Según reseñan algunos medios, los puntos álgidos son la participación en política de los miembros de las FARC, el juzgamiento de militares, el de los civiles y el tema de narcotráfico y los delitos continuados. Sólo uno, la Silla Vacía, referenció el debate sobre si las víctimas podían encarar a las FARC.
Pues bien, al margen de las leguleyadas y el “alto turmequé jurídico”, estos puntos resultan interesantes desde la pregunta sobre la verdad. Según dice un dicho, existe tu versión, mi versión y la verdad. Y, en realidad, pocas veces el proceso judicial es el escenario para descubrir la verdad. Se descubre tu versión y la mía. O, en este caso, el del acusado y el del defendido. Cosa distinta es qué disposición se tiene para que el proceso judicial se acerque a la verdad (el convidado de piedra).
Frente al debate en torno a la JEP, la discusión sobre las condiciones de participación de las FARC en la política o la problemática del delito continuado (narcotráfico, desaparición forzada), se resuelve en términos políticos. Con la venía de mis amigos penalistas, la ley no puede ser excusa para dificultar el logro de la paz. El derecho (el orden jurídico) no debe ser un medio para impedir las cosas, sino para facilitarlas. Mientras las soluciones sean razonables, dejémoslas así. Eso, claro está, no significa que cualquier cosa sea razonable, pero el contexto, las circunstancias y los valores imperantes nos darán alguna salida.
Cosa distinta es lo que tiene que ver con el juzgamiento propiamente dicho. No conozco, como he dicho, el texto definitivo, por lo que hemos de quedarnos con las discusiones. ¿A qué le temen los posibles juzgados? Durante el debate algunos grupos presentaron sus temores, como el caso de la ANDI, quien sostuvo que el concepto de “participación activa o determinante”, como criterio para vincular a un particular en los procesos ante la JEP, resultaban insuficientes para garantizar el buen nombre y otros derechos de los empresarios, tal como lo señalan en el concepto jurídico publicado en la Gaceta del Congreso No. 123 del 6 de marzo de 2017. Propusieron algo más específico, en los siguientes términos: “La participación será activa o determinante cuando el tercero, de manera consciente y voluntaria, participe en la comisión de un crimen de competencia de la Jurisdicción Especial para la Paz, ejecutando una actividad que sea indispensable para la comisión del delito, previamente acordada con la organización o grupo armado”.
Cualquiera que lea la propuesta, la encontrará razonable, pues, en el fondo, vincula la conducta con el dolo (la intención). Pero este no es el punto. ¿Por qué requieren de tal precisión? ¿Acaso, y con la venia de los amigos penalistas, la víctima de la extorsión es un participante activo o determinante? Dudo mucho eso. Por eso mismo es llamativo que la ANDI demande seguridad jurídica.
Aquí hay varias cuestiones. Por una parte, una fuerte pregunta sobre la confianza en los jueces de la jurisdicción especial para la paz. ¿Serán personas con sentido común o serán una suerte de vengadores? ¿Su formación jurídica y su ética judicial serán garantías para los procesados? Nada de eso pasa por las normas, sino por el proceso de selección. Claramente no hay confianza en él.
Por otro lado, hay tremendas dificultades para comprender qué pasó en ciertas zonas del país. Al igual que en aquellas ocupadas y controladas por los paramilitares, en las que ocuparon y controlaron (total o parcialmente o, inclusive, imaginariamente) las FARC, los particulares debieron enfrentarse al hecho de que su vida ordinaria dependía de una suerte de colaboración con los ocupantes, con los poderes reales. ¿Qué conducta les era exigible? Si, como alegaba el senador Álvaro Uribe en su época, no había conflicto armado ¿se convertían en colaboradores? ¿Podemos iniciar un proceso de juzgamiento partiendo del supuesto (o, mejor, la ficción jurídica), de que el imperio de la ley colombiana se extendía por todo el territorio?
Pero, por el otro lado, ¿acaso ese control -total, parcial o imaginario- es excusa para abstenerse de colaborar con el Estado? ¿Es lo mismo el pobre comerciante de barrio sometido a extorsiones, que el gerente de una multinacional que dirige su empresa desde la fortaleza (Bogotá o alguna capital principal)? Si bien el primero podría ver su vida en peligro por intentar apoyar a las autoridades, frente al segundo ¿existía tal riesgo?
¿Qué del particular que, sin acuerdo con las guerrillas, viese una oportunidad de negocio gracias al accionar ilegal de aquellos y actuó de conformidad y, esto, de alguna manera, favoreció dicho accionar o permitió mantener la zozobra? ¿Es responsable?
Estas y otras son las preguntas que demos hacernos. Giran en torno a la condición ética de los particulares durante el conflicto. Al igual que con los paramilitares, muchos simplemente se hicieron de la vista gorda y otros aprovecharon el “papayazo”. Los primeros no los podremos juzgar, pues somos muchos los que, en algún momento, actuamos así y, en conjunto, seremos responsables ante la historia. Espero que sintamos, al menos, vergüenza. Los otros, los que aprovecharon la “papaya” ¿se comportaron de igual manera?
Otra discusión tiene que ver con el mando militar. Según se desprende de las reseñas del debate, los altos mandos temen que les apliquen el estándar internacional y se acogió el estándar “criollo”, que demanda control jurídico y “control efectivo sobre la conducta” del subalterno. Muy interesante lo que los miembros de la Fuerza Pública deseaban, pues pasa por reconocer que, simple y llanamente, no hay control efectivo sobre la tropa. Suena a “todo ocurrió a mis espaldas”. Pero esa es otra historia que, desgraciadamente, se repite todos los días en este país.
¿Por qué los generales no tienen control efectivo sobre su tropa? ¿Acaso hay dificultades con la disciplina militar? ¿Es que, como reflejo de la sociedad colombiana, también opera el principio del “papayazo”? ¿Qué estructuras fomentaban la desviación frente al estándar de conducta esperado de un miembro de la fuerza pública? ¿Acaso dicho estándar era desconocido por los propios generales? En otras palabras, ¿son los oficiales superiores un ejemplo digno a seguir para los subalternos?
Más que ver a un grupo de generales metidos en las mazmorras (cosa que muchos desean ver), en lo personal me interesa que ellos den respuesta por esta falla. Si realmente esta es la cosa, si los falsos positivos son actos aislados y realizados por grupos que operan al margen de las instituciones y en contravía de claras, palpables y directas órdenes de mandos superiores ¿cuál es el temor? ¿Fueron previsivos o se hicieron los de la vista gorda? Seamos sinceros, dudo que sea una política generalizada y sistemática dentro de la Fuerza Pública. Serán algunos oficiales quienes estaban en posición de enfrentar las conductas desviadas y, seguramente, “sintieron un fresquito” al saber qué habían hecho esas personas o, en últimas, les importó un “bledo” que unos “miserables” pobres, campesinos o desplazados por la violencia, fuesen inculpados.
Pero ese es el verdadero temor o la cosa va más allá. ¿Acaso hubo otros actos de barbarie? ¿Acaso la fuerza pública violó los estándares internacionales de la guerra? Que algunos solados, suboficiales u oficiales se hayan enloquecido en medio de combates o que producto de la paranoia hayan actuado contra civiles o utilizado medios ilegítimos es, muy probablemente, inevitable. La cuestión es qué medidas se adoptó para prevenirlo o para corregirlo y, si fuere del caso, castigarlo. De nuevo, ¿lo generales y los altos oficiales actuaron como comandantes de un ejército disciplinado o como jefes de una partida de bandidos? Es un problema ético.
El último punto es, para mí, el más sorprendente. Según la Silla Vacía, había oposición para que las víctimas pudiesen encarar a los miembros de las FARC (y, me imagino, a los particulares y miembros de la Fuerza Pública) juzgados por la JEP. No lo entiendo. ¿Cuál es el problema? El tema quedó relegado a que la ley desarrollare cómo las víctimas podrían participar en los procesos. Pero, ¿no debía ser esta la garantía principal? ¿No debía existir, desde el momento constitucional, claridad sobre el derecho de las víctimas a participar y a encarar a su agresor?
Esperemos a ver qué propone la JEP y qué aprueba el Congreso en esa materia. Si vamos a reconocer a las víctimas en toda su dignidad, decididamente sus voces deberán ser las primeras en ser escuchadas. Pero esto, al parecer, no es la mayor preocupación de quienes están a la merced de la JEP.
Henrik López Sterup: Profesor universitario.