Los valores, y no los intereses económicos directos o las lealtades tradicionales, definen hoy el comportamiento electoral británico. Los vencedores del 6 de mayo, en la mayor tanda de elecciones locales y regionales que se haya celebrado simultáneamente en Inglaterra, Escocia y Gales, fueron los partidos cuya visión se correspondía con los valores culturales de una franja del electorado. Se trata de los nacionalistas escoceses, los socialdemócratas con raíces nacionales y lingüísticas del Partido Laborista galés, los Verdes (que han ganado más de 80 escaños municipales) y, por encima de todo, los conservadores de Boris Johnson.
Tristemente novedoso
Johnson ha convertido la codicia, el victimismo blanco, la corrupción y la xenofobia en algo no sólo respetable sino tristemente novedoso en las antiguas ciudades industriales pequeñas de Inglaterra. Quince mil votantes de Hartlepool, una ciudad de clase obrera que recogió un 70% de voto a favor del Brexit en 2016, respaldaron a un candidato conservador que demostró nula conexión con la ciudad. Y esto se produjo en un contexto en el que los “tories” han gestionado una de las peores cifras de muertos del mundo durante la pandemia, y con la administración de Johnson metida hasta el fondo en acusaciones de corrupción.
Por contraposición, el laborismo pudo movilizar a menos de 8.000 personas de las que le habían votado en las elecciones generales de 2019. No obstante el hecho de que el candidato laborista fuera un médico del lugar, alguien que ha trabajado en primera línea de la epidemia, los votantes han preferido la política de la corrupción y el elitismo.
‘¿Cómo pueden respaldar a los “tories” cuando una cuarta parte de sus propios hijos vive en la pobreza?’ era el lamento de un comentarista liberal en Twitter. La respuesta es evidente para cualquiera que haya hecho campaña puerta a puerta: los votantes de clase trabajadora socialmente conservadores desprecian a los pobres, lo mismo que desprecian a los ‘estudiantes’, a los ‘políticamente correctos’, a los refugiados y los derechos humanos.
Su política viene hoy dictada primordialmente por su identidad, no por sus intereses económicos. Se ven a si mismos en competencia con los trabajadores migrantes. Advierten que su ciudad entra en competencia con las grandes urbes por cualquier crecimiento exiguo que se pueda genera en nuestra averiada economía. Y cuando despotrican contra los ‘estudiantes’, se refieren a un mundo en el que el aprendizaje, la tolerancia y la apertura se valoran más que la comunidad, lo local y la familia patriarcal.
Por encima de todo, han aceptado la lógica del neoliberalismo posterior a 2008: debido a que es intocable y va siempre en aumento la opulencia de los superricos, la redistribución sólo puede tener lugar entre franjas de la clase trabajadora. En su condición de gente mayor blanca con vivienda en propiedad, no tiene ningún deseo de ver que la justicia social se aplique a trabajadores más jóvenes, mejor formados, más cosmopolitas, que no pueden ni soñar con ser propietarios de una vivienda. Puesto que ahora hay dinero gratis que fluye del Tesoro y el Banco de Inglaterra, en forma de dádivas políticos encaminadas a comprar votos, entienden que la forma más fácil de que se derrame sobre su ciudad —en el contexto de la política inglesa, todavía notablemente centralizada — consiste en votar a Johnson.
No son en modo alguno una mayoría, ni siquiera en las ciudades en las que sus votos otorgan el poder a los conservadores. Pero no les hace falta ser mayoría. Con un laborismo incapaz de proyectar un relato propio claro y unificador, la base de apoyo de la política progresista se ve sometida y desorientada. Los 8.000 votantes que perdió el laborismo en Hartlepool entre 2019 y 2021 no se pasaron en su mayoría a los conservadores: simplemente no votaron.
Frágil y condicional
Hice cola en Londres el día de las elecciones, entre unas cincuenta personas de clase trabajadora de mi distrito electoral de residencia, Lambeth & Southwark, que parecían y sonaban como que fueran a hacer una cosa: poner a los laboristas y a los Verdes firmemente al mando de la Autoridad del Gran Londres (Greater London Authority). Sus votos le otorgaron una victoria aplastante al candidato consistorial en el cargo, Sadiq Khan, que afianzó en toda la ciudad su reelección. Lo que es más interesante, cerca de la mitad de esos leales votantes laboristas se tomaron la molestia de otorgar su segunda preferencia a los Verdes, permitiendo que el Partido Verde quedara segunda en la contienda electoral local.
Si esos son los ‘nuevos feudos’ del laborismo —grandes urbes, ciudades universitarias y lugares con mucha población de minorías étnicas o LGBT+ —, el apoyo del laborismo es frágil y condicional. Los votantes desean ciudades en las que se pueda vivir y una política de tolerancia y descarbonización. Aunque sus valores culturales sean diametralmente opuestos a los de la mayoría de votantes de Hartlepool, están igualmente enraizados en su propio entorno.
En su mundo, la comunidad y lo local tienen importancia de un modo distinto: las comunidades en las que viven tienen que crearse y recrearse todos los días, en un paisaje de cambio rápido e incesante. Hay poco espacio para la tradición, la nostalgia o el sentimiento en sus vidas, pues las tácticas modernas, de supervivencia urbana, dejan poco espacio para ello.
Alianza para ganar elecciones
La tarea del laborismo — como en el caso de todas las socialdemocracias y partidos de izquierda europeos— estriba en construir una alianza para ganar las elecciones a partir de dos componentes demográficos: los trabajadores de ciudades pequeñas y el salariado de las grandes ciudades. Los malos resultados del laborismo —no solo en Hartlepool sino en la pérdida de más de doscientos escaños municipales en zonas semejantes de Inglaterra — muestran hasta qué punto ha fracasado en esa tarea hasta ahora.
Buena parte de la labor de introspección se centrará en el seminuevo líder laborista, Keir Starmer. Fue suya la decision de retrasar la elaboración del programa politico, dejando que los candidatos del partido improvisaran variaciones sin tema durante la campaña. Fue su oficina la que impuso en Hartlepool un candidato contrario al Brexit y la que llevó la campaña.
Pero los problemas de la política progresista en Gran Bretaña son mucho más profundos. Puede que el Brexit haya ‘concluido’ en lo que se refiere a las futuras relaciones comerciales, pero no se ha terminado en lo que respecta a sus repercusiones en política interior.
Resurgimiento sectario
La introducción de una frontera comercial blanda entre Gran Bretaña e Irlanda del Norte, que divide el Reino Unido en dos jurisdicciones para el comercio de bienes, ya ha desatado un resurgimiento de la retórica sectaria en la región. La policía y las fuerzas de seguridad de la República de Irlanda y el Reino Unido contemplan con inquietud el verano que se avecina. Arranca ‘tradicionalmente’ con los disturbios sectarios del 12 de julio, cuando los ‘lealistas’ (protestantes) celebran la derrota del catolicismo en la Batalla del Boyne de 1690, y sigue in crescendo hasta el 9 de agosto, cuando los ‘republicanos’ (católicos) encienden hogueras para rememorar la introducción del internamiento sin juicio en 1971, lo que conduce a menudo a la violencia.
En Escocia, mientras tanto, existe hoy una mayoría en el parlamento de Holyrood [sede del Parlamento escocés] para una coalición de facto del Partido Nacional escocés (SNP) y los Verdes escoceses, comprometidos ambos con un referéndum de independencia en un plazo de dos años. Johnson rechazará ese referéndum, pero Nicola Sturgeon, ministra principal de Escocia, ha amenazado con legislar a ese respecto de todos modos y llevar la lucha al Tribunal Supremo en Londres.
Al contrario que en España, existe un claro precedente constitucional para el derecho de Escocia a la autodeterminación: el referéndum de 2014 fue considerado legítimo por el Estado. Si la cosa acaba en que los escoceses organizan un referendum rebelde, desafiando a Westminster, existe la posibilidad, por lo tanto, de que ya no haya más ‘Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte’.
De modo que, más que ‘resolver’ los problemas irresueltos del Brexit, el avance de Johnson en la Inglaterra de las ciudades pequeñas los exacerba. Hace que la generación escocesa en ascenso, entusiasta de la independencia a tenor de las encuestas, se muestre más decidida a conseguirla. Deja al núcleo de las comunidades urbanas galesas firmemente bajo la hegemonía del laborismo, que, debido a los poderes recobrados, pudo mantener pleno control de la respuesta a la pandemia y se benefició electoralmente de ello. Y deja al laborismo mirando por el rabillo del ojo a un lado y otro: a la derecha, por la amenaza de mayores deserciones hacia los “tories”, y a la izquierda, por el desafío cada vez mayor proveniente de los Verdes.
Dividida y paralizada
En medio de esta crisis, la socialdemocracia y parece, si no despistada, sí tan completamente dividida que se encuentra paralizada. Un sector de su vieja ala derecha, los conservadoes sociales de antes de Blair, que todavía mantienen cerca de una sexta parte de los escaños parlamentarios, quiere un retorno a la política anterior a 1968: control de la inmigración, medidas policiales duras y y guerras expedicionarias por todo el mundo. Los blairistas quieren volver Tony Blair. Deleitándose con los reveses de Starmer, gran número de partidarios de Jeremy Corbyn—que dimitió tras la derrota de 2019— quieren una repetición del corbynismo. Por lo que respecta al mismo Starmer, dado que no ha construido una base de masas propia, se encuentra atrapado entre facciones. Y sin embargo, hay camino por delante. Pese a todos los malos titulares del laborismo, la porción de la proyección de voto nacional de los conservadores sigue siendo del 36 %. Con el laborismo en un 29 % y los liberal-demócratas disparados al 18 % por el factor de ‘aptitud ganadora’ en las elecciones locales y regionales, está enteramente al alcance de los partidos de oposición derrotar a Johnson cuando decida convocar elecciones.
El Plan A del laborismo sigue centrándose en que Starmer engulla los votos de verdes y liberal-demócratas en unas elecciones generales, recuperando para el laborismo a un número suficiente de trabajadores socialmente conservadores como para desbancar a Johnson. Si eso no funciona, el Plan B— defendido por el diputado izquierdista por Norwich, Clive Lewis, y sus partidarios en el ala laborista favorable a la permanencia en la UE — consiste en buscar una alianza electoral formal electoral con Verdes y liberal-demócratas, que tiene la posibilidad matemática de destruir a Johnson de un solo golpe.
Hechos confusos
Como periodista que ha cubierto esos dilemas tácticos y estratégicos desde dentro, lo que resulta sorprendente es qué pocos son los políticos profesionales que los entienden. Los padecen como un revoltijo de hechos confusos, que trastornan de modo inconveniente el mundo para el que estaban preparados.
Cuando el laborismo podia ‘hacer pesar’, más que contar, sus votos, no había necesidad de teoría política, de ciencias políticas o de estrategia siquiera. Pocos políticos laboristas de primera fila estudiaban la política, o asistían al equivalente británico de las grandes écoles—‘cursando’ PPE (filosofía, política y economía) en Oxford. No habiendo llegado a estudiar siquiera la propia historia de su partido, muchos carecen de puntos de referencia históricos básicos, y parecen perdidos en un mundo de ideas políticas desafiantes, cambio tecnológico, populismo y creciente discurso del odio.
Los lectores franceses, holandeses y alemanes saben de sobra cómo acaba esta historia. La lucha por reorientar el laborismo hacia el punto en el que funcione de veras la estrategia de Starmer es menos, por lo tanto, una batalla sobre el programa, y más una lucha por comprender.
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