Ciertamente, las generaciones más jóvenes empiezan a aceptar dicha progresión hacia la «multietnicidad», pero los mayores y también amplias capas sociales no la reconocen. De hecho, las generaciones más ancianas continúan viendo más diferencias entre las distintas etnias convivientes que amalgamas. Es el motivo por el que se niegan a aceptar que algún día los países lleguen a ser internacionales e interculturales —vía adecuada para combatir el cambio climático por lo que de estructura democrática global representa— gracias a un diálogo respetuoso entre etnias y culturas diversas. Efectivamente, es muy difícil que las mentalidades colonialistas capten los cambios que han empezado a producirse en algunos países y sectores sociales. No obstante, es fundamental que se potencie la armonía intercultural si queremos llegar a una auténtica convergencia en todos aquellos foros y mesas que se convoquen para reflexionar de forma conjunta acerca del cambio climático y evitar así cualquier confrontación que la neutralice.
Ahora bien, resulta sorprendente y positivo constatar que, aun procediendo de puntos de vista y religiones tan dispares, hayan surgido ya mesas de trabajo y foros en los que casi todos sus participantes estén de acuerdo no solo en el tema medioambiental sino también, mediante charlas y debates abstractos, acerca de deberes, responsabilidades, decisiones éticas, negociaciones y compromisos.
Con todo, sigue existiendo un divorcio total entre los partidarios de un planteamiento ético o moral y los seguidores de sus propias religiones. En un extremo, están quienes presentan planteamientos de un laicismo implacable y no tienen en cuenta las tesis de quienes son creyentes y se sienten religiosos. El hecho de que un creyente esté de acuerdo con un laico en cuanto a responsabilidades con las generaciones futuras, con los miembros sociales para quienes la vida es una lucha constante, con los países desesperados por desarrollarse y con la conservación de todo aquello importante que hemos heredado del pasado, no significa que no quiera ver respetadas o tenidas en cuenta sus creencias religiosas.
El punto de fricción, pues, se encuentra ahí: mientras los laicistas insisten en que las decisiones éticas surjan de discusiones ideales que irán tomando forma sobre la marcha, a los creyentes les preocupa la forma en que los laicistas llegan a sus valoraciones. Para ellos, la palabra de Dios aporta peso a sus responsabilidades medioambientales. Para un budista, por ejemplo, los libros sagrados pueden ser un instrumento de ayuda para los creyentes que quieran empezar a frenar el cambio climático. Pero se necesitan formas nuevas para resolver los problemas medioambientales y, por tanto, hay que llegar a estructuras conversacionales que empiecen con pocos participantes y se propaguen de forma radial. Así, cuando se llegue a los aspectos concretos, todo parecerá claro y motivador.
En realidad, las creencias religiosas no tendrían por qué intervenir para avanzar hacia una democracia mundial que mitigase los efectos del cambio climático, porque lo fundamental es que la gente, pertenezca a la creencia que pertenezca, alcance un consenso, aunque se parta de sitios distintos.
Es más: resulta más apropiado que las reuniones que se convoquen cuenten con gente que pertenezca a muchas tradiciones étnicas y las principales religiones del mundo, siempre que sean de mente abierta. Por tanto, hay que eliminar a quienes se sustentan en prejuicios. Asimismo, deberían participar en dichas reuniones los «humanistas religiosos», porque se toman muy en serio la vida humana tal como la vivimos. Les importa cómo es la vida de la gente y si merece la pena. No creen que el único sentido de todo se encuentre en una forma de vida después de la muerte. Por eso, no creen que haya que ir por ahí convirtiendo a la gente. Sin embargo, hay que respetar las religiones de la gente. Las distintas versiones de los humanistas pueden llegar a confluir, llegar a un acuerdo, avanzar juntos en el proyecto de la democracia mundial.
Asimismo, no podemos obviar que los problemas climáticos actuales están vinculados a los de la pobreza y las actitudes materialistas. El mismo papa Francisco así lo ha enunciado, y podría ser un aliado poderoso de la democracia universal. Aunque también hay grupos religiosos islámicos, hebreos, cristianos no católicos, hindúes, budistas… que piensan de forma similar al papa y creen que no hay tiempo que perder y actuar ya para detener el cambio climático.
En ese sentido, el lenguaje también aquí es importante para saber comunicar el cambio climático a las diferentes etnias, culturas y religiones. Y pueden ser variados: desde el inspirador el papa y el dalái lama hasta el sobrio y abstracto de un laicista.
Lo fundamental, por tanto, si queremos resolver los problemas que conlleva y conllevará el cambio climático, hay que seguir con las conversaciones para forjar una alianza mediante la convocatoria a gente de todo el mundo, los procedentes de religiones distintas, quienes han perdido la fe o quienes no la han tenido nunca.
Tenemos que trabajar juntos y luchar juntos para ganarle la guerra al carbono de la atmósfera. Solo así, los participantes en dichos foros conectarán con otros y transmitirán lo tratado a sus propios grupos. Es la forma de expandir el saber y preocuparse por el futuro de la humanidad, por la importancia que supone conservar un único planeta, aprender a entendernos entre nosotros y a alzar la voz para emitir el mensaje.
Insisto: hay que hablar y respetar la diversidad más.
Pepa Úbeda
Yo creo que hay mucho menos “laicismo implacable” que catolicismo implacable. Yy mientras la Iglesia Católica siga recibiendo 12mil millones de euros anuales y boicotendo leyes necesarias para una sociedad abierta y moderna, la pelota sigue en el tejado de l gobierno que, con el papa Francisco tiene una oportunidad única de cambiar este país.