Un punto sin retorno
Es un paso, en términos fácticos, decisivo para la paz real. Por cierto, los efectos de esta última ya se han manifestado en la ausencia total de combates, de otras acciones bélicas y de víctimas, en lo que concierne al conflicto que ha enfrentado a este grupo armado con el Estado. Así mismo, se convierte en el antecedente inmediato para el abandono definitivo de las armas.
El evento en mención es una suerte de paso del Rubicón, ordenado por Julio Cesar, pero al revés: no para hacer la guerra, sino para dejarse arrastrar por la paz, con todas las consecuencias que esta pueda deparar. No hay marcha atrás.
Franz Kafka decía que en la vida hay siempre un punto de no retorno; precisamente el umbral que hay que franquear. Se trata de la experiencia vital del “más allá de la frontera”.
Es un movimiento, en un vehículo que no tiene reversa. Queda abierto para los guerrilleros el tránsito a otro mundo social, el de la paz civil; en el que las vivencias comienzan a romper, ni más ni menos, que con una parte primordial de su identidad de actores armados.
Hace poco, un amigo suyo –compañero de adolescencia y de arrebatos ideológicos- recordó cómo Rodrigo Londoño Echeverry, varias décadas atrás, en Quimbaya, una tibia y apacible población del Quindío, dio el paso decisivo de su existencia para convertirse en guerrillero, cuando un militante mayor desafió a la muchachada comunista del poblado, a dar ese salto; que en sus imaginarios de rebeldía, podía ser mortal o glorioso.
El joven Rodrigo Londoño, convertido más tarde en Timochenko, recogió decidido el reto; echó mano del morral y de las botas de campaña que le ofrecían; y pocos días después se encontraba en un bus de flota, arrancando desde Armenia hasta Sumapaz, con la escala obligada en Bogotá; para encontrarse de buenas a primeras, bajo las órdenes del curtido Jacobo Arenas. Había traspasado su propio punto de no retorno; solo que entonces lo hacía rumbo a una guerra; no exenta eso sí de matices kafkianos; toda vez que el empeño no era otro distinto que el de traducir los “sueños de montaña” en una revolución; imposible por otra parte dentro de una democracia, así fuera entre comillas; lo que no impedía que los contingentes armados crecieran en medio de la fragmentación social.
Cuarenta años después, la película se des-embobina, a la manera de los rollos antiguos en el cine. La historia discurre al revés, pero virtuosamente.
Los trazos geográficos de la paz
Desde los territorios de la guerra; desde los municipios de implantación, poco menos de 250; Timochenko (Rodrigo Londoño, al comienzo y ahora en el postconflicto) desanda el camino con sus hombres y mujeres. Las FARC, todas (o casi), se mueven en sentido contrario, hacia los campamentos transitorios, antes de la paz definitiva.
Ya no son las “columnas de marcha” de Villarrica, Riofrio y Marquetalia; todas ellas, acontecimientos que marcaron los orígenes remotos de una guerra de guerrillas, que representó en realidad la insurgencia de una “sociedad periférica”, surgida frente al desarrollo desigual y concentrado, tanto del Estado como de la riqueza.
De la “guerra periférica”, territorialmente hablando (aunque brutalmente perturbadora), el país ha pasado hoy a un comienzo de “paz periférica”; de consecuencias progresistas; en la sociedad central, en lo que se refiere a la convivencia y a algunas de las transformaciones agrarias, previstas en los acuerdos.
El mapa de los campamentos en las zonas veredales traza; tanto si es en la Guajira o en el Catatumbo, como si es en el Meta o en el Caquetá, tanto si es en el Cauca, en Putumayo como si es en el Chocó, el diseño de una “paz territorial”, que debe integrar las zonas periféricas a un crecimiento económico menos fragmentado; y que tiene la obligación de incluir a las comunidades vulnerables dentro de un plan de mayor equidad social.
Ricardo García Duarte
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