Davis, conoció Colombia desde su juventud y se quedó, -la locura de Colombia fue la que me salvo-dice, embrujado de nuestras montañas, de nuestros ríos, de nuestra enorme riqueza natural, de nuestras diversas y valiosas expresiones culturales, de la tenacidad de nuestras gentes, que han construido un país a pesar de la dureza de la geografía y contra la mediocridad e incompetencia de quienes hasta ahora han definido el destino de la república y de la que el estado actual del Rio Grande es una muestra patética.
Desde entonces no ha parado, ni dejado de sorprenderse, escudriñándolo al detalle, estimulado por su inmenso amor a nuestro país y por su acuciosa y desprevenida curiosidad, que le ha permitido investigarlo como el mayor y más dedicado de nuestros estudiosos, desde la alucinante Guajira y la región de los Hermanos Mayores, hasta las breñas santandereanas, desde la exuberante y amenazada Amazonia, al biodiverso pacifico colombiano, desde las altas cumbres del Macizo colombiano, hasta el más caliente de nuestros valles interandinos.
Y el libro refleja ese viaje fantástico por la geografía de la esperanza, con belleza literaria, exuberancia y rigurosidad, en sus cuatro capítulos, incluido la introducción y el ensayo bibliográfico y las hermosas páginas de leyenda del Alto, el Medio y el Bajo Magdalena, un rio que hizo posible la nación. Un itinerario desde las alturas nevadas donde nace el agua que nutre la macro cuenca del Magdalena-Cauca, hasta su fluir sin retorno a Bocas de Ceniza, espacio vital donde transcurre gran parte de la vida colombiana.
A través de distintos personajes, diseminados a lo largo de su recorrido, que solo se producen en este país, casi inverosímil, Davis nos introduce en la historia nacional que ha definido la suerte de la gran paleo fosa, hasta el hoy colombiano, lleno de incertidumbres, pero, que, sin embargo, Davis nos alienta a asumir con gran optimismo, dado que encuentra en nuestra compleja realidad elementos vitales para afrontar el futuro, como la hoja de ruta del proceso de paz, que de cumplirse y desarrollarse en toda su extensión y profundidad, tendríamos los colombianos las columnas robustas con la cuales levantar el edificio de una gran nación, una gran casa donde quepamos todos y dejar atrás por siempre la violencia que ha teñido de sangre el territorio nacional y manchado las aguas de nuestro gran Yuma.
En otras latitudes del mundo y a lo largo de la historia de las civilizaciones, estas se han desarrollado a lo largo y lo ancho de las aguas, en un camino zigzagueante, con asombrosos logros tecnológicos y científicos, en medio de largos periodos de violencia, zaga en la cual los ríos y los mares fueron el vehículo mediante el cual la humanidad ha alcanzado estadios elevados de progreso, bienestar y empatía.
El rio Magdalena y Colombia no escapan a ese sino de la historia de los hombres y de las mujeres sobre la tierra. Pero con una diferencia: se nos escurre el progreso y nos queda la violencia. Que no cesa, fría, sistemática, a la sombra de poderes oscuros. Desde la llegada de los españoles en su obra de conquista y colonización, nuestro suelo se llenó de sangre y corrió por nuestras aguas, por el rio. El proceso de independencia hizo del Magdalena la vía de la libertad, teñido de rojo. Bolívar, el fantástico caraqueño, culo de hierro, señaló, premonitorio, que quien dominara el rio se haría con estos territorios para la utopía de la libertad. No se equivocó.
Nuestra consolidación como nación fue testigo de los enfrentamientos civiles que caracterizaron el siglo XIX a raíz de los esfuerzos por encauzar el país hacia los nuevos aires de una democracia de igualdad, fraternidad y libertad, aspiración que no hemos sido capaces de consolidar aun hoy y que sigue llenando el rio de muertos.
Lo que tenemos de infraestructura productiva se lo debemos al rio. Dos ejemplos bastan: Honda, una hermosa ciudad del caribe enclavada a casi 1000 kilómetros de Bocas de Ceniza y que todos los colombianos deberíamos visitar, ofició de puerto de Bogotá a través de los caminos de mulas, y desde Puerto Nare, a lomo de hombres, los famosos cargueros, indígenas y negros, zambos y mulatos, con la zaga de la arriería, vencieron, montaña arriba, la difícil geografía para hacer de Medellín el primer emporio industrial del país, que hoy sufre el ocaso de una industria que fue pionera en nuestra construcción económica. El rio lo hizo posible.
Igual que el café que surgía de las breñas del viejo Caldas y el tabaco de Ambalema. El ingenioso cable de Manizales a Mariquita, el más largo del mundo, (1922) buscaba afanoso al rio que el ferrocarril Honda-Dorada propició superar el Salto de Honda, donde capitanes osados y hombres de rio anulaban la imposibilidad de navegarlo desde Neiva hasta Barranquilla y viceversa, de manera ininterrumpida, para encontrar la génesis del mercado interno y los mercados internacionales. Superar el salto de Honda constituyó, en su momento, una verdadera muestra de osadía e ingenio.
El rio y su generosidad, el trabajo de esforzados empresarios pioneros e innovadores, científicos, capitanes de barcos, bogas del rio, braceros, cargadores y arrieros- que acercaba las cumbres, donde construimos nuestras ciudades al rio- en una proeza formidable de trabajo, aguardiente y prole, maquinistas de trenes, trabajadores ferroviarios, indígenas y negros, pescadores y músicos, prostitutas y señoras, rostros del rio, que construyeron, en una odisea formidable, a ambas lado de sus orillas, un país que parece írsenos de la mano y que Davis nos invita a rescatar con un profundo optimismo.
El rio constata la dificultad del progreso y el bienestar entre nosotros. De manera, que a veces resulta muy difícil de entender, el rio sufrió el ocaso que le decretaron quienes mandaban desde la fría Bogotá y de un rio de vida se convirtió en depositario de nuestras violencias. Igual que el ferrocarril.
Lejos están las épocas donde una relativa prosperidad se sentía fluir por esa brecha de vida que corre entre dos de nuestras cordilleras y las paralelas del ferrocarril, que hoy son sinónimo del progreso en el mundo, que aquí construimos con enormes dificultades y que abandonamos, como el rio, para para introducir tracto mulas por un sistema de carreteras que no resisten un invierno como se observa en las dificultades actuales en la principalísima vía Bogotá-Villavicencio y la avalancha de corrupción que dificultan el progreso material del país.
De la lectura de Magdalena, historia de Colombia se abre una gran oportunidad para volver a reencontrarnos con el rio, para estudiarlo, para reinterpretarlo, para comprenderlo a raíz de las nuevas urgencias climáticas del mundo, para rescatarlo, para convertirlo en un rio de vida. Y darnos, con su rescate, una gran oportunidad como nación.
Fernando Guerra Rincón
Foto tomada de: Radiónica
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