Al discurso, con el que quiere poner a volar a su nación, como el águila de los imaginarios de la edad escolar, ha agregado un proteccionismo, a la manera un “cielo protector”, extendido sobre su industria tradicional.
Es una “grandeza”, que bien podría estar atada al afianzamiento de la interdependencia en el mundo. Sin embargo, el nuevo presidente prefiere las cosas de un modo inverso, para hacerle el quite a los costos crecientes del comercio mundial. Quiere grandeza, pero sin interdependencia global; o, al menos, sin tanta.
¿Un modelo Trump?
Al reversar la interdependecia entre las naciones y la libertad de comercio, sustituyéndolas por las barreras aduaneras, necesita un modelo con acentos nacionalistas, a fin de comunicarles un ambiente cultural que las legitime. Con lo cual traza el eje de lo que podría ser su proyecto; esa línea que rotando sobre sí, enlaza el nacionalismo con el proteccionismo, algo paradójico en un país, que ha sido dominante, comercialmente hablando, durante los últimos 90 años. Y lo ha sido con base en una industria, cuya expansión siempre necesitó de mayores mercados y de más grandes fuentes de materias primas, más allá de sus propias fronteras nacionales.
A este eje programático ha sumado el arrebato populista y los retazos de lo que podría ser un nuevo principio de aislacionismo internacional, la manera de rehuir, ya no los costos económicos (aunque también), sino los costos políticos.
Estas piezas del evangelio trumpiano parecían remarcadas deliberadamente para que fueran entendidas como las líneas gruesas de la administración, presidida por una personalidad, por momentos imprevisible, por momentos caprichosa; movida en todo caso al ritmo de sus rabietas o de sus prejuicios, si el mundo se le acomoda o no a las ratificaciones de su “ego”; y a su no muy estable principio de realidad.
El populismo
Trump hizo un gesto de adhesión al populismo –conservador, por supuesto-, al hacer un reconocimiento al “pueblo”, esa entidad abstracta, que es entendida como los de abajo- un cuerpo informe-, por oposición a los “políticos” de Washington; los mismos que, en sus palabras, no han hecho sino aprovecharse del poder público. En un guion de opereta, terminó por ofrecerle la devolución de ese poder al pueblo, ahora que él mismo se lo había arrebatado a los saqueadores. Con lo cual procedió a una transferencia de identidades.
En adelante, el detentador del gobierno no sería él mismo, sino la gente; por donde finalmente esta última y él, Trump, serian, el mismo sujeto; líder y masa confundidos en una integración, que se pretendía generosa; y apenas resultó ilusoria y febril. Pues en las redes rápidamente fue asociada con una puesta en escena de comic, en la que intervenían un villano de papel y los habitantes de Gótica.
Por lo pronto, la devolución del poder al pueblo (o a la gente) no ha funcionado, en tanto una operación de adhesión al caudillo emergente. Al menos, no en las encuestas ni en la calle. En el día inaugural de su mandato, Trump aparecía con un 44% de apoyo, el más bajo en los últimos 70 años. Y el día siguiente, el sábado 21, las calles de Washington, la capital, fueron colmadas por quinientas mil mujeres, que protestaron contra el nuevo presidente, un hecho que se puede convertir en el precedente para la disputa por la opinión pública y por el campo del debate, entre un Trump aferrado a sus programas y prejuicios; y una variopinta oposición, decidida a la defensa de las minorías y de los valores postmateriales.
El nacionalismo
Le queda al presidente otro recurso retórico, un recurso que se mueve entre la palabra y la acción; entre el lenguaje y el programa; el del nacionalismo; sobre el que, por cierto, martilló durante la campaña, al repetir el slogan de “hagamos unos Estados Unidos grandes otra vez”. Al cual, ha añadido la exclamación de: “primero, los Estados Unidos!”. Son los sellos con los que Trump rubrica el aliento nacionalista, como una ideología, no extraña, dicho sea de paso, a la cultura norteamericana; cultura en la que ha estado presente la idea del “Destino Manifiesto”. Es decir, el horizonte de grandeza, apoyado, como siempre que se hable de destino, en unas energías invisibles que habrán de empujar presuntamente la nación a una posición de preeminencia.
En este caso, como es obvio, no estamos ante un país débil que postula su nacionalismo para resistir al dominante o al invasor. Es al contrario: el nacionalismo es enarbolado por el fuerte, por el país dominante; bajo el supuesto de que ya no lo es tanto; razón por la cual trata de revitalizar su condición hegemónica, en principio debilitada. Es, sobretodo, una tentativa por despertar la pulsión nacionalista para recoger velas en lo que se refiere a compromisos que entrañen costos considerables; como sería el caso de los bloques comerciales, los cuales podrían estar castigando las cuentas de la balanza comercial.
Se trata entonces de un nacionalismo, sin situaciones críticas que lleven a un galvanización de emociones colectivas; y que apenas servirá de coartada para medidas regresivas; en particular, en el campo de los compromisos medio ambientales. Y para trazar un plan de conveniencia ideológica que dé cobertura al proteccionismo económico.
Un proteccionismo, quizá ilusorio y perturbador.
Asistimos a un proteccionismo, plasmado en la consigna que llama a “comprar estadounidense!”, muy a la manera del Ecuador de Rafael Correa, empeñado en promover la naciente industria; es decir, como si se tratara de un país de la periferia y no del centro. Como si su industria no arrasara en los mercados a la de otros países, sino que fuera seriamente competida por la de estos.
De hecho, el nacionalismo; y el proteccionismo de Trump; ha venido a representar una reacción frente al curso mismo que sigue el capitalismo mundial en su última fase, capitaneado por los propios Estados Unidos; y cuyo sector más damnificado ha sido el de la industria clásica, esa que caracterizó al capitalismo organizado, el del fordismo.
Este ha sido sustituido por un capitalismo altamente robotizado, con efectos devastadores en los empleos. Simultáneamente, ha dado lugar a un papel preponderante de los servicios financieros; de modo que, creciendo la producción, crecen mucho más las ganancias y las rentas. Con lo cual ha aumentado la brecha entre el 1% más rico y el resto de la población. Por último, las tecnologías y el valor de la mano de obra han llevado a una acelerada mundialización de la economía y a una relocalización de las empresas, sin tener en cuenta las antiguas fronteras.
¿Un freno a la globalización?
Trump representa el freno de mano, desde una parte de las propias elites, aplicado a esta evolución de la economía; eso sí, sin que se le pase por la cabeza la disminución de las desigualdades, hoy crecientes en el capitalismo. Con su nacionalismo; con proteccionismo; aspira a una redistribución de los costos que van envueltos en la globalización y en la tecnologización.
En realidad, la ambición del hombre es provocar una transferencia de estos costes, en beneficio de los Estados Unidos, de modo que este país pueda dar impulso a una mayor prosperidad. Por tal razón, quisiera renegociar el NAFTA, el tratado de libre comercio con México y Canadá; a fin de alzar barreras aduaneras a las importaciones provenientes de sus socios. Con lo cual aseguraría la circulación de productos en su mercado interno y en consecuencia la reproducción ampliada de ganancias –las de su industria- en el espacio económico definido por las fronteras nacionales de ese mercado interno. Es por el mismo motivo por el que ha alabado sin matices el Brexit, la salida de la Gran Bretaña de la Unión Europea.
Trump quiere los beneficios de la globalización sin sus costos. Quisiera desprenderse de estos, cuandoquiera que estén incluidos en los compromisos institucionales; como los que están implicados, en las alianzas militares; aunque dicho comportamiento les significare a los Estados Unidos deslizarse en una deriva de aislacionismo; precisamente en una época en la que el mismo presidente ha prometido derrotar al terrorismo fundamentalista.
Aunque todavía goza del liderazgo económico; y aunque bajo las dos administraciones de Obama el país experimentó una aceptable recuperación económica; los Estados Unidos de América ya no gozan de las mismas condiciones de fuerza de las que disfrutaron, cuando los acuerdos de Bretton Woods, definieron las reglas económicas favorables a la nueva súper-potencia o cuando se derrumbó el Patrón Oro, en beneficio del dólar.
La administración Trump podrá torcerle un poco el cuello a las circunstancias y conseguir el regreso de algunas inversiones a los Estados Unidos, con la subsiguiente creación de puestos de trabajo. Pero si se empeña en dar más vueltas a la tuerca del proteccionismo, provocará una situación insostenible; la de las guerras comerciales y la de tendencias recesivas en la economía interna. Sin que además consiga evitar el incremento de turbulencias en el tablero internacional.
Ricardo García Duarte: Exrector Universidad Distrital Francisco José de Caldas
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