “grado de inversión”, lo cual encarecería el crédito para el país y generaría dificultades para el futuro. Este último argumento pasa por alto que las agencias calificadoras no son neutrales y que muchas veces sus opiniones están condicionadas a interés financieros como quedó demostrado en la crisis de los subprime en 2008.
En las condiciones mencionadas muchos se preguntan si los partidos de gobierno, y en particular el Centro Democrático apoyarán la iniciativa del Gobierno, a sabiendas de que cuando la campaña electoral esté en su punto máximo, una parte de la opinión pública habrá comenzado a sentir los efectos de la reforma.
Un punto que merece ser recordado es la oposición de Álvaro Uribe, hoy favorable a la reforma porque “la pandemia obliga”, a la llamada Ley de Financiamiento en 2018, para muchos una reforma tributaria, con el argumento de que la afectada sería la clase media. Algunos congresistas tienen fresco este episodio en sus mentes, pero se rinden ante los nuevos argumentos del expresidente y no olvidan que son las grandes empresas las que financian sus campañas en un país donde la opinión pública es fácilmente manipulable.
Los partidos de gobierno tienen la mayoría en el Congreso y la reforma será aprobada, pero ello será la causa de una agitación social que puede llegar a trocarse en violencia. Un pueblo con hambre y sin trabajo, que no tiene nada que perder, no se controla con promesas ni paños de agua.
Rubén Sánchez David, Profesor Universidad del Rosario
Foto tomada de: Revista Semana
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