Inspirándome libremente en uno de los binarismos que subyacen a las Mitológicas de Lévi-Strauss, sugiero que las formas de poder que dominan en las sociedades tienden a tener una versión cocida y una versión cruda. Las dos versiones implican diferentes formas de ejercicio del poder y plantean cada una de ellas diferentes tipos de resistencias y de resistentes. Al contrario de lo que la metáfora culinaria podría sugerir, no existe una secuencia necesaria entre lo crudo y lo cocido. Ambas versiones coexisten, pueden activarse de forma alternativa o conjunta, y el dominio relativo de una u otra depende de los contextos sociales, económicos, políticos y culturales en los que se lleva a cabo el ejercicio del poder.
De entrada, conviene definir qué entiendo por poder: poder es la capacidad de alguien (persona, grupo, idea, entidad) de afectar la existencia de otro sin ser afectado por este, o serlo de forma subjetiva u objetivamente considerada menos intensa. Cuanto mayor es el desequilibrio entre la capacidad de afectar y ser afectado, más intensa o brutal es la forma de poder y mayor es la desigualdad entre las partes. Por tanto, la brutalidad no es una forma extrema de poder, sino una dimensión siempre presente en cualquier forma de poder. La versión cocida es la versión que mezcla la fuerza bruta del poder con ingredientes, condimentos y elaboraciones que lo disfrazan y le confieren diferentes sabores, vestimentas y maquillajes. No se trata de disfraces en el sentido común del término, algo externo y accesorio que no interfiere en la “esencia de la cosa”. Por el contrario, los disfraces del poder cocido son constitutivos porque este es siempre el resultado de la fuerza bruta y de todo lo que se invierte en la cocción. El poder crudo es el poder que se ejerce con plena exhibición de la fuerza bruta. Esto no quiere decir que no tenga sabores, ropaje o maquillaje. Lo que ocurre es que estos se utilizan para enfatizar la brutalidad, la crudeza del poder crudo. Es como si la forma de vestirse del poder fuese aparecer desnudo. Las dos formas de poder recurren a diferentes instrumentos para su ejercicio y a diferentes narrativas y retóricas para justificarse. Mientras que el poder cocido se justifica con argumentos que no tienen nada que ver con el poder, el poder crudo quiere que su ejercicio sea su justificación.
Como mencioné, es característico del poder cocido presentarse a partir de acciones, formas e ideologías de no poder: principios universales, salvación o beneficio potencial de todos, búsqueda de la verdad, virtud, pureza, belleza, cooperación, solidaridad, reciprocidad, hermandad en la lucha por los bienes comunes o contra enemigos comunes. Las instituciones que lo promueven tienden a constituirse de acuerdo con lógicas organizativas que idealmente no se ven afectadas por diferencias de poder. Las dos lógicas fundamentales son la burocracia y la retórica. La burocracia es la lógica de la racionalidad instrumental que opera por reglas o normas (escritas) a las que todos están sujetos. La retórica es la lógica de la argumentación que no pretende imponer nada a nadie. Solo busca persuadir o convencer. Hay diferencias de poder argumentativo, pero convergen en resultados mutuamente aceptados.
El poder crudo se ejerce y se presenta de maneras que acentúan la fuerza bruta cuya justificación radica en su propio ejercicio y en la devastación que causa. Lejos de ocultar esta devastación, la exhibe y, a través de ella, exalta, idealmente por exceso, las diferencias de poder. Cuando esta exhibición puede ser contraproducente, la disculpa de maneras que minimizan el daño o la responsabilidad, como errores técnicos, falsos positivos, daños colaterales, zonas de sacrificio, «manzanas podridas». La lógica organizativa que preside el ejercicio del poder crudo es la violencia, el ejercicio incondicional de la fuerza ya sea física (guerra, asesinato, incendio, saqueo, tortura física, mutilación) o psíquica (“tortura sin tacto”, “técnicas avanzadas de interrogatorio”, discursos de odio, amenazas), funcional (trabajo esclavo) o estructural (racismo, sexismo).
Ambas formas de ejercicio del poder condicionan la resistencia de los afectados. La dificultad relativa de la resistencia depende, en primera instancia, del grado de desigualdad entre quienes tienen poder y quienes no lo tienen o entre quienes tienen más poder y los que tienen menos poder. Pero las formas de resistencia al poder cocido y al poder crudo varían sustancialmente: diferentes formas de lucha, diferentes ideologías, así como diferentes protagonismos por parte de diferentes tipos de resistencias y de alianzas entre ellas. La resistencia al poder cocido tiene que ser cocida, al igual que la resistencia al poder crudo tiene que ser cruda.
Las dos formas de ejercicio del poder tienden a estar presentes en cualquier campo (económico, social, político o cultural), escala (interpersonal, local, nacional, global) o tiempo histórico (pasado, presente). En este texto, analizo algunas dimensiones del poder político contemporáneo.
Imperios
Por imperio entiendo el espacio geopolítico constituido por varios países, formalmente independientes o no, subordinados, en su totalidad o sustancialmente, a un determinado país dominante, el país imperial. Los imperios siempre han constituido formas de poder complejo en las que se mezclaban el poder cocido y el poder crudo. Pero el dominio relativo de ambas versiones varió mucho a lo largo del tiempo. En los primeros momentos de los imperios casi siempre dominó el poder crudo, pero las exigencias de sostenibilidad requerían rápidamente la presencia de poder cocido. Debido a su lógica expansionista, los imperios difícilmente coexistían entre sí y, por ello, tendían a sucederse a lo largo del tiempo. Cuando coexistían, un determinado imperio tenía que acomodarse o subordinarse a otro. Fue el caso del Imperio portugués que, desde el siglo XVIII, sobrevivió subordinado al Imperio británico.
Para limitarme a la época moderna (siglo XV y siguientes), podemos identificar los siguientes imperios, cada uno de ellos con sus versiones cocidas. La fuerza bruta que los animaba siempre estuvo disfrazada de principios universales, es decir, ideas o valores cuya vigencia supuestamente beneficiaba a todos. La versión cocida de los imperios portugués y español fue la propagación de la cristiandad y de la salvación de la que esta era portadora; en el caso del Imperio británico, fue el libre comercio y el progreso; en el caso del Imperio francés, fueron, después de la Revolución francesa, los principios revolucionarios y los derechos humanos; en el caso del Imperio soviético, fue el hombre nuevo, el socialismo y el comunismo; y, por último, en el caso del Imperio estadounidense (sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial), fue la democracia, los derechos humanos y la primacía del derecho. Hoy se discute si está surgiendo o no otro imperio, el Imperio chino, que reemplazaría al Imperio estadounidense. De ser así, la versión cocida del Imperio chino probablemente será el desarrollo económico y tecnológico, la iniciativa de la Franja y la Ruta de la Seda. La nueva Guerra Fría entre Estados Unidos y China parece presagiar precisamente una nueva guerra entre imperios. En cualquier caso, en buena parte del mundo (en la que se inscribe aquella desde la que escribo) domina el Imperio estadounidense, del que me ocupo con más detalle.
Lo crudo y lo cocido estadounidense y la democracia
Los análisis del declive del Imperio estadounidense son cada vez más numerosos y convincentes. Una de las fuentes más fiables es probablemente el Consejo Nacional de Inteligencia vinculado a la CIA, considerado el centro analítico más importante de Washington. Cada cuatro años viene publicando sus análisis sobre las «tendencias globales» y son cada vez más insistentes las referencias a la próxima primacía mundial de la economía china (¿2030?) y las implicaciones que ello puede tener para el mundo y, sobre todo, para EE. UU., cuya superioridad militar continuará, pero cuya eficacia se pone cada vez más en tela de juicio (véase la salida de Irak impuesta por este país y la caótica retirada del Afganistán). Más que la futurología sobre la nueva Guerra Fría, interesa analizar los cambios en curso del poder imperial estadounidense, porque son los que tienen mayor impacto en la vida de los países sujetos a él y especialmente en el régimen político que todavía domina en EE. UU, la democracia.
El cambio más notorio es el predominio cada vez más visible del poder crudo sobre el poder cocido. No se trata de afirmar que, contrariamente a lo que sucedía antes, el poder crudo prevalece hoy a escala global e inequívocamente sobre el poder cocido. Realmente creo que las dos formas de poder siempre han estado presentes y que en diferentes partes del mundo el poder crudo siempre ha prevalecido (que lo digan Centroamérica y América Latina a lo largo del siglo XX o el Vietnam de las décadas de 1960 y 1970). Se trata de constatar que la forma de poder crudo parece ser globalmente dominante hoy en día y sobre todo más visible. Hay dos formas mediante las que esta visibilidad se hace más evidente: por un lado, el pasaje de la victoria sobre el adversario al exterminio del enemigo y, por otro, la hiperdiscrepancia entre principios y prácticas.
De la victoria sobre el adversario al exterminio del enemigo
El exterminio de enemigos políticos siempre ha sido una de las armas elegidas por los gobiernos dictatoriales. En los últimos tiempos, los casos del nazismo y el estalinismo están bien documentados. En el último caso, la tara homicida parece haber continuado incluso después del fin del estalinismo y del fin del régimen soviético, como lo ilustra el asesinato por envenenamiento del exespía ruso Alexander Litvinenko en Londres en noviembre de 2006 por parte de agentes del Kremlin, según lo confirmado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en 2021.
Particularmente preocupante e intrigante es el recurso a la liquidación de opositores políticos en regímenes democráticos que, a pesar de las convulsiones y contradicciones, han prevalecido en el campo de la hegemonía estadounidense. Se estima que el declive del Imperio estadounidense comenzó o se hizo más evidente a partir de 2003 con la invasión de Irak y la guerra contra el terrorismo. La idea de la superioridad global del capitalismo al combinar la promesa del desarrollo global con la promesa de libertad (una combinación que el modelo soviético no pudo lograr) se vino abajo y fue reemplazada por la defensa nacionalista y unilateral de Estados Unidos contra enemigos externos e internos.
La convivencia conflictiva con reglas pactadas entre adversarios políticos, que es la esencia de la democracia, fue reemplazada paulatinamente por la idea de la urgencia de exterminar al enemigo, ante la cual el fin justifica los medios. Y los medios pasaron a ser las distintas formas de violencia, tanto legales (el derecho penal del enemigo) como ilegales (la contrainsurgencia), tanto físicas como de otro tipo. Insisto, este no fue un cambio de 360 grados, fue una inflexión significativa que repercutió en las más diversas formas de acción política, no solo de Estados Unidos, sino también de sus aliados. La creciente confusión entre enemigo externo y enemigo interno ha llevado al endurecimiento del derecho penal (límites al derecho de defensa, aumento de la punitividad), a la creciente militarización de la policía y al uso del ejército para restablecer el “orden interno”. Dados los obstáculos a la acción violenta del poder crudo contemplados en los tratados internacionales de derechos humanos en escenarios de guerra (a saber, los Convenios de Ginebra), se inventaron formas de guerra no convencionales, las guerras irregulares, se alentó la creación de fuerzas paralelas ilegales para actuar en articulación con las fuerzas armadas, como milicias y grupos paramilitares (por ejemplo, en Colombia), y se extendió el recurso a ejércitos mercenarios con los mismos objetivos de burlar los organismos internacionales de defensa de los derechos humanos.
La violencia del poder crudo se ejerce hoy de muchas maneras que pueden o no implicar violencia física. La neutralización o cancelación, como se diría hoy, de adversarios políticos se ha convertido en una medida común ejecutada por agencias nacionales o extranjeras, recurriendo a escuchas ilegales, noticias falsas, amenazas, discursos de odio. En los últimos diez años, la neutralización de políticos considerados hostiles a los intereses estadounidenses cuenta con nuevas armas, como los llamados “golpes blandos”, supuestamente llevados a cabo en el marco de la normalidad democrática, y la lawfare, la manipulación burda del sistema judicial (casi siempre con el apoyo militante de los medios de comunicación hegemónicos) para lograr objetivos políticos específicos, de los que la Operación Lava Jato en Brasil es hoy el ejemplo más infame a escala mundial.
Cuando la neutralización no fue posible o suficiente, se recurrió al asesinato de líderes políticos, militares y sociales. La implicación de la CIA en el asesinato de líderes políticos es de sobra conocida, desde Patrice Lumumba, el primer jefe de gobierno elegido democráticamente en la República Democrática del Congo, asesinado en 1961, hasta el proyecto de asesinato de Julian Assange, aparentemente en vigor desde al menos 2017. También se conocieron los múltiples y, en ocasiones, rocambolescos intentos de asesinar a Fidel Castro. Parece justo afirmar que cuanto más íntima es la alianza con Estados Unidos, más común ha sido el recurso al asesinato de opositores políticos. Estos son los casos, entre otros, de Colombia, Israel y Arabia Saudita. En Colombia, a pesar del fin formal de la violencia política con la firma de los Acuerdos de Paz con el grupo guerrillero más importante (FARC) en La Habana, en 2016, han sido asesinados 1.237 líderes sociales desde entonces, incluidos 348 líderes indígenas y 86 líderes afrodescendientes. Además, fueron asesinados 295 excombatientes, guerrilleros que iniciaban o reanudaban la vida civil en cumplimiento de los Acuerdos de Paz. El 18 de septiembre de este año, el nada sospechoso New York Times informaba del asesinato, a través de algún tipo de sofisticado control remoto, de otro científico nuclear iraní, Mohsen Fakhrizadeh, perpetrado por el Mossad, los servicios secretos israelíes, aparentemente con el conocimiento previo del presidente Donald Trump. Fue solo el último ejemplo de terrorismo de Estado por parte de Israel. De hecho, siguió el ejemplo de Estados Unidos, cuyos servicios secretos habían asesinado, el 3 de enero de 2020, mediante drones, a uno de los generales iraníes más respetados, Qasem Soleimani. En el caso de Arabia Saudita, el asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi en 2018 por agentes del príncipe Mohammed bin Salman fue particularmente conocido.
En el periodo de mayor visibilidad del poder crudo en el que vivimos, quizás se deba tener en cuenta el análisis del conocido historiador Alfred McCoy, según el cual, dado el historial de acciones desestabilizadoras de la CIA, un país aliado de EE. UU. se encuentra en una posición más vulnerable y peligrosa que un país enemigo. De hecho, a lo largo de muchas décadas, la CIA mostró grandes dificultades para desestabilizar países como la Unión Soviética, China, Corea del Norte o Vietnam, pero fue muy eficaz para desestabilizar gobiernos de países que, siendo aliados, quisieron reclamar en algún momento cierta autonomía en relación con los intereses geoestratégicos estadounidenses. Siempre que los conflictos eran intensos y los resultados inciertos, las acciones desestabilizadoras tendían a ser ambiguas y engañosas (mensajes contradictorios a las partes en conflicto) para asegurar la prevalencia de los intereses estadounidenses, cualquiera que fuera la parte victoriosa. Por otro lado, esta experiencia debe ser tomada especialmente en cuenta por los políticos en la órbita del Imperio estadounidense en la situación política internacional actual.
Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez
Boaventura de Sousa Santos, Académico portugués. Doctor en sociología, catedrático de la Facultad de Economía y Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor distinguido de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE.UU) y de diversos establecimientos académicos del mundo. Es uno de los científicos sociales e investigadores más importantes del mundo en el área de la sociología jurídica y es uno de los principales dinamizadores del Foro Social Mundial. Artículo enviado a Other News por la oficina del autor
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