Estamos en un país donde el grueso de las actividades económicas se hace por fuera de la ley. No sólo las actividades de la economía popular, sino también la economía criminal. Tenemos una fractura social profunda. Por eso para muchos es válido la corrupción y la violencia, y no se trata de un problema moral como lo presenta Hernández. Si la mayoría de la población debe ejercer su actividad económica en la informalidad, el problema no está en la gente, está en las instituciones.
En Colombia es “normal” evadir impuestos, cobrar la coima, y saltarse la ley. La ley para muchos contratistas, Rodolfo Hernández es uno de ellos, es un obstáculo que hay que saltar: “esa ley me la paso por el cu …”.
El fenómeno de la corrupción es una expresión de que el contrato social está roto. El Estado hay que tomárselo para los negocios, no sólo violando la ley, sino también cambiándola. Es el caso de la ley 142 de 1994, llamada de libre competencia, que abrió el espacio para que los servicios públicos domiciliarios (luz, agua, aseo) se los llevara el capital extranjero, saqueando el bolsillo de los colombianos. El excedente económico de dichas empresas es alrededor del 90%, según las Cuentas Nacionales.
La fractura social se expresa en que los sectores populares no tienen acceso al Estado, y no tienen forma de canalizar sus reclamos, y esa carencia de representación política los obliga a salir a protestar, que es lo que ha estado ocurriendo en el país en los últimos años. Se hace necesario construir un Nuevo Contrato Social.
El gobierno, ante la incapacidad de generar un nuevo contrato social basado en la seguridad económica y social, busca la legitimidad perdida en la creación de un “temor oficial”, que se basa en las amenazas a la seguridad frente a los peligros que representa los sectores sociales excluidos y marginados (clases peligrosas), y va creando una doctrina de seguridad y antiterrorismo. La fuente de legitimidad pasa a ser el discurso securitario represivo y no los derechos sociales. Sobre ese principio se reclama el monopolio legítimo de la fuerza.
Los relatos que cuentan los jóvenes de porqué salen a marchar muestran su indignación por la precariedad de sus padres o abuelos, por el alza en el precio del transporte público. Están cansados de muchas cosas: horas hacinados en el transporte público porque su vivienda queda en la periferia, altas tarifas de los servicios públicos, desempleo, trabajos precarios e inestables, dificultad para el acceso a salud, no tener donde dejar los hijos cuando hay que trabajar, universidad cara, deuda estudiantil, desempleo, no futuro, el gota a gota, la persecución policial, los grupos de limpieza social que asesinan con impunidad, no ser escuchados, ser criminalizados por el Estado y los medios de comunicación.
Una forma como se expresa ese sentimiento es el rechazo para pagar el Transmilenio en Bogotá: no hay derecho a pagar por un bien público cuando se carece de recursos económicos y de derechos sociales, y se vive en la incertidumbre social y económica. Quienes ven ese problema como falta de cultura ciudadana, o de no respeto de la ley, suponen que con compañas pedagógicas y aumentando las sanciones el problema se controlaría. Es un enfoque de confrontación, que no entiende que lo que está en el fondo es que legitimidad del Estado está minada, y que penalizar el problema y aumentar las sanciones ahonda el problema.
La única certeza que tienen los jóvenes es que cuando encuentren un tropiezo en la vida van a caer a un foso profundo del cual seguramente no van a poder salir porque carecen de instituciones de protección social. El odio al Estado se manifiesta como un odio a la policía que aparece como la expresión de un Estado criminal, ladrón y al servicio de los poderosos. En el caso de Colombia el uso de la capucha en las marchas es la respuesta al asesinato de líderes sociales porque los jóvenes saben que si los identifican los matan, lo cual es real.
Se tiene que partir del reconocimiento de los sujetos sociales, en particular del sujeto social urbano que en la actualidad está apareciendo. No puede ser que el Estado no reconozca la economía popular porque la considere ilegal, a los jóvenes porque los criminaliza, a los procesos comunitarios porque los considera ignorantes, y a las protestas porque las ve como una confabulación. La fuerza de la historia se está imponiendo y está doblegando el orden impuesto por los poderosos, a quienes se les está acabando el juego de poder comprar opinión pública, academia, y políticos. La sociedad está despertando, estamos asistiendo al fin del neoliberalismo, y se está construyendo una nueva sociedad con nuevos códigos y nuevas propuestas.
César Giraldo
Foto tomada de: Radio Nacional
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