El descontento ciudadano y la desconfianza hacia las instituciones políticas se incrementa ante el asombro que producen las noticias que revelan cómo las actuaciones del Gobierno van en contravía del sentir general. Cuando se premia al ministro causante de las movilizaciones combatidas a sangre y fuego para acallarlas eligíéndolo como codirector del Banco de la República; o cuando se designa a un fiscal de reconocida trayectoria al servicio del régimen para investigar a la responsable de la adjudicación de millonario contrato a una banda de corruptos que constituyen sociedades de papel para licitar con el Estado; o cuando se hace público el anuncio de la existencia de monedas de cobre recubiertas de oro con el nombre del primer mandatario para ser obsequiadas en la Feria del Libro en Madrid cual recordatorios de primera comunión mientras se pregona austeridad; o, cuando se escucha que el Congreso prepara la suspensión de la Ley de Garantías en vísperas de elecciones generales, en abierta violación a la Constitución y al espíritu de la norma, poniendo en desventaja a los partidos y movimientos de la oposición.
Los casos citados y muchos más, como el sonado caso de Odebrecht del que poco se habla ya, son prueba fehaciente de la crisis crónica que padece el país, “dirigido” por un gobierno corrupto y débil al que le crecen los problemas de toda índole, encabezado por un presidente con ínfulas de reyezuelo, representante de la soberbia oligárquica y de la cultura antidemocrática de la élite.
La corruptela que reina y que ha sido elevada a la categoría de sistema es de severa gravedad y adquiere peligrosas dimensiones por la legión de mediocres e ineptos funcionarios leales a quienes los nombraron en los cargos que ostentan y que hacen parte de una tupida red clientelar que incuba la impunidad. Tal como lo han expresado varios afectados por decisiones cuestionables de burócratas o políticos con poder, solo se tiene que hacer cualquier gestión documental que destape un acto irregular, levantar la voz contra cualquier aforado de Alí Babá o interponer denuncia que toque así sea de forma indirecta a cualquier político corrupto para comprobar en carne propia la dilación sin explicación del procedimiento.
En las condiciones mencionadas cabe preguntarse a qué se debe tan constante desafío a la democracia sin el más mínimo decoro.
Mirando hacia atrás se constata que diversos filósofos han advertido desde hace siglos el efecto distorsionador del poder y las alteraciones que el mismo suele provocar en ciertas personalidades que se esfuerzan por retenerlo, sobre todo cuando están rodeadas de aduladores que las aíslan de la realidad y fomentan en ellas sensaciones de injustificada superioridad. Maquiavelo, gran conocedor del ser humano advirtió en su momento que “el poder enloquece”, por lo que recomendaba al príncipe que se rodeara de asesores que no dudaran en decirle la verdad. El problema se agudiza cuando se trata de gobernantes o dirigentes ineptos, con pocas dotes o luces de mando y poca capacidad de sacrificio porque al tener poca autoridad les gusta exagerarla. En la misma línea de pensamiento, y tomando en cuenta la concentración del poder, lord Acton afirmó que “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Es lo que sucede en Colombia donde la división de poderes ha prácticamente desaparecido en virtud de la cooptación adelantada desde la cúspide y donde la corrupción – que se maneja con mucha hipocresía – afecta gravemente el sistema político dado que al convertirse en parte de lo cotidiano amenaza al núcleo de la democracia. En efecto, al introducir en el sistema la idea de que las decisiones se pueden comprar, se genera la idea de que existen canales de poder que inciden en las decisiones públicas por procedimientos distintos a lo establecido por las reglas de juego.
La concentración de poder se ha percibido siempre como una oportunidad para la generación de actos indecoros e inmorales porque crea la ilusión de impunidad, así como las mayorías absolutas corruptas minimizan el control de la oposición y fomentan un deficiente funcionamiento de la democracia puesto que una oposición que carece de voz con suficiente fuerza no puede evitar la ineficacia del control. Dado que el daño causado en el país por la dirigencia política es profundo y complejo, el cambio que muchos desean debe ir de la mano del empoderamiento de la ciudadanía y ser tan sistémico como lo es la corrupción que se ha arraigado en la cultura política.
Rubén Sánchez David, Profesor Universidad del Rosario
Foto tomada de: Caracol Radio
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