Estas incontrovertibles cifras muestran el enorme fracaso de la política antidrogas centrada en acabar con las áreas sembradas de hoja de coca a cualquier costo, incluyendo la fumigación con glifosato, que el gobierno no ha podido implementar por las difíciles circunstancias que vive el país y las regiones periféricas y de frontera en particular, donde este fenómeno se expresa de forma más cruda, y por alguna reserva democrática que aún queda en Colombia, que se manifiesta en ciertos compartimientos del sistema judicial y de sus altas cortes que mantienen algún hálito de independencia.
En esta guerra inútil el gobierno nacional ha explicado que el incremento del área sembrada de coca durante los dos cuatrienios de Juan Manuel Santos se debió a los llamados incentivos perversos que consistían en otorgar subsidios en dinero por hectárea erradicada. Esta es una teoría que ha cogido fuerza a pesar de su insuficiencia para explicar el fenómeno. En una entrevista concedida al diario El Tiempo por un investigador del tema, Daniel Rico[1], asume esta falacia al señalar que los inescrupulosos campesinos cocaleros se quedan con los recursos entregados en efectivo y continúan con las siembras: “sembrar, inscribirse y prometer para después ir a cobrar. Y al final se dieron cuenta de que podrían mantener las dos cosas. El cultivo y el beneficio”.
Para tan infame afirmación, Rico deja de lado una evidencia fundamental: La extensión y profundización del negocio obedece a otras lógicas: 1. Una demanda insatisfecha en un mercado mundial en expansión y ávido de la producción colombiana, 2. La fluctuación del dólar, especialmente, como ahora, cuando su cotización está al alza. 3. La creciente pobreza de los campesinos colombianos que habitan las zonas periféricas y de fronteras abandonadas, lejos de los mercados, presa de una violencia que no termina y que sembrar coca constituye su única posibilidad de supervivencia así sea a costa de desafiar incluso al ejército nacional que es la única cara que le ven a este Estado despótico.
Pretender que los campesinos sustituyan sus sembradíos de coca sin condiciones mínimas de infraestructura para ello y para su supervivencia, sin subsidios en dinero mientras se hacen las carreteras que lo integren a los mercados regionales y nacional, sin créditos baratos, sin tiempo para que maduren sus cultivos, sin asistencia técnica, es una verdadera distopía, la expresión de un Estado y un gobierno atrabiliario, torpe e insensible. Al gobierno Duque, que suspendió el programa, se le creció la siembra en un 71%, según la Casa Blanca.[2] Las falaces afirmaciones del gobierno Duque y de Rico se esfuman ante la evidencia.
Obligar a los campesinos cocaleros, el eslabón más débil de la cadena, a sustituir coca a cambio de nada, sin cumplir el Acuerdo de Paz en los puntos uno y cuatro referidos a la reforma rural integral y la solución del problema de las drogas, que son un todo indivisible y coherente es lanzarlos de carne de cañón de una guerra perdida. La titularidad de la tierra de los campesinos es central a los propósitos del desarrollo del capitalismo en el campo. Sin estos a los campesinos no les queda de otra que seguir desplazándose selva adentro, extender la frontera agrícola y deforestar. Y con ello la mata.
No es casual que todos los programas que ha intentado el Estado colombiano en relación a este tema hayan fracasado en su totalidad incluido el programa de guardabosques que instauró la seguridad democrática con el objetivo de “generar procesos auto sostenibles de desarrollo alternativo en las zonas de intervención ( Catatumbo; Arauca, Guaviare, Putumayo; Macizo Colombiano, Nariño, Noroestee antioqueño y bajo Cauca, Sur de Bolívar y Sierra Nevada de Santa Marta) con el fin de beneficiar a comunidades localizadas en ecosistemas estratégicos o áreas de conservación y protección con la presencia o en riesgo de ser afectadas por los cultivos ilícitos evitando su expansión y contribuyendo a su reducción y erradicación”. El Programa entregaba $ 5.000.000 anuales a cada familia vinculada que después, para ampliarlo, se rebajó a $3.600.000 anuales.[3]
Es decir, proporcionarles dinero a los campesinos no es un invento santista, ni de Rafael Pardo, ni de Eduardo Díaz, a pesar de lo cual la coca crece a ritmo sostenido y sin pausa. El dinero es un invento extraordinario, la alquimia que todo lo transforma, que facilita las transacciones, que otorga libertad y posibilidades de progreso proveniente de una economía regulada e inclusiva. Rico, al parecer se quedó en el trueque.
A 2021, hay 245.000 hectáreas sembradas de coca. La mata abunda en áreas de Parques nacionales, la deforestación en el país avanza frenéticamente, sobre todo en la región indo-amazónica que en pleno posconflicto ha perdido 40% de los bosques [4], y, en prácticamente todas de las regiones señaladas por el programa de guarda bosques, es donde el conflicto arrecia con más violencia y donde la coca florece en sus territorios: El Catatumbo, Nariño, El Putumayo, El Bajo Cauca, el Macizo colombiano.
Hacer pasar el Acuerdo de paz por el cedazo estrecho de la regla fiscal, una exigencia del Centro Democrático como resultado de su victoria en el plebiscito, es endosarles a los campesinos colombianos a los carteles de la droga que compran de contado con la alta competitividad y productividad que han logrado en la producción cocalera, con cinco o seis cosechas al año. La ineficaz política de austeridad, que sigue en el centro de la actual reforma tributaria presentada por el gobierno Duque, después de ochenta muertos a cuestas y el país en llamas, es lo contrario a cualquier posibilidad de paz real en Colombia, al cumplimiento efectivo del Acuerdo de Paz.
Una condición necesaria, aunque no suficiente, para pensar en serio resolver el problema de las drogas ilícitas es la de acabar con la creciente pobreza del campo, devolverle a los campesinos y productores del agro la posibilidad de satisfacer el mercado interno con producción agropecuaria nacional que le retorne a nuestros agricultores los ingresos perdidos en la subasta de la apertura indiscriminada de la que Holmes se muestra arrepentido.
Propiciar el desarrollo del campo que le dificulte a los carteles de la droga cooptar un campesinado arruinado. Una opción abierta en las actuales circunstancias nacionales e internacionales del mercado de las drogas es convertir la producción de marihuana y de cocaína en posibilidades empresariales como está ocurriendo en buena parte del globo, especialmente con la investigación, producción y comercialización de marihuana, que en Colombia se está diluyendo por las restricciones impuestas por el gobierno nacional que impide exportar la flor seca del cannabis. Es decir, convertir la actual y fracasada guerra contra las drogas en posibilidades ciertas de paz.
Lo poco que avanza el Acuerdo, su ritmo paquidérmico, lo hace en medio de un charco de sangre: En lo que va de la firma del Teatro Colón hasta hoy han sido asesinados 276 de excombatientes que anula uno de los puntos medulares del mismo: la seguridad de quienes le apostaron a la paz y la garantía de su participación política.
El ritmo de las masacres, fundamentalmente de líderes y lideresas ambientales, de dirigentes de comunidades negras y etnias indígenas, que se traslapan con las áreas del conflicto cocalero, no para. Solo en lo que llevamos de 2021 han ocurrido 53 masacres que han segado la vida de 203 colombianos a un ritmo frenético y los desplazamientos forzados no se detienen: Entre el 1 de enero y 30 de junio de este año, 44.290 personas han tenido que huir de sus territorios, fundamentalmente en Antioquia; Nariño y Chocó, a causa del conflicto armado[5]que se recrudece.
El reportaje en mención concluye de manera lamentable: Añora la fumigación con glifosato, una práctica que ha demostrado su inutilidad por varias décadas que solo estimula el conflicto, atiza la deforestación, empobrece y atropella al campesinado nacional más pobre y mantiene la tensión en la frontera venezolana hacia donde se extiende el cultivo y los problemas, que conserva latente la crispación militar binacional.
En Colombia no puede hacer carrera la conseja de que hasta que el último país del mundo legalice entonces el país procedería a legalizar. Esa es una concepción inmovilizante con inmensos costos para el país. El nuevo gobierno, del signo que sea, debe poner en discusión en los foros internacionales el tema de las drogas, especialmente el de la producción y comercialización de cocaína. Y de no lograrse consensos razonables, tomar decisiones en aras del interés nacional, por duras que sean. De lo contrario seguiremos en una guerra eterna donde se despedaza el país.
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[1] Erradicar matas y matas y matas de coca, ¿por qué no es por ahí?, El Tiempo 12 de junio de 2021.
[2] Ibíd.
[3] Departamento Nacional de Planeación, Programa familias guardabosques.
[4] Posconflicto implicó la pérdida del 40% de los bosques, El Espectador, 19 de mayo de 2021, El Espectador.
[5] Desplazamiento se triplicó: van 30.378 víctimas más que en 2020, El Tiempo, 14 de julio de 2021.
Fernando Guerra Rincón
Foto tomada de: El Nacional
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