A la luz de la categoría planteada por Hannah Arendt, en el marco del juicio contra el criminal de guerra, el antisemita, Adolf Eichmann, bien se puede concluir que estos dos oficiales participaron de esa política estatal de producir bajas o contar cuerpos (body count), porque dejaron de pensar. Y fue así, porque cumplían órdenes superiores. Por eso, quizás, les pareció ética, moral e institucionalmente correcto participar de la empresa criminal que cada batallón creó para responder a las presiones de la cúpula militar y del entonces comandante supremo, Álvaro Uribe Vélez.
Desconozco si estos exmilitares leyeron el libro Eichmann en Jerusalén o si vieron la película de Hannah Arendt en la que se expone el perfil del criminal nazi y se explican los elementos a los que apeló la filósofa judía para proponer la categoría la banalidad del mal. Sin duda, estos dos oficiales actuaron para alimentar el sistema y para cumplir con las metas de la seguridad democrática, la política pública que desató la idea de ponerle precio a la vida de campesinos y de jóvenes pobres. Esa monetización se confirmaría con el decreto Boina y la directiva ministerial 029 de 2005.
Bajo esos marcos legales actuaron estos dos obedientes y sumisos oficiales, siguiendo la lógica castrense de cumplir con las órdenes emanadas de sus superiores. “Las órdenes se cumplen, o se acaba la milicia”, es una frase de uso común en batallones y bases militares. Dicha frase es la antesala para dejar de pensar, pues primero, dicen los uniformados, está la obediencia debida y luego, la reflexión de lo que ya se hizo. El espíritu de cuerpo, en estos casos, se suma a la perversidad de una lógica que en muchos casos, opera para humillar al subalterno.
Las responsabilidades asumidas por estos dos militares no solo confirman la degradación moral y ética de cientos de uniformados, sino la perversidad de las órdenes impartidas de las que son responsables penal y políticamente quienes las emitieron, junto a los que ejercieron presión, para que estas se cumplieran.
Pero, así como estos dos oficiales y otros tantos soldados y suboficiales dejaron de pensar, los superiores que les dieron las órdenes y quien en particular los presionó para “obtener más y mejores resultados operacionales”, jamás dejaron de hacerlo, porque sabían perfectamente lo que estaban haciendo: vendiéndole al país la idea de que estaban ganando la guerra contra la guerrilla.
Aunque sin duda alguna los falsos positivos son la más clara expresión de la degradación ética y moral en la que cayeron miembros activos del Ejército nacional, hay que decir que de la mano de ese largo proceso de envilecimiento del honor y la mística militares está la política, y en particular, una clase política y un político, Álvaro Uribe Vélez; todos juntos convirtieron a los militares en instrumentos para saciar la sed de venganza de quien le vendió al país la idea de que su padre había sido asesinado por las Farc. Y por cuenta de esa mentira, el Ares criollo, metió a la institucionalidad castrense y al país entero en una espiral de venganza, que terminó en la monetización de la vida de más de 6402 ciudadanos pobres y en la consolidación de la relación amigo-enemigo, con la que se subvaloró la vida de sindicalistas, académicos, profesores y de todo aquel que oliera a izquierda.
Ojalá estos testimonios, en un posterior gobierno no uribista, sea usado en las escuelas de formación de oficiales y suboficiales. Este mayor y el teniente coronel que aceptaron los cargos que les imputó el alto tribunal de paz y pidieron públicas disculpas a los familiares de sus víctimas, deben ser expuestos como ejemplos negativos de la obediencia debida. Dejar de pensar no puede ser la actitud que asuman quienes decidieron portar el uniforme y aceptar la lógica castrense.
Una vez finalizada estas audiencias públicas de reconocimiento de responsabilidades por crímenes de guerra perpetrados por militares colombianos, los imputados podrán volver a abrazar a sus hijos y esposas, pues, a pesar de que dejaron de pensar, a pesar de sus medallas y grados, siempre fueron hombres comunes y corriente, de los que podemos esperar lo más sublime, pero también lo más execrable. Ya el país supo de lo que fueron capaces. Les queda el resto de sus vidas para arrepentirse no solo por haber participado de semejante atrocidad, sino por haber dejado de pensar.
Qué bueno sería que estos mismos oficiales, con voz castrense, recordaran la frase célebre del exguerrillero Carlos Pizarro Leóngomez, “que la vida no sea asesinada en primavera”. Otra forma de reparar a las víctimas y pedirle perdón al país, sería poner de moda en los batallones, esa frase, para animar el trote.
Adenda: no quise llamar por sus nombres a estos oficiales, porque en su condición de victimarios, poco o nada les importó las identidades de los jóvenes que, de manera directa o indirecta, o por acción u omisión, fueron asesinados con las armas que la República les confió.
Germán Ayala Osorio
Foto tomada de: Alerta Santanderes
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