La idea del mercado convenció a gobernantes y a muchos ciudadanos de que se debían promover políticas donde el Estado se tenía que desprender de sus fuentes de riqueza ―empresas públicas― para hacerse más pequeño. Los argumentos utilizados estuvieron dentro de la idea de su frondoso tamaño, su alto gasto y su forma paquidérmica. Así fue como se vendieron empresas estatales y pasaron a manos de conglomerados privados con poder económico y político que capturaron a las instituciones del Estado y a todos los poderes públicos. La mayoría de los lunares que se le impusieron al Estado para justificar su inoperancia, fueron infundados o el resultado de la mala acción política de quienes necesitaban convertir en negocio, los servicios públicos y la mayoría de los derechos ciudadanos.
El negocio de la privatización fue redondo. El Estado entregó a privados la posibilidad de hacer jugosas transacciones y de ejercer unas actividades donde siempre habría ganancia para los conglomerados; pero costos, precios y tarifas para los usuarios; eso sí, en épocas de crisis, era el Estado ―con los impuestos de los contribuyentes― quien tendría que salir a salvarlos tras invocarse la libertad económica y una falsa solidaridad.
Y es falsa porque no es la misma que se invoca para salir al rescate de pobres y desempleados. Mientras con estos la actitud suele ser tímida, calculada y condicionada a la existencia de recursos para brindar ayudas; con aquello se lanzan sin mucho reparo los salvavidas de rescate. Un ejemplo sencillo puede ser el siguiente. El día del Paro Nacional ―28 de abril― el viceministro Juan Alberto Londoño ―ahora nombrado ministro de Comercio, Industria y Turismo― dijo, en medio de los debates generados por la reforma que él mismo ayudó a diseñar: “entre más nos pidan que recortemos, pues menos serán los programas sociales”. Sin embargo, no tuvo reparos frente al crédito que le otorgarían a Avianca por 370 millones de dólares, quedando así bien expuesto el calibre de la “solidaridad” gubernamental.
Pero hay más ejemplos. La ministra del trabajo en 2016, Alicia Arango, dijo que las mipymes representaban más de 90% del sector productivo nacional, generaban el 35% del PIB y el 80% del empleo. Léase bien: 80% del empleo. Si era así, ¿Cómo es posible entonces que, sabiendo el gobierno que uno de los problemas de la pandemia y el confinamiento fue que se lanzó a millones de personas al desempleo y que las mipymes fueron más afectadas que la gran empresa; haya decidido desembolsar 2,3 billones de pesos por la vía del Programa de Apoyo al Empleo Formal ―PAEF― para apoyar al 80% de las grandes empresas y solamente haya destinado 2,6 billones para las mypimes, lo que significó ayudas para el 9% de ellas? En otras palabras, ¿Cómo es posible que haya salido tras el rescate de las grandes empresas donde no se concentra el empleo y haya dejado a la deriva y al “libre mercado” a las mipymes? Si la idea era salvar el empleo formal debió haber orientado los recursos sobre quienes generan empleo y así se hubiera salvado millones de puestos de trabajo, y con ello, tal vez se habría evitado que muchas familias cayeran en la pobreza o en la miseria.
Este es un buen ejemplo para entender cómo una política de gobierno y con recursos públicos contribuye a la desigualdad, a la pobreza y a la concentración del ingreso.
Es evidente entonces que, tanto estas malas políticas, como la política de privatización ―que dejó al Estado sin fuente de ingresos diferentes a los impuestos y al endeudamiento―, han sido ingredientes de un desastre social y económico que en el fondo es absolutamente político.
Sobre el terreno político
El país vio en estos días cómo se sorprendió Julio Sánchez Cristo cuando la vicepresidenta de la Federación Médica Colombiana, Carolina Corcho, le demuestra de una manera sencilla que lo que está ocurriendo con la salud es un asunto de políticas públicas y que está, por lo tanto, inscrito dentro del campo político. En la entrevista se observa cómo Sánchez Cristo quería desligar la salud de la política, pero se asombra con la breve cátedra que la dra. Corcho le brinda.
La privatización y las malas políticas que han privilegiado a las grandes empresas y rentas, sumado al hecho de haber inclinado la actividad económica hacia un extractivismo que puso a la economía a depender del petróleo y del carbón; no son más que los síntomas de una enfermedad política que se expresa en un modelo económico precario, débil y agotado; en un modelo de justicia con balanza inclinada; un modelo social que es excluyente y en un modelo de seguridad que solo concibe su relación con el orden y lo traduce en la necesidad de mantenerlo a cualquier costo, por eso la discusión gira sobre el número de policías, batallones y aviones.
Esta es la idea del gobierno y todavía no quiere entender que hay una visión progresista de la seguridad que guarda relación con el fortalecimiento de los canales democráticos y la garantía de derechos, e insiste en privarnos de soñar e imaginar mejores condiciones sociales. Esta idea de seguridad que tiene el gobierno hace una apropiación fuerte y casi exclusiva sobre el uso de la fuerza por parte del Estado y gira en torno a la creación del miedo como estrategia para dominar, muy utilizada por la derecha en el mundo; mientras que la idea progresista de seguridad se apropia de los conceptos democráticos y del enfoque de derechos, para buscar en última instancia, condiciones de paz.
La debilidad económica del país, los desbalances fiscales, así como la necesidad de gestionar mejor la salud o la seguridad son asuntos políticos. Por esta razón es que es muy difícil que una crisis de esta magnitud sea bien manejada si no se entiende este asunto. La crisis social y económica que vive el país no se soluciona retirando una reforma, ni enrocando ministros, ni convocando la bancada oficialista y mucho menos apelando a la militarización. Esta es más bien la vía expedita para el desastre como país. De haber sido así, el anuncio del retiro de la reforma y el cambio del ministro habrían bastado para calmar los ánimos; pero no, lo que indica que el tema salió del terreno económico y pasó al campo político, y aquí, se tramita de otra manera, por otros canales y con otros actores.
No entender esto es gravísimo en este momento y conviene señalar que una cosa es que el gobierno invoque el uso de la fuerza legítima del Estado, pero otra muy distinta es hacer un uso ilegítimo de dicha fuerza. Si el gobierno no es capaz de mantenerse a raya en esta frontera, de la mano de su institucionalidad e invocando toda la ayuda internacional que se le ocurra, sencillamente no está a la altura para tramitar una crisis de esta magnitud y dentro del marco institucional establecido. La capacidad de gestión de la crisis no puede nunca salirse de dicho marco.
Hay quienes consideran que el tramite de las reformas que el país necesita, llámese tributaria, salud, educación, etc., deben esperar. Quién opine así, no ha entendido el problema y no se ha percatado, o no quiere darse cuenta, de las condiciones vergonzosas de desigualdad, pobreza, miseria y desempleo que vive el país. No es posible que el Dane confirme que tenemos 21 millones de personas en pobreza; 7,4 millones en pobreza extrema; 1,7 millones de familias que no acceden a las tres comidas diarias; 3,8 millones de personas sin trabajo y un millón de nuevos inactivos; y todavía haya quienes sigan pensando que no es momento de reformas.
Nadie se hubiera opuesto a una reforma progresiva de verdad. Nadie hubiese protestado si el enfoque era el cumplimiento sincero de los principios constitucionales de equidad, eficiencia y progresividad. La gente se dio cuenta del contenido que tenía la reforma y entendió su impiedad. De esta manera la reforma pasó del plano económico al político en cuestión de pocas horas, tan es así, que ya rodó la cabeza de un ministro y falta ver qué más viene.
La crisis desatada no la podrá enfrentar el gobierno con su mayoría parlamentaria exclusivamente. Primero, porque la gente ya se percató de que su falta de voluntad y sus malas políticas explican los problemas sociales que han colmado su paciencia. Segundo, porque, tanto gobierno, como Parlamento, han perdido toda credibilidad ―política―. Tercero, porque representan los intereses de lo que se necesita reformar. Y cuarto, porque la vergonzosa deuda social y situación de desigualdad y pobreza que existe, han abierto un espacio lo suficientemente grande como para que se siga aplazando el cambio político que traiga consigo nuevas políticas sociales.
Nadie pensó que el mismo presidente iba a hundir su propio proyecto, así como él tampoco sospechó que su propuesta iba a ser la gota que derramara la copa. En una semana, los debates fueron revelando gota a gota la desconexión social del gobierno y los intereses que representa, los cuales son muy diferentes a los de la mayoría de los colombianos. La presión social se convirtió en la única expresión de poder, y cuando ello ocurre, es porque las instituciones del Estado están fallando y el gobierno también.
El país se dio cuenta, entonces, de que el gobierno no lo representa ni brinda las garantías necesarias para hacer valer el marco constitucional que nos rige. El gobierno de Iván Duque se eligió proponiendo austeridad en el gasto, menos impuestos y más salario, pero le quedó grande. En los dos años que gobernó sin pandemia no fue capaz de cumplir su promesa de austeridad, pero sí demostró su capacidad de derroche, al punto que el país vio como hacía mal uso hasta del avión presidencial. En el año que lleva de pandemia tampoco ha demostrado su plan de austeridad, todo lo contrario, no ha renunciado a gastos inoficiosos como su programa de televisión, entre muchos otros gastos. Y en materia de menos impuestos, más salario, ni mencionar, suficiente ilustración con lo que dejó ver en proyecto de reforma.
De esta manera, y a tres décadas de haberse proclamado la Constitución Política, el incumplimiento de derechos y el empuje paulatino de más personas hacia condiciones vulnerables a costa de excesivos privilegios para unos pocos, fueron gotas que colmaron la copa de la paciencia. Desde hace tiempo, incluso desde antes de la pandemia, las demandas sociales ya estaban en el terreno político y los gobiernos no lo quisieron entender así. “El tal paro no existe” o la invocación al uso de la fuerza pública y la militarización son la muestra más patente de que no se ha querido avanzar sobre la visión progresista, bajo métodos democráticos que sustituyan la fuerza y la violencia.
Hoy, no solo la crisis social y económica agobia, sino también la crisis política tras la muerte de líderes sociales: otra gravísima situación a la que el gobierno le ha dado completamente la espalda.
Jorge Coronel López, Mg. en Economía. Profesor. Columnista de Portafolio
Foto tomada de: Conexion Capital
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