Es una obviedad afirmar que en toda competencia es crucial obtener ventaja sobre los competidores. En las competencias deportivas, esa ventaja se procura mediante el entrenamiento. No obstante, desde mediados del Siglo XX las innovaciones tecnológicas en los aditamentos deportivos se han convertido en un elemento más con el cual se busca vencer a los rivales. Bastaría recordar los taches de los guayos, inventados por Adidas para la Selección de fútbol de Alemania. En la cancha encharcada del estadio de Berna, en el Mundial de Suiza de 1954, con esos taches, y también con mucho tesón, los alemanes se impusieron sobre la casi imbatible Hungría de Czibor, Kocsis y Puskas. Esta también es una obviedad, pero su importancia es insoslayable: en el deporte no se permite obtener ventajas mediante el dopaje y los sobornos, ni tampoco con el juego sucio, conductas prohibidas desde la antigua Grecia.
No es un azar que la primera legislación que reguló la financiación de las campañas electorales haya sido aprobada en el Reino Unido. La Ley de 1883 sobre Prevención de Prácticas Corruptas e Ilegales expresa la misma noción de juego limpio que con mucho ahínco promovían las más prestigiosas escuelas privadas de Inglaterra. Si, parafraseando a Carl von Clausewitz, la política es la continuación de la guerra por otros medios, la regulación de la competencia electoral ha sido desde entonces el medio de evitar la guerra sucia y de darle a la política una dignidad de la que carecería, si prevaleciera el principio de que “en la guerra, todo se vale”.
Esta dignidad es, sin embargo, desconocida para amplios sectores de la clase política. En un tuit quizá cándido, quizá cínico, Armando Benedetti afirmó que, en las campañas del Plebiscito sobre los Acuerdos de Paz, no tenía sentido imponer topes de contribuciones y gastos pues, a fin de cuentas, nadie respetaba esos topes. Esta actitud desdeñosa con las reglas no es sólo un atributo de políticos que la opinión distingue por su carácter de rufianes oportunistas. También es una disposición de las más encumbradas élites políticas, que no vacilan en alterar las reglas de juego para obtener un resultado favorable a sus intereses. En efecto, el entonces presidente Juan Manuel Santos se tomó varios días para convencerse de descartar la descabellada propuesta de Piedad Córdoba de alargar su período dos años más. Después, el mismo Santos promovió la nefanda reforma a los mecanismos de participación para bajar el umbral del Plebiscito, sólo que, como dice el vallenato, “el tiro le salió mal”.
No debería sorprendernos que sectores de la clase política habituados al latrocinio se den nuevamente a la tarea de alterar las reglas de juego. Es propio de su carácter modificarlas en beneficio propio, haciendo caso omiso de todo sentido de juego limpio. Si no pueden vencer a sus competidores en franca lid, procuran entonces ganar en una competencia con reglas retorcidas. Así resumiría el espíritu de las iniciativas de prolongar y unificar el periodo de los mandatarios popularmente elegidos, y de unificar la elección de Congreso con la de primera vuelta presidencial.
Estas propuestas ofenden tan profundamente nuestro sentido básico de justicia que uno esperaría que hubiesen sido rechazadas de tajo. Sin embargo, el talante faccioso de la política actual motiva a quienes ven su posición de poder amenazada a recurrir a toda suerte de maniobras, patrañas y artilugios para contener a sus rivales. La mala noticia es que, en un descuido, harían cambios a las reglas de juego para su entero provecho, sin vergüenza ni remordimiento. La buena noticia es que esta disposición es reveladora de lo precario y débil que es el poder que quieren conservar. No sólo ven pasos de animal grande. Están dispuestos a correr el riesgo del escarnio y el oprobio para defenderse, lo cual les garantiza precisamente su escarnio y oprobio ante la opinión.
De nuestro sentido básico de la justicia podemos pasar al plano de las evaluaciones constitucionales, que ninguna de estas propuestas podría aprobar. Los antecedentes jurisprudenciales en materia de reformas inconstitucionales a la Constitución permiten fundamentar un rechazo contundente al burdo intento de la coalición en el poder de asegurar su permanencia. La sentencia sobre la segunda reelección de Álvaro Uribe es excesivamente larga y farragosa, pero su mensaje es bastante claro: no se puede cambiar la Constitución ni tampoco la ley para mantenerse en el poder.
No creo necesario abundar más sobre este asunto, en buena medida porque las cuestionadas iniciativas ya han suscitado el fuerte rechazo de la opinión pública. Quisiera, más bien, llamar la atención acerca de la función suplementaria que cumplen: distraer nuestra atención, confundirnos con una gran cortina de humo. En menos de una semana parece que el Gobierno dará a conocer el contenido de su propuesta de reforma tributaria. Tiempo después hará lo propio con su propuesta de reforma pensional y laboral. Se trata de iniciativas socialmente regresivas, que espera sacar adelante por medio del expediente de la terapia de choque. Aunque esta noción ha sido sometida a fuertes críticas, nos proporciona indicaciones acerca de la motivación que probablemente tiene el Gobierno para promover las mencionadas reformas tributaria, pensional y laboral, en el contexto de la pandemia y de la grave crisis económica y social que vivimos.
La clave del concepto es que la oportunidad para promover reformas profundamente impopulares son los desastres. Un gobierno con talante democrático promovería amplias consultas y espacios de concertación con el fin de asegurar que las políticas públicas escogidas cuenten con un amplio respaldo y puedan ser implementadas sin mayores contratiempos. Este gobierno, cuyo carácter faccioso y amiguista es patente, no tiene ningún interés en acordar y concertar nada. Antes bien, en el desorden provocado por la pandemia y la crisis, tiene una gran oportunidad para aprobar iniciativas que, en otro contexto, desatarían una fuerte resistencia organizada. El sentido de su apuesta es, precisamente, que la resistencia esté desorganizada.
Valga decir, en todo caso, que tenemos una situación fiscal y cambiaria supremamente grave. La deuda externa ha aumentado considerablemente. Las exportaciones basadas en energías fósiles, cuyo precio oscila de modo continuo, pero cuya tendencia a la baja parece inexorable, nos pone en una situación de enorme vulnerabilidad. No hay forma de evadir el apretón de la reforma tributaria. Sin embargo, hay muchas formas de hacer ese apretón. Además de ampliar la base tributaria, una de ellas es corrigiendo las inequidades que ninguno de los gobiernos precedentes ha querido corregir. Esta corrección demanda aumentar progresivamente el impuesto a la renta, subir mucho más los tributos a los dividendos, así como ponerle fin a las exenciones y descuentos a los grandes grupos económicos. En lugar de ello, el Gobierno quiere tomar la vía más inequitativa posible, que es la de apretar a las clases media y baja por la vía de impuestos indirectos, y mantener injustificadamente los beneficios tributarios para los más ricos.
Uno de los continuadores de la coalición en el poder, Enrique Peñalosa, ha dicho que el Congreso puede subir los impuestos todo lo que quiera, pero que si lo hace, espantará la inversión con la cual el país podría seguir creciendo. Este es un dogma de la coalición en el poder que no tiene mayor fundamento, y que conviene rebatir en todos los foros. La inversión que políticos como Peñalosa buscan atraer es la de empresas tan depredadoras como la clase política que las invita. La evidencia muestra que la inversión no se va de un país, mientras conserve la oportunidad de obtener ganancias. Por eso muchas empresas mantienen sus inversiones, aunque los votantes escojan gobiernos de izquierda que les aumenten los impuestos. Lo que sí espanta a la inversión extranjera es la incertidumbre y la inseguridad jurídica, fenómenos que se han venido agudizando en el país con la corrupción y la politización de la justicia, y que se agravarían muchísimo más con gobiernos con veleidades expropiadoras, como los de nuestra vecina Venezuela. La evidencia también indica que la inversión en seguridad, infraestructura y acceso universal a la salud y a la educación crea un entorno favorable para una inversión no depredadora. ¿De dónde va a salir esa inversión, si no es de la tributación y del ahorro nacional?
Resumo lo dicho hasta aquí. Las iniciativas de modificar el periodo de los mandatarios y de unificar el calendario electoral alteran las reglas del juego político en favor de la coalición en el poder de forma tan retorcida que no tienen chance de pasar el juicio de la opinión ni el de la Corte Constitucional. Si ésta llegara a darles vía libre, bajo la presión de esa coalición, despertaría tal ola de indignación que la Corte terminaría por caer, como han caído varios regímenes vecinos. Más preocupante, creo yo, es el hecho de que estas iniciativas son las cortinas de humo para una terapia de choque: el intento de imponer medidas altamente impopulares en un contexto de desastre social y económico. Sugiero poner el foco en estas medidas y concentrar la resistencia popular en rechazarlas.
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Un elemento adicional de la coyuntura actual es la decisión del Gobierno nacional de gastar 14 billones de pesos en la compra de 24 aviones de combate. Se trata de una decisión que ha sido duramente cuestionada por varios líderes de la oposición. Yo tengo al respecto una opinión distinta.
La independencia de un país acarrea consigo el costo de defenderla. Si no asume este costo, pueden suceder dos cosas: la primera, que en ausencia de medios para defenderse tenga que asumir gravosos sacrificios a la integridad de su territorio o sus instituciones; la segunda, para evitar la primera, que se convierta en cliente de una potencia poderosa que lo proteja.
Muchos líderes de la oposición ponen en cuestión la dependencia que Colombia tiene de los Estados Unidos. Me parece que deberían prestar atención al hecho de que esa dependencia tornaría a ser mucho más intensa, si nos hacemos dependientes, además, de sus fuerzas militares para que defiendan nuestra soberanía.
Las lecciones de la historia son, a este respecto, bastante claras. Atenas lideró a las ciudades jónicas en la formación de una liga contra los persas, quienes querían someter a todos los griegos que se habían rebelado en su contra. Esos griegos formaron una liga defensiva, que probó ser exitosa en las Batallas de Salamina y de Platea. De ahí en adelante, la liga decidió mantener una flota permanente contra los persas cuyo sostenimiento fue financiado con las contribuciones monetarias de las ciudades que no aportaban ni naves ni tripulación a la flota. Esas contribuciones eran depositadas en la isla sagrada de Delos – de ahí el nombre de Liga de Delos. Pasado el tiempo, el liderazgo de los atenienses (hegemonía) se transformó en imperio (arké). Desprovistas de medios para contener a su antigua aliada, las ciudades que hacían parte de la Liga no pudieron impedir que Atenas actuara unilateralmente, se tornara soberbia y aplastara a las ciudades medianamente poderosas que quisieron separarse de la Liga. El culmen de la transformación de líder en imperio fue el traslado del tesoro de la Liga de Delos a Atenas, y la posterior abolición de las monedas propias de cada ciudad y su sustitución por los dracmas atenienses.
Pareciera que hubiésemos olvidado que en julio del 2018 el diputado chavista Pedro Carreño reveló el plan de la fuerza aérea venezolana de usar sus aviones supersónicos Sukhoi para destruir todos los puentes sobre el río Magdalena y dejar al país partido en dos. El plan parece que existía con anterioridad a las temerarias amenazas de Donald Trump de invadir a Venezuela y seguramente sigue existiendo, por lo cual Colombia debería contar con un mínimo poder de disuasión. El respaldo de Putin al régimen de Maduro, luego del imprevisivo apoyo del actual gobierno colombiano a los planes de Guaidó hacen aún más necesario ese poder de disuasión. Desde todo punto de vista, la solución más racional para Venezuela y para Colombia es que en el vecino país se logre una transición negociada. Sin embargo, en tanto ese objetivo sigue siendo incierto, Colombia haría bien en cuidar de su defensa con todos los recursos a su alcance, lo cual incluye no sólo los 24 aviones de combate que planea comprar sino también la formación de una verdadera ciber-división dentro de nuestras fuerzas armadas.
Juan Gabriel Gómez Albarello
Foto tomada de: Semana.com
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