Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez
El contexto internacional de la tercera década del siglo está siendo marcado por el grave declive de la convivencia democrática, ya de por sí congénitamente débil y selectiva. Este declive tiene dos caras. Por un lado, el predominio agresivo de las fuerzas políticas de derecha más conservadoras. En el continente latinoamericano esta agresividad se manifiesta en la renovada presencia de la extrema derecha, que se afirma de muchas maneras: el discurso de odio racial y sexual en las redes sociales que a veces se aloja impunemente en el discurso político oficial (el legado más nefasto de Donald Trump); la inculcación ideológica de peligros imaginados (el comunismo, el extremismo o el chip insertado en las vacunas) o del negacionismo ante peligros reales (la gravedad de la pandemia); el recurso a la narrativa del golpe antidemocrático para restablecer un orden supuestamente amenazado por una subversión inminente que, de hecho, está siendo planeada milimétricamente por quienes se proclaman como la única opción para detenerla; el resurgimiento de grupos armados ilegales que actúan con la complicidad del Estado.
La otra cara del declive democrático radica en la desorientación de las fuerzas políticas de izquierda. Se manifiesta también de muchas maneras: pérdida de contacto con las necesidades, las aspiraciones y las narrativas de indignación de las clases populares cuyos intereses dicen defender; concentración exclusiva en estrategias electorales a corto plazo cuando cada vez es más incierto que haya elecciones o que estas sean libres y justas; surgimiento de nuevos sectarismos y dogmatismos, ya sea en nombre de la prioridad del desarrollo extractivista, ya sea en nombre de la prioridad de las pautas identitarias raciales o sexuales; de este sectarismo deriva la incapacidad para identificar lo que, a pesar de todo, une a las diferentes fuerzas de izquierda y para incidir pragmáticamente en estos puntos de unión a fin de ofrecer una alternativa política creíble (la víctima más reciente de este sectarismo fue la izquierda ecuatoriana tras la primera vuelta de las elecciones de 2021).
La convergencia tóxica de estas dos caras del declive democrático está haciendo que las poblaciones vulnerabilizadas por el capitalismo cada vez más salvaje, por el colonialismo eterno y por el patriarcado no menos eterno sigan, según el contexto, uno de los tres caminos siguientes: a) sucumbir a la desesperación y resignarse por la vía del crimen o de la salvación en el otro mundo, acogiéndose mansamente como corderos a la protección de los lobos trascendentes del capital religioso; b) rebelarse fuera de las instituciones, dando lugar a explosiones sociales que pueden incluir ocupaciones de zonas urbanas (India y Colombia), saqueo de tiendas y supermercados (Sudáfrica) o destrucción de estatuas de esclavistas y de asesinos de los vencidos de la historia (Sudáfrica, Estados Unidos, Colombia y, más recientemente, Brasil); c) organizarse para asegurar la transformación del sistema político y social, utilizando los procesos electorales para elegir a los candidatos que prometan dicha transformación. Solo este último camino garantiza el rescate de la convivencia democrática y por eso me centro en él, sin dejar de insistir por ello en que tiene lugar en el contexto en el que otros caminos se siguen o pueden seguirse en paralelo o
El camino de la transformación política tiene en la actualidad tres caras principales en el continente: el rescate a través de la elección de candidatos
populares conocidos tras la cruel experiencia con gobiernos de derecha neoliberal (México, con López Obrador, Argentina, con Alberto Fernández, Bolivia, con Luis Arce); el rescate por vía de la transformación del sistema político mediante la convocatoria de asambleas constituyentes (Chile); el rescate por medio de la elección de candidatos hasta ahora desconocidos, pero cuyo origen y trayectoria legitima el riesgo de un cheque político casi en blanco (Perú). Todos estos caminos ofrecen cierta esperanza (al menos, la de respirar durante algún tiempo, lo que no es poco en tiempos de pandemia) y todos implican riesgos. Me centro en el caso de Perú por su actualidad y complejidad.
El pasado 28 de julio Pedro Castillo asumió la presidencia de Perú. Hasta hace unos meses, Castillo era un desconocido político. Nacido en Tacabamba, a casi mil kilómetros de Lima, centro político de Perú, Castillo es un campesino humilde, maestro de primaria, rondero, (las rondas campesinas son patrullas de defensa comunitaria elegidas por comunidades campesinas y hoy legalmente reconocidas por el Estado) y dirigente sindical que concentra en sí mismo las características de las poblaciones que siempre han estado excluidas económica, social y políticamente por razones clasistas, racistas o sexistas. El proceso que culminó el 28 de julio es tan revelador del declive democrático como de la posibilidad de rescatarlo.
Veamos primero el declive. Las fuerzas de derecha hicieron todo lo posible para impedir la toma de posesión de Pedro Castillo. Invocaron fraude electoral, recurrieron a dilaciones procesales en las instancias electorales, promovieron la demonización de Castillo en los medios de comunicación nacionales e internacionales (en los que participó el patético Vargas Llosa), movilizaron a las Fuerzas Armadas y a las iglesias para frenar la “subversión”. La situación era complicada porque Pedro Castillo había ganado las elecciones por un pequeño margen. Hoy está claro en las Américas (incluyendo EE.UU.) que quien se proponga rescatar la normalidad democrática tiene que ganar con un amplio margen para evitar ser sometido al tormento de la sospecha manipulada de fraude electoral. Ya antes lo habría mostrado López Obrador, a quien le robaron varias elecciones antes de la que ganó por una diferencia de muchos millones de votos.
Esta vez, las fuerzas de derecha no lograron sus objetivos porque se enfrentaron a un importante factor de rescate. Es que Castillo se identificaba con los excluidos de la historia de Perú. Una de cada cuatro personas se identifica como miembro de uno de los muchos pueblos indígenas andinos y amazónicos que han sido víctimas de proyectos mineros extractivistas, a los que se han opuesto con riesgo de sus vidas. Según datos de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, entre 2001 y 2021 fueron asesinados 200 defensores de derechos humanos involucrados en la defensa de los territorios. No es de extrañar que Castillo haya obtenido más del 70% de los votos en las provincias donde las poblaciones sufren más por los grandes proyectos mineros (Espinar, Chumbivilcas, Cotabambas, Celedín, Islay, Pasco, Ayabaca, Cañaris). Ante el peligro de que les roben la elección, miles de indígenas y campesinos, ronderos, acostumbrados a rondar por sus comunidades para garantizar la seguridad de sus vecinos, convergieron en Lima, provenientes del Perú profundo, esta vez para velar y garantizar la seguridad de algo más bien etéreo, el resultado de las elecciones, la democracia misma. Por tanto, tampoco es de extrañar que, mientras en los gobiernos de los últimos veinte años los ministros que integraban el gobierno nacieron predominantemente en Lima –entre el 62% en la gestión de Martín Viscarra y el 87% en la de Alejandro Toledo–, ahora en el Gobierno de Pedro Castillo solo el 29% de sus ministros posesionados nació en Lima.
Este movimiento no sucedió por casualidad. Tenía antecedentes en el movimiento de los jóvenes urbanos que, en octubre de 2020, se rebeló contra un gobierno ilegítimo y ocupó las calles de Lima en defensa de la democracia, dos de los cuales fueron asesinados. Fueron reprimidos violentamente y así se convirtieron en la nueva generación de héroes, los héroes del bicentenario. Esta conjunción anunciaba la posibilidad de nuevas alianzas intergeneracionales y entre la ciudad y el campo, alianza que, en este momento, parece tener nueva y particular importancia en otros países (por ejemplo, en la explosión social que vive Colombia actualmente).
Pero las dificultades en la elección de Pedro Castillo y en la composición de su Gobierno revelan también la otra cara del declive democrático que mencioné anteriormente: la desorientación y fragmentación de las fuerzas de izquierda. Las alianzas necesarias revelaron la existencia de importantes fracturas entre las izquierdas. Las fracturas son complejas y en ellas convergen las viejas rivalidades tácticas y estratégicas que siempre dominaron en la izquierda tradicional, y las nuevas rivalidades sobre la naturaleza y prioridad de las nuevas luchas contra la discriminación racial y sexual. A diferencia de lo ocurrido en Ecuador, la división no parece ser tanto sobre la prioridad de la lucha contra el extractivismo minero y la desigualdad social que provoca. Tiene que ver, principalmente, con la división entre izquierdas progresistas en el plano de la igualdad socioeconómica y conservadoras en el plano de las costumbres e identidades (igualdad de género y defensa de las causas LGBTIQ), por un lado; e izquierdas progresistas en ambos planos e incluso, eventualmente, que priorizan el segundo plano, por otro. Esta división fue ocultada a veces por acusaciones de extremismo que llegaron a envolver la memoria de la subversión guerrillera (Sendero Luminoso), un peligro ahora definitivamente enterrado en Perú (no se puede decir lo mismo de la subversión contrarrevolucionaria de extrema derecha, en la tradición nefasta del fujimorismo). Estas divisiones fueron evidentes en la constitución de la mesa directiva del Congreso y el desastroso resultado podría ser fatal para el gobierno de izquierda. También fueron evidentes en el proceso de constitución del Gobierno, pero aquí fue posible superarlas y prevaleció el sentido común. Por ahora, al menos.
Nada de esto es seguro, excepto que las fuerzas de derecha y extrema derecha estarán atentas y no desaprovecharán ninguna de las oportunidades que les brinde este gobierno de izquierda para derrotar una propuesta de esperanza que ahora vuelve a iluminar el continente desde Perú. En su discurso de toma de posesión, el presidente Pedro Castillo utilizó la expresión quechua Kachkaniraqmi, que significa “sigo siendo”. A pesar de todas las exclusiones y humillaciones del pasado, el pueblo humilde y trabajador de Perú, con la elección de Pedro Castillo, recupera la esperanza de seguir siendo garante de la lucha por una sociedad más justa. Esta esperanza está presente de modo muy elocuente en las palabras de uno de los ministros más importantes del nuevo Gobierno, Pedro Francke, ministro de Economía: “Por un avance sostenido hacia el Buen Vivir, por igualdad de oportunidades, sin distinción de género, identidad étnica u orientación sexual. Por la democracia y la concertación nacional, ¡sí juro!”.
Boaventura de Sousa Santos
Foto tomada de: https://jesuitas.lat/
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