A pesar de que la situación de la Tierra es más crítica que nunca, comienza la COP26 con una dosis elevada de escepticismo1, pues pocos creemos ya en una voluntad honesta y decidida por parte de nuestros gobernantes.
Por culpa nuestra, se ha contaminado el aire; calentado y desertizado el planeta; vaciado los acuíferos; deshelado los polos, los glaciares y el permafrost2; aumentado el nivel del mar; agotado los suelos a causa de los terribles impactos de la ganadería y del cultivo destinado a alimentar a los animales; deforestado bosques tropicales imprescindibles; destruido los sumideros naturales de carbono; provocado lluvias ácidas; salinizado y empobrecido los suelos; contaminado las aguas dulces y marinas; emponzoñado los suelos con pesticidas, herbicidas y fungicidas; desencadenado la toxicidad de frutas, verduras y cereales debido a dichos pesticidas; ocasionado el envenenamiento del pescado por metales pesados; invadido los mares de residuos de plástico que matan a peces y aves y se infiltran en nuestro organismo; y agotado el fósforo vital y muchas otras materias.
Empecemos por el agotamiento de recursos no renovables en lo que queda de siglo.
En primer lugar, el agua; en estrés hídrico a partir de 2025. Existe un riesgo grande de sequía a causa del calentamiento global, la agricultura y ganadería industriales (70%), la industria (20%) y el consumo doméstico (10%).
A continuación, materiales e hidrocarburos. Entre otros, la plata —utilizada en energía nuclear, energías solares y fotovoltaicas, pantallas táctiles, purificación del agua…—, el antimonio, el cromo, el oro, el zinc (en electrónica), el indio (en paneles voltaicos y pantallas planas), el neodimio y el estroncio (en imanes de baterías), el estaño, el plomo, el diamante, el helio (para imanes, pantallas, imágenes médicas, circuitos de enfriamiento de energía nuclear), el cobre (para la industria eléctrica), el uranio (para energía nuclear), el escandio (para reforzar el aluminio), el níquel (para baterías de pilas y ordenadores), el petróleo (un sinfín de productos) y el litio (baterías), el niobio (para reforzar el acero de los oleoductos), el berilio (para reactores nucleares), el mercurio, el grafito (para baterías de iones de litio), el platino (electrónica y electricidad), el manganeso, el gas natural, el hierro, el fósforo vital, el cobalto (aviones y centrales eléctricas), el aluminio y el carbón.
El petróleo será muy difícil y costoso de extraer y los petróleos «no convencionales», las arenas bituminosas y los gases y petróleos de esquisto ya dan unos balances financieros desastrosos y son inviables para el medio ambiente.
En resumen, se producirá un cambio radical en todos nuestros sistemas de producción durante la primera parte del presente siglo y el mundo nunca volverá a ser como antes.
Tenemos, pues, la obligación de desarrollar las energías renovables, pero no la que nos ofrece la industria capitalista actual.
¿Qué acciones podríamos llevar a cabo para no hundirnos definitivamente en el colapso? Podríamos empezar erradicando técnicas perjudiciales y atendiendo a innovaciones esperanzadoras.
El IPCC3, por ejemplo, no aprueba la captación del CO2 mediante la manipulación del clima y menos aún la manipulación de rayos solares en la atmósfera. Entre otras cosas, porque se desconocen las consecuencias de dicha modificación de equilibrios en el espacio.
Tampoco es una «idea brillante» verter hierro en los océanos pobres en biomasa para estimular su bomba biológica de carbono. Ciertamente, permitiría sedimentar el CO2 en el fondo de los mares, pero se desconocen los efectos en el medio ambiente y se podría, incluso, crear una neurotoxina mortal.
Una variante de lo anterior consistiría en tapizar el fondo de los océanos de caliza o de cal para reducir su acidificación y captar así cantidades crecientes de CO2, evitando con ello la perturbación global del sistema marino. Pero eso implicaría nuevas modificaciones en los equilibrios químicos y biológicos de consecuencias insospechadas.
No obstante, hay una técnica de captación aceptada por el IPCC que consiste en recuperar el CO2 procedente de instalaciones fijas emisoras para reinyectarlo después en una capa terrestre profunda. La técnica podría aplicarse al metano, transformando ese gas en metanol.
Otra acción innovadora ha sido concebida por dos estudiantes indios y dirigida a pequeñas empresas para que recuperen sus emisiones de CO2 a un coste reducido. Se trata de un disolvente muy barato.
También lo es el sistema direct air capture (DAC), que aspira el CO2 directamente de la atmósfera. La iniciativa resulta increíble y su finalidad, almacenarlo bajo tierra o sintetizarlo en forma de carburantes limpios y asequibles.
Otro invento que mejoraría el almacenamiento de CO2 bajo tierra de acuerdo con el método CarbFix capta los gases, los inyecta en basalto y los transforma en carbonato sólido.
Asimismo, Engie quiere sustituir poco a poco el carbón de sus fábricas por desechos «verdes» y captar el CO2 residual emitido por las centrales.
También es una iniciativa sorprendente la torre de 60 metros en Xi’an (China) que funciona con energía solar y absorbe el 19% de las partículas finas. O la de 6 metros en Rotterdam, que ioniza el aire.
Con todo, hay que analizar a fondo cuál es la huella de carbono que acompañaría a esas iniciativas, además de buscar una solución que interese a todo el planeta y no solo al de entornos locales.
En cuanto al transporte —gran emisor de CO2— hay propuestas para las baterías de los coches eléctricos, de futuro precario. Lo mejor sería reducir al máximo el uso de coches, por lo cual, habría que recuperar el comercio de proximidad, las líneas ferroviarias que pasaban por pueblos y aldeas, las estaciones de tren de cercanías, autobuses o autocares que comunicasen estaciones o transportes interurbanos entre pueblos y aldeas, y lanzaderas que nos acercasen a nuestros lugares de trabajo. Por desgracia, los seres humanos «deseamos» ir en coche a todas partes y nos hemos vuelto totalmente sedentarios, con los riesgos que eso implica para nuestra salud.
La gente también debería limitar al máximo las salidas al campo los fines de semana a respirar aire limpio. No hay que olvidar los enormes atascos que producen. Asimismo, sería mejor opción viajar en tren que en coche o avión. Y llevar poco equipaje si tenemos que coger el avión.
En resumen, para evitar las emisiones de gases de efecto invernadero, debemos usar transportes públicos y nuestras piernas; por tanto, afrontemos el hacinamiento y estimulemos nuestra curiosidad compartiendo espacio con nuestra especie.
En cuanto a los coches eléctricos, el futuro —ya se sabe a ciencia cierta— no está en ellos. Aunque el balance medioambiental de su uso sea positivo respecto del gasoil o la gasolina, no es neutro en absoluto. La mayor parte de los impactos medioambientales que produce intervienen en la fase de su fabricación, porque se necesita mucha electricidad. Además, emiten partículas finas cuando ruedan, creando una importante contaminación. De hecho, la industria del neumático y de los frenos están intentando resolver el problema. En conclusión, solo se ahorra con dichos vehículos un 29% de emisiones…Y eso sin tener en cuenta la necesidad de tierras raras para sus imanes.
Además, los trayectos largos siguen siendo problemáticos debido a la escasez de infraestructuras de carga rápida, para la que todavía no se ha encontrado solución.
Asimismo, sus baterías necesitan litio, también utilizado en teléfonos, ordenadores y baterías de almacenamiento de energías renovables… Así que, el agotamiento del litio está en el punto de mira. Siendo el reciclaje de las baterías otro grave problema.
Se está hablando mucho del coche de hidrógeno, pero el gasto con él es muy superior al del coche que funciona con batería y, además, necesita para su fabricación productos contaminantes.
Otro problema que urge resolver es la carencia de fósforo. Sin él, la vida no es posible, pues es un elemento fundamental para los seres vivos, indispensable para los ecosistemas naturales. No debemos, pues, tocar los yacimientos de fósforo si queremos asegurar la vida en la Tierra. Por ello, hay que reducir al máximo los abonos fosfatados sintéticos, que se vierten en cantidades que exceden en mucho las necesidades de las plantas. Hay que poner fin a su despilfarro colosal y mortal acabando con la agricultura industrial.
Ahí también podemos actuar extrayendo el fósforo de las aguas usadas en las depuradoras. En Suiza ya es obligatorio. Sin embargo, solo hay depuradoras en la UE y los EEUU, y su extracción es muchísimo menor que el fósforo que se extrae de las minas. Habría, pues, que prohibir también las harinas animales, que alimentan al ganado y consumen mucho fosfato.
Otra vía interesante sería reciclar el fósforo de los excrementos del ganado antes de mezclarlos con las aguas residuales procedentes de la ganadería y de otros nutrimentos que limitarían la contaminación de las aguas.
Con todo, la única opción posible y rápida es sustituir el sistema agrícola actual por el de cultivos que emplee únicamente abonos naturales, derivados de residuos animales y vegetales. De todos modos, el agotamiento rápido del fósforo y del agua harán inoperante la agricultura intensiva y no quedará más remedio que recurrir a la agricultura biológica, cuyos rendimientos son equivalentes a los de la agricultura actual. La duda es si sabrá el mundo convertir su agricultura a tiempo. Junto al calentamiento, es el problema más grave que tenemos. De momento, un buen método sería reducir un 90% nuestro alarmante consumo de carne, que supone alimentar a un ganado con tierras irracionalmente cultivadas.
Otro aspecto fundamental para detener el colapso climático son los bosques, que cubren una superficie enorme y retienen una gran cantidad de carbono. La conservación de los que quedan es vital para la supervivencia de los seres vivos. En la actualidad, se destruyen 13 millones de hectáreas de bosque al año, sobre todo en los trópicos. Según la revista Science (2017), las selvas tropicales, debido a la deforestación y la degradación de los árboles, emiten dos veces más de CO2 del que absorben. Por tanto, es urgente parar ahora mismo la destrucción de los bosques tropicales primarios de la Amazonía —el «pulmón verde de la humanidad»—, Indonesia y África.
La primera presenta una biodiversidad excepcional y desempeña un papel esencial en la estabilización del clima mundial, y su río, el Amazonas, proporciona una quinta parte del agua dulce del planeta. Eso da idea de todo lo que está en juego. Sus lluvias tienen un impacto mundial. Su destrucción aumentaría las precipitaciones en Rusia y Escandinavia, las reduciría en el Oeste y Medio Oeste de los EEUU y en América Central.
Por desgracia, las pérdidas de masa boscosa en el Amazonas están poniendo en peligro la vida del planeta y ya hay organismos que están planteándose su reforestación. El problema es la subida al poder en Brasil de Bolsonaro, militar de extrema derecha, racista, homófobo, violento, negacionista del clima y partidario de deforestar la Amazonia. Aunque más culpables son los brasileños que le votaron, muchos de ellos procedentes de las capas más humildes de país y, por tanto, víctimas directas del cambio climático. Y no olvidemos que su objetivo deforestador es consecuencia de los clientes devoradores de carne, pues necesita cultivar en ese suelo alimento para el ganado. Atentar contra la Amazonía es una catástrofe para toda la vida del planeta.
Hablemos más en detalle de las restantes causas de la deforestación a escala mundial, aparte de la depredación del sector agroalimentario. Europa es la región del mundo que, por sus importaciones, genera más deforestación en otras zonas del globo. El cultivo de soja y la plantación de palmeras (para extraer el aceite de palma) destinados a los países consumidores, es otra de las principales causas de la deforestación. La primera es el alimento del ganado; el segundo aparece en diésel, cosméticos, galletas…
Otra causa de la deforestación es la industria maderera. Un buen sustituto podría ser la fabricación de muebles y elementos de la construcción con maderas de bosques europeos certificados y de fábricas con certificación ecológica.
Como países ricos, debemos imponernos la obligación de no comprar maderas tropicales o «exóticas» y ayudar económicamente a los países pobres que las poseen para que no sean depredadas.
Además de las maderas procedentes de bosques de gestión ecológica certificada, podríamos comprar muebles antiguos, despreciados habitualmente, pero de mucho mayor valor que los actuales, y hacer uso del bambú por sus amplias virtudes. Sin embargo, la desventaja llega cuando es explotado de forma masiva. Además, es una planta invasiva, lo cual reduce la biodiversidad. Otro inconveniente es que procede en su mayor parte de China, la India, Vietnam y América Latina, por lo cual se utiliza demasiado combustible en el transporte por barco.
Tampoco es conveniente comprar textiles de bambú, porque llevan viscosa de bambú, que es contaminante.
Volviendo al aceite de palma, que también está deforestando el sudeste asiático, la UE lo subvenciona como «biocarburante verde» cuando debería prohibirlo, porque estamos calcinando miles de millones de litros de selvas tropicales en los motores de nuestros coches.
Otra gran deforestadora es la colza, además de producir emisiones contaminantes en la atmósfera.
También hay que ir con cuidado con otra generación de biocarburantes, elaborados a base de aceite de algas. Su producción consume mucha energía y las cantidades de fosfato y agua necesarias son descomunales.
Conclusión: no alimentemos bajo ningún concepto nuestro coche con biocarburantes de ningún tipo porque deforestan, emiten mucho CO2 e impiden los cultivos necesarios para alimentarse todos los seres vivos. Si dejamos de consumir biocarburanes, los gravísimos problemas de deforestación, de aumento de emisiones de CO2 y de pérdida de los cultivos destinados a la alimentación de los habitantes disminuirán de verdad.
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1 La información básica aportada en este artículo y los que lo seguirán, procede del ensayo La humanidad en peligro: Un manifiesto, de Fred Vargas (2020). Tras unos pocos artículos más, daré por cerrada mi aportación al tema del cambio climático.
2 Suelo congelado de regiones muy frías o glaciares que retienen gases de efecto invernadero, causante del cambio climático, como carbono y metano, que se liberan en la atmósfera por el aumento del calor.
3 Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (Intergovernmental Panel on Climate Change).
Pepa Úbeda
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