Una guerra infame que dejó como saldo más de 70.000 muertos, a un costo exorbitante de 2,26 billones de dólares (se habla hasta de 6.4 billones de dólares) contra un país de pastores de cabras, pero clave en el entramado político del petróleo que aún es decisivo en las actuales instancias del mundo y que ninguna potencia ha podido dominar en esas escarpadas y duras montañas.
Una guerra que deja un país desolado, con una esperanza de vida de 63 años, una tasa de mortalidad de 638 por cada 100.000 nacimientos, una tasa de retraso infantil del 38% y una pobreza generalizada.
Lo ocurrido a los Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 es el resultado de su arrogante papel de gendarme mundial para imponer a sangre y fuego su sistema económico y político como verdades universales; un sistema que es ajeno a las visiones de otras culturas que no tienen nada que ver con el modo de vida americano, con el llamado excepcionalísimo americano.
Desde mucho antes que el gobierno Bush invadiera Irak con el infundio de que el régimen de Sadam Hussein poseía armas de destrucción masiva, que le terminó costando a los iraquíes 300.000 muertos, Estados Unidos trató de imponer la democracia a punta de intervenciones militares, de bombas y de crímenes en esa área del mundo. Y con ello asumió la responsabilidad de la estabilidad y el desarrollo político de Afganistán e Irak a su imagen y semejanza, como los dueños del mundo.
Esta idea nunca funcionó y nunca funcionará. Es la experiencia histórica. Lo único que ha logrado Estados Unidos en Oriente Próximo es la exacerbación del conflicto. Al pobre Biden solo le quedaba recoger los restos de una derrota inevitable, que solo confirma el declive global en beneficio de China, que sin disparar un solo tiro es ya el absoluto ganador de esta humillación norteamericana y tendrá a su disposición un Afganistán rico en minerales facilitando la inserción del gigante asiático en Paquistán, Irán y Asia central.
Poder emergente que, sobre la base de respetar la libre determinación de los pueblos, se abre paso hacia la cima del poder mundial de forma inatajable. Lo contrario al accionar histórico del viejo imperio, con una circunstancia adicional: no está, como cuando nos arrebató Panamá en 1903, en pleno ascenso, sino en un acelerado declive:
“Una potencia no dura un solo minuto más de lo que tiene que durar. Estados Unidos ha tenido durante mucho tiempo la capacidad militar para pulverizar a sus enemigos, pero a pesar de las repetidas afirmaciones del presidente Bush de que Estados Unidos “debe iniciar la ofensiva y permanecer a la ofensiva” entre la “guerra contra el terrorismo” y el “eje del mal”, Estados Unidos ha fracasado en todos los frentes a la hora de poner solución a las amenazas importantes que ha identificado, dejando al descubierto la impotencia de su poderío militar” [1]
La geopolítica mundial cambió desde aquellos fatídicos hechos del once de septiembre del 2001, con hondas repercusiones internacionales donde Colombia quedó en el centro de la candela. Y aún sigue en sus brasas, con trazas de convertirse en un incendio. Y el país debe recoger las lecciones pertinentes de esta experiencia.
En esta región del mundo se instaló, con consecuencias impredecibles, la áspera rivalidad política internacional con consecuencias impredecibles y donde el viejo imperio pierde influencia en lo que ayer fue su patio trasero.
El área donde esta disputa es más acre es Venezuela y las fuerzas están alineadas: Colombia con los Estados Unidos por voluntad de los últimos gobiernos en una estrategia harto riesgosa para la seguridad del país y de los colombianos. Y Venezuela y Maduro con Rusia, China, Irak. Lo que señala la experiencia afgana es que los americanos no son un aliado confiable.
Colombia y Afganistán, a pesar de estar en las antípodas del mundo, tienen enormes similitudes en áreas que han sido determinantes en la evolución de los acontecimientos que comentamos: el país asiático es el mayor productor de heroína del mundo. El 90% del mercado mundial de este opioide-materia prima de la industria farmacéutica mundial- es suministrado por los talibanes que resultaron fortalecidos con las rentas de este negocio, en su enfrentamiento con los gringos. El opio es fundamental para elaborar la morfina y la codeína consumidas en forma masiva en Occidente.
Colombia, por su parte, es el mayor productor de hoja de coca y de cocaína del mundo y provee el 80% del mercado. El negocio de la cocaína desquicia todas las instituciones del país, desde la Presidencia de la Republica hasta la última estación de policía en los extremos del territorio. Los colombianos asistimos hoy al deprimente espectáculo de cómo los dineros del narcotráfico definen las elecciones en el país a todo nivel, con las acusaciones mutuas entre el expresidente Andrés Pastrana y los Rodríguez Orejuela.
Del Acuerdo de paz no va quedando rastro y la guerra se ensaña en buena parte del territorio nacional, especialmente en las regiones fronterizas, el Arauca, Norte de Santander, una situación de seguridad que expone al país a un agravamiento de las difíciles circunstancias por la que pasa las relaciones entre los dos países que se acusan mutuamente de la fragilidad de la frontera.
Las disidencias de las FARC, el ELN y las distintas facciones que se dedican al negocio del narcotráfico están a la ofensiva. Copan el territorio con sus efectivos en crecimiento, ante un ejército desconcertado que solo atina a ofrecer recompensas y a notariar los muertos en sus filas, en la de los líderes ambientales, en la de los excombatientes de las FARC, y en la de los ciudadanos del común expuestos a las vicisitudes de un conflicto recrudecido.
La insistencia irresponsable del gobierno Duque, al servicio de los intereses norteamericanos en la región, de imponer a Venezuela la democracia como sistema político y la economía de mercado como la filosofía rectora de su sistema productivo, han contribuido de forma notoria al agravamiento de la crisis binacional. Eso salió mal en Afganistán. Está saliendo muy mal en Colombia, ante un Maduro que en vez de debilitarse se afianza en el poder de la mano de sus incondicionales aliados.
El conflicto que dirima la preminencia política, económica y militar en el mundo puede definirse de varias maneras: una confrontación militar directa entre China, Rusia, de un lado y los Estados Unidos por el otro. Otra forma es que, como ha sucedido en el pasado, este enfrentamiento no se de manera directa entre los actores involucrados y se defina en las periferias del mundo: un enfrentamiento militar entre Colombia y Venezuela.[2] Los dados están echados. Y el narcotráfico es uno de ellos. Sirve de excusa. Atiza el conflicto.
Ni siquiera podemos atender con suficiencia el delicado conflicto limítrofe con Nicaragua que entró indefectiblemente en la dinámica política internacional. Los expresidentes no pueden reunirse, ocupados en sus pequeñas o grandes rencillas para atender un asunto que puede pasar a mayores.
El desenlace previsible de la ocupación norteamericana en Afganistán debe servir para mirarnos en ese espejo roto. Sin dudas y sin temor a exagerar Colombia, está en una encrucijada y debe abordarlo mirando todas las aristas del problema.
La campaña electoral que abrió fuegos debe servir para debatir este asunto a fondo. De seguir por el mismo equivocado camino el futuro del país está seriamente comprometido. Afortunadamente este problema cardinal está en la agenda de algunas campañas frescas.
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[1] Parag Khanna, El Segundo mundo. Imperios e influencia en el nuevo orden mundial, Paidos, Barcelona 2008, Pág. 414.
[2] Estados Unidos y China no están destinados a la guerra, El Tiempo, 22 de agosto de 2021, Pág. 2.3
Fernando Guerra Rincón
Foto tomada de: france24.com
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