El Monitoreo de territorios afectados por ultivos Ilícitos 2021 observa un incremento de las actividades comerciales lícitas cerca de los epicentros de producción cocalera. Según el informe:
“Investigaciones realizadas en los enclaves productivos han permitido establecer un crecimiento inusual de los centros poblados más cercanos a la coca, registrando un mayor número de establecimientos comerciales atípicos para la zona (ropa de marca, tecnología y comunicación celular), construcciones de más de dos pisos, entre otros”.[1]
Conviene, sin embargo, matizar estas aseveraciones y aclarar que el incremento en la oferta de bienes y servicios cerca de las zonas productoras de coca no es un fenómeno inusual. Es la historia de la coca de los últimos cuarenta años. Responde a la manera como se han comportado las distintas bonanzas económicas en la Amazonía, llámese caucho, petróleo o coca. El boom económico induce flujos migratorios, incrementa la oferta de bienes y servicios legales e informales, dando finalmente como resultado la emergencia de centros poblados. Muestra de ello ha sido el proceso de poblamiento de los caseríos a orillas del río Güejar en el departamento del Meta y del río Putumayo, para dar solo algunos ejemplos.
A medida que la economía cocalera se consolida, los colonos reclaman acceso al poder local. Si el proceso ha sido exitoso, presionan la transformación de caserío en inspección de policía. En ocasiones, algunos grupos de colonos logran conexiones con barones electorales que les sirven de intermediarios para gestionar ante los gobiernos nacional y departamental la creación de un municipio. Es así como los centros poblados emergentes logran “elevar de categoría” —como sus pobladores denominan esta forma de reconocimiento político y administrativo a su existencia—. Este es el proceso de configuración de los municipios como el Valle del Guamuéz o San Miguel en el Bajo Putumayo. Más que resaltar la novedad, es preciso destacar la persistencia de este fenómeno.
En el momento inicial de la colonización cocalera, la economía floreciente permite a las comunidades compensar la falta de servicios y bienes públicos. Con las ganancias de la coca, el campesinado logra adquirir plantas eléctricas, construir escuelas, puentes y trochas. Pero a medida que la economía se expande y se intensifican los flujos poblacionales hacia la zona cocalera, se hace necesaria la provisión de servicios estatales como electrificación, vías pavimentadas y hospitales. Claramente, estos servicios exceden las capacidades de la economía cocalera. Es ahí cuando el Estado se vuelve un imperativo. De manera que el mejoramiento de las condiciones materiales de los campesinos se ha producido, indirectamente y como un efecto no esperado, gracias a la economía cocalera misma.
Esta regularidad histórica se ha reproducido en los últimos veinte años por fuera de la Amazonía y de la Orinoquía. Se ha trasladado a las zonas de producción cocaleras que emergieron en Catatumbo y el Andén Pacífico después de las agresivas campañas antinarcóticos del Plan Colombia en la Amazonía y la Orinoquía. Es perfectamente explicable que, ante el récord de las doscientas mil hectáreas, el comercio de carácter legal e informal se intensifique en los enclaves de coca y cocaína –siguiendo así la regularidad histórica–. Tal vez éste sea el comportamiento observado en el informe.
Ahora bien, el informe de UNODC muestra que el índice de pobreza no monetaria es más elevado en los municipios con coca que en los municipios libres de cultivos de uso ilícito. La proporción de hogares en los municipios sin coca oscila entre un 20 y un 37 por ciento. En los municipios con enclave productor de coca-cocaína el espectro varía entre un 34 y un 78 por ciento. El informe registra diferencias significativas entre las zonas productoras de coca-cocaína. El índice de pobreza no monetaria en la frontera de Putumayo es del 34 por ciento, mientras que en zonas más recientes de producción cocalera, como El Charco-Olaya Herrera en el Andén Pacífico nariñense, alcanza el orden del 78 por ciento. Esta diferencia podría deberse a una temporalidad un poco más larga y, por tanto, a un mayor grado de consolidación de la economía cocalera en Putumayo.
Algunas personalidades políticas se atreven a hablar abiertamente de la legalización de las drogas como única solución. En la víspera de la Asamblea General de Naciones Unidas, Juan Manuel Santos abogó por la legalización del tráfico de drogas –con la libertad y el arrojo de quien ya no gobierna–. “Abolir la prohibición contra las drogas es la única solución, aunque sé lo difícil que es vender esa idea. La evidencia demuestra que de lo contrario esta guerra tendrá consecuencias cada vez peores”, afirmó el exmandatario para el diario El País.[2] Desde la perspectiva del expresidente, el mayor escollo para alcanzar este objetivo ya no radica tanto en los Estados Unidos, sino en países como Rusia, China y la región del Medio Oriente. En esa medida, Juan Manuel Santos propuso una alianza hemisférica para avanzar hacia el fin de la prohibición: “Si Asia o el Medio Oriente no quieren, pues que lo haga toda América”. Por ahora, esta propuesta resulta tan interesante como etérea. Habría que instar al expresidente Santos que utilice el capital político y la visibilidad internacional que le otorga el Premio Nobel de Paz, para liderar la promoción de dicho consenso hemisférico.
La imposibilidad de regular y grabar la cocaína en Colombia es más compleja que el eterno fantasma que ronda a las élites colombianas de convertirse en un país paria en el concierto internacional. Aún si el gobierno de Gustavo Petro y Francia Márquez estuviera dispuesto a asumir los costos políticos de avanzar unilateralmente hacia la regulación de la cocaína, tendría un problema económico insalvable. No habría quien le comprara la cocaína legal a Colombia. El país no tiene la capacidad de absorber la producción de cocaína destinada para el consumo global. Así, por un tema netamente económico, la propuesta de legalizar y gravar la cocaína es hoy inviable, a pesar de la buena voluntad expresada recientemente por algunos altos funcionarios. Colombia no puede hacerlo hasta tanto no disponga al menos de una alianza con uno de los principales países consumidores de la droga. A diferencia de la bancada de oposición, la tarea de los gobernantes no es pronunciarse sobre “lo deseable”, sino hacer “lo posible” de la mejor manera.
Hoy, el margen de maniobra no parece muy grande. El país está bloqueado para hacer realidad la propuesta de legalizar y gravar la cocaína, pero puede allanar el camino hacia la regulación de la hoja de coca. El gobierno de Gustavo Petro y Francia Márquez tiene la oportunidad de impulsar la industrialización y la diversificación de los usos de la coca. Esto supone incluir a las víctimas del prohibicionismo en estas iniciativas. Implica poner en marcha una serie de diálogos regionales con raíces en los movimientos agrarios. También requiere pensar en soluciones regionalmente diferenciadas, considerando las diversas trayectorias históricas hacia la coca. La política de drogas tiene la responsabilidad de incluir fórmulas acordes con el mosaico racial y cultural de las comunidades cocaleras. El desafío está en imaginar lo posible.
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[1] Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. 2022. Colombia: Monitoreo de territorios afectados por los cultivos ilícitos 2021. Bogotá: UNODC.
[2] “Juan Manuel Santos: El gobierno de Petro está bien orientado pero le falta rigor y método, y también afinar las narrativas”. Diario El País, 17 de septiembre de 2022. https://elpais.com/america-colombia/2022-09-18/juan-manuel-santos-el-gobierno-de-petro-esta-bien-orientado-pero-le-falta-rigor-y-metodo-y-tambien-afinar-las-narrativas.html
María-Clara Torres Bustamante, PhD.
Foto tomada de: Semana Rural
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