La pandemia de covid-19 ha provocado una conmoción global en la economía y la política. La preocupación por la caída del crecimiento, el colapso del sistema de salud y la inestabilidad política generó intervenciones estatales en muchos países del mundo que traen al recuerdo la crisis financiera mundial de 2008. Numerosos analistas interpretaron la crisis como un desafío a la hegemonía neoliberal, es decir, la orientación prioritaria de la economía hacia la liberalización, desregulación y privatización, y la orientación del Estado hacia el principio de competitividad global. Obviamente, el mercado no pudo reaccionar de modo adecuado a los fenómenos de la crisis. Análogamente, se multiplicaban con buenos motivos las voces que presagiaban el final de la hegemonía neoliberal en las relaciones económicas globales.
¿Son la crisis financiera global y la pandemia de covid-19 señales que apuntan a un modelo posneoliberal? ¿O el neoliberalismo sigue siendo el eterno paciente que resiste con valentía en el lecho de muerte? ¿Y qué será del orden neoliberal en el contexto de otro enorme y sin duda más fundamental desafío: la crisis climática? Hoy en día es inusual encontrar a alguien en una posición destacada que se juegue abiertamente para salvar el honor del neoliberalismo. Las voces antagónicas, por el contrario, se hacen oír más. Así, el ex-jefe del Banco Mundial Joseph Stiglitz afirmó que el neoliberalismo debía ser dado por muerto y sepultado.
Sin embargo, las políticas estatales concretas siguen siendo, en la actualidad, de cuño neoliberal. El neoliberalismo es influyente como práctica política y no tiene un plazo de vencimiento claro. Si bien los instrumentos del keynesianismo –grandes inversiones estatales– se utilizaron para construir el Estado de Bienestar en los países industrializados de Occidente tras la Segunda Guerra Mundial, el neoliberalismo se le ha plantado desde la década de 1970 como un rival muy fuerte.
De manera paradigmática y brutal, el neoliberalismo logró un temprano triunfo en el Chile del golpista Augusto Pinochet, donde los partidarios del economista de Chicago Milton Friedman, los llamados Chicago boys, destruyeron los logros socioeconómicos del socialista democrático Salvador Allende. El mantra neoliberal sobre el Consenso de Washington, surgido en la década de 1980 en el seno de las instituciones financieras internacionales y el gobierno de Estados Unidos, tuvo efecto a escala global. Los principios rectores de la macroeconomía keynesiana, que se expresaban en el modelo del Estado del Bienestar, fueron reemplazados por dos principios básicos: el énfasis en las libertades económicas individuales, con una defensa casi incondicional de la propiedad privada, y la orientación hacia un Estado competitivo, comprometido con el mercado y con cuatro instrumentos de gobierno: privatización, desregulación, recortes de impuestos y libre comercio.
Si bien las crisis del precio del petróleo y de endeudamiento de la década de 1970 se convirtieron en una admisión de derrota para el keynesianismo, el neoliberalismo sufrió un destino aparentemente similar con la crisis financiera mundial de 2008. Hubo un derrumbe bancario y la economía se contrajo. El desempleo y la agitación social aumentaron en todo el mundo. Como resultado, se consideró posible un cambio hacia un régimen posneoliberal «que se encargaría activamente de los riesgos sistémicos e impondría regulaciones restrictivas sobre las instituciones financieras y los mercados financieros». De hecho, el rescate de los bancos hizo que hubiera que dar marcha atrás, al menos temporalmente, con el principio de desregulación.
Sin embargo, el modelo neoliberal demostró ser notablemente resistente a sus adversarios y sus debilidades sistémicas inmanentes. Esto se hizo evidente en el corto plazo, cuando, por ejemplo, se lanzaron los programas de rescate para Portugal y Grecia, que obedecían a una estricta ideología de austeridad fiscal. Y el especulativo instrumento financiero de los derivados, operaciones a plazo que se basan en las fluctuaciones de precios esperadas, pronto volvió a aparecer: ya en diciembre de 2013 alcanzó nuevamente el nivel que tenía antes de la crisis.
La segunda gran crisis del siglo XXI fue acompañada por la pandemia de covid-19, que desató una verdadera recesión global en 2020. De manera similar a lo sucedido con la crisis financiera mundial, hubo intervenciones estatales masivas. Pero había una gran diferencia: dogmas neoliberales como la «austeridad fiscal» –por ejemplo, el «déficit cero» en Alemania– fueron cuestionados de inmediato, y «desaparecieron en menos de lo que se tarda en deletrear la palabra ‘quiebra’».
La pandemia de covid-19 condujo a un renacimiento y una relegitimación del Estado en los países industrializados de Occidente que fue mucho más allá del entusiasmo inicial causado por las intervenciones estatales en la crisis financiera mundial. No solo hubo empréstitos de amplio alcance y se abandonaron las políticas de austeridad, sino que, con una aceptación bastante amplia, el Estado también intervino en las libertades fundamentales del individuo, que son una piedra angular de la tradición del pensamiento liberal. Por ejemplo, libertad de movimiento; el derecho a encontrarse con otras personas en espacios públicos y privados sin restricciones; la libertad de asociación y el derecho a practicar una religión. Además, la protección de patentes, una vaca sagrada del neoliberalismo, fue cuestionada nada menos que por Joe Biden: una reglamentación de excepción de la Organización Mundial del Comercio (OMC) debía eliminar los derechos de propiedad intelectual de las empresas farmacéuticas privadas sobre las vacunas contra el covid-19, sostuvo durante un tiempo el presidente de Estados Unidos.
Aun cuando esto finalmente no sucedió: ¿son el retorno del Estado y la pretensión de hacer cumplir reglas vinculantes para el bien común los primeros indicios de un modelo antagónico a la ideología neoliberal? Hasta la pandemia de covid-19, se podía argumentar que las grandes crisis, incluida la crisis financiera mundial de 2008, nunca han podido hacer peligrar seriamente la primacía de los principios neoliberales. Más bien han servido, una y otra vez, como justificación para intervenciones estatales masivas que conservaron el sistema neoliberal y sus principales actores a expensas del público en general. Parecía que la resiliencia se había convertido en una característica y una receta para el éxito del modelo económico neoliberal. Las medidas del Estado para combatir la pandemia de covid-19 han sacudido, si bien parcialmente, esa resiliencia.
La crisis climática global es mucho más dramática y permanente que la crisis del covid. Es la condición permanente del siglo XXI y, junto con la amenaza nuclear, probablemente la mayor amenaza para la supervivencia humana. Durante mucho tiempo se ha intentado contrarrestar el cambio climático con recetas neoliberales, como el comercio de emisiones. Sus módicos éxitos indican claramente que se trata de instrumentos complementarios, pero no de palancas para la necesaria transformación socioecológica. En tanto dogma neoliberal, la confianza en las fuerzas del mercado como clave para combatir el cambio climático es tan difícil de explicar como la ingenua esperanza de que el Estado pueda esperar a que los consumidores y productores adopten un comportamiento ecológico virtuoso.
Por supuesto, la caja de herramientas neoliberal no está vacía, sino que puede apostar a la internalización de las externalidades, o sea, la inclusión de costos ecológicos en el precio de la carne y los boletos de avión, por ejemplo. Pero el interrogante es si el tiempo no es escaso como para imponer medidas prohibitivas a los consumidores. Equivaldrían –ya admitiéndolo abiertamente, ya ocultándolo en aumentos de precios acordes con el mercado– a sanciones y prohibiciones de comportamientos propios de una «forma de vida» supuestamente liberal que, como tales, pondrían en peligro las libertades de las generaciones futuras. Tales medidas combatirían eficazmente el cambio climático. Al mismo tiempo, deben ir acompañadas de sustanciales medidas de compensación social si no se quiere exacerbar las desigualdades y crear nuevas injusticias.
La pandemia de covid-19 ha demostrado que se pueden superar las normas neoliberales y renegociar las reglas institucionales que dan al Estado un papel proactivo. Sin embargo, hasta ahora hay poca evidencia de que ese modelo antagónico tenga también en cuenta la cuestión social. Los costos de las crisis amenazan más bien con distribuirse de manera muy desigual. Esto provocará resistencia en quienes viven en condiciones precarias y quienes dependen del sistema imperante, y dará impulso a los movimientos populistas de derecha. La transición a un modelo posneoliberal solo será posible si se hace una transformación no solo ecológica, sino también social.
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