La estrategia política es clara: guardar silencio frente a la campaña de Rodolfo Hernández, con el propósito de evitar que los millones de colombianos “antipretistas y antiuribe” se den cuenta de que todo el uribismo, en buena forma, esto es, casi todo el establecimiento, está con el violento, senil, misógino y godo septuagenario santandereano. Estamos ante un silencio que ruidosamente los expone como una cofradía vergonzante que ve cómo el teflón que protegía la imagen mediática de Uribe, cedió ante el rechazo social y político que generó el experimento de poner en el solio de Bolívar al inexperto y fatuo de Iván Duque Márquez, el peor presidente de la historia contemporánea del país. A lo que se suman, por supuesto, los 6402 asesinatos que la Seguridad Democrática produjo durante el segundo mandato de Uribe Vélez y la condición sub judice que ostenta el expresidente antioqueño. No se pueden descartar los efectos políticos de múltiples productos audiovisuales como la serie Matarife y el consecuente despertar de millones de colombianos, en especial de jóvenes universitarios, que salieron del Embrujo autoritario.
El mutismo del Innombrable en las redes sociales y de varios de sus fieles alfiles es una señal inequívoca del cansancio que genera eso que llaman el uribismo, que no es otra cosa que la más ignominiosa secta-partido que haya operado en Colombia. Ya veremos si esconderse detrás de la grotesca figura de Rodolfo Hernández fue una efectiva estrategia. Aunque hay enormes similitudes y coincidencias ideológicas entre Uribe y Hernández, dentro del llamado uribismo, en particular empresarios, hay dudas frente al talante del candidato presidencial y acusado de corrupción por la Fiscalía. Entre los titubeos del uribismo se cuenta el carácter violento, autocrático y emocional del santandereano. Y es así porque si algo no soporta el hijo de Salgar es que haya alguien parecido a él, montado en el poder.
Uribe y Hernández se parecen en que ambos son mezquinos, avaros, violentos, godos y mesiánicos, desinstitucionalizantes, además de montañeros y voluntariosos. Esos asuntos comunes pueden ser, de resultar elegido el exalcalde de Bucaramanga como presidente de la República, los elementos detonadores de una fuerte ruptura entre el uribismo y el viejo cascarrabias. Y este asunto no es menor, por cuanto la tradición centralista que se declaró uribista de tiempo atrás, trataría de desconocer el mandato de Rodolfo Hernández. Y ello desataría la furia del ramplón y poco leído exalcalde de Bucaramanga, y una consecuente crisis de gobernabilidad.
Las garantías de obediencia que tuvieron con Iván Duque durante los cuatro años, no son las mismas que les ofrece Hernández Suárez. Eso sí, Uribe y sus áulicos tratarán de convertirlo en su muñeco, amparados en la experiencia de haber manipulado a sus anchas al títere que pusieron en la Casa de Nariño (2018-2022).
Haberse volcado hacia la campaña de Hernández Suárez, ante el miedo de perder el control del Estado como consecuencia de un posible triunfo de Gustavo Petro, puede significar el derrumbe total del uribismo. Si bien tienen la posibilidad de reencaucharse con Hernández, las enormes incertidumbres que les genera el misógino santandereano no los deja de todo tranquilos a los clanes uribistas que hoy respaldan la aventura política de Hernández.
El posturibismo, como el postconflicto, aún son escenarios lejanos. Para que esos dos escenarios se den, se requiere de un profundo cambio cultural que implica, entre otras cosas, la superación del ethos mafioso que entre 2002 y 2010 guió la vida institucional, social, económica y política de Colombia. Si Hernández Suárez llega a la presidencia, el país se mantendrá alejado de la posibilidad de vivir bajo esos dos anhelados escenarios, pues durante cuatro años estaría sentado en el solio de Bolívar ya no un imputado por corrupción, sino un acusado por la misma cuestión.
Germán Ayala Osorio
Foto tomada de: Semana.com
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