Hace unos días, el ministro de Cultura, Miguel Iceta, anunciaba a través del director del Museo Nacional de Antropología la convocatoria de una comisión para valorar la descolonización de los museos españoles. Y la noticia no pasó desapercibida. La presidenta de la Comunidad de Madrid, el director de la Cátedra del Español y de la Hispanidad y el propio ABC ponían el grito en el cielo ante semejante “disparate”. Los comentarios desfavorables ante la idea del ministro tocaban todos los palos imaginables: desde la pirueta semántica –no puede haber descolonización porque nominalmente nunca hubo colonias en Ultramar–, a través de la consabida competencia cultural –esas son modas del mundo anglosajón que nada nos aportan a los hispanos–; en razón de prioridades muy claras –hay cosas más urgentes que hacer en los museos–; pasando por la negación del carácter colonial de algunos museos como el Museo de América de Madrid –por “nacer” bien entrado el siglo XX y tener vocación fraternal–; para terminar con la imposibilidad de cambiar el pasado o la sinrazón de culpar a los contemporáneos por la exposición de un patrimonio que define la identidad nacional.
Permítanme que haga un poco de historia y que recuerde la genealogía del museo como institución y su significación como espacio de representación. Este potente aparato visual se desarrolla y expande a fines del siglo XIX, heredero de los gabinetes de curiosidades y de las grandes colecciones reales. Su apertura al público surge con dos propósitos bien definidos: la socialización en los valores nacionales y la jerarquización de la diferencia cultural. El nacionalismo y el colonialismo son parte de su origen y filiación. En el caso de los museos nacionales de historia, este espacio único permitió construir relatos sobre la comunidad imaginada. En los museos de antropología y etnografía, la exposición de los rastros materiales de los pueblos colonizados justificó, durante mucho tiempo, la superioridad de razas y culturas. En las grandes pinacotecas, el arte contribuyó a crear una imagen de las metrópolis como potencias culturales en competencia unas con otras. Pero los museos tienen en su haber un capital que no poseen otros soportes: el recurso a la cultura material. Como si ese testigo del pasado –una bota, un tocado plumario o un fragmento de madera– nos permitiera contactar de manera directa con lo que fue. Por eso se trata de dispositivos muy potentes que necesitan ser revisados y cuestionados. No son solo depósitos de historia, son creadores y transmisores de relatos sobre la identidad y la pertenencia con exposiciones costosas que pueden durar décadas sin cambios. En el Museo de América de Madrid (MAM), cuya actual exposición permanente es de 1994, hasta hace seis meses la vitrina dedicada a la esclavitud se llamaba “emigración africana” en una suerte de resignificación que resultaba escandalosa. En ese mismo museo, en la sala dedicada a la religión se exponía una foto de un andino mascando hoja de coca debajo de la leyenda: alucinógenos. Porque en el museo se dicen cosas –a veces ajustadas al conocimiento disciplinario del momento, siempre influenciadas por las hegemonías ideológicas– pero se hacen cosas al decir: se define lo real, se organizan sus contenidos, se jerarquizan sujetos y acciones, se focalizan aspectos concretos de esa realidad enmarcada. Es un producto cultural y es un relato ideológico y político. De ahí su doble trascendencia: como espacio de creación y circulación de relatos que construyen identidad y pertenencia y porque esa recreación se funda en una materialidad, la de los objetos, que lo convierten en un dispositivo visual sin competencia.
¿Qué significa entonces descolonizar un museo?
No parece que todo esto vaya a acabar con los grandes museos españoles ¿Por qué entonces tanto miedo? ¿Por qué esa reacción irritada aun antes de saber el alcance de la propuesta descolonizadora? Dejando de lado las cuestiones de coyuntura política y esa tendencia a oponerse antes de saber de qué se trata, se me ocurren tres razones para explicar la aparición de tanta resistencia. La primera tiene que ver con el rearme intelectual de la derecha; la segunda con la confusión entre culpa y responsabilidad; la tercera está relacionada con la construcción de la identidad nacional y la creencia de que toda resignificación es una traición.
Es un lugar común decir que el pasado no se puede cambiar o que los contemporáneos no somos culpables de las acciones de nuestros antepasados. Ambas ideas son en general ciertas. Por tanto, ¿para qué andar removiendo viejas historias y antiguas heridas? No podemos cambiar el pasado, pero sí nuestra relación con él. Lo que sí podemos modificar, y de hecho lo hacemos, son nuestras interpretaciones sobre esos hechos. Y esa incorporación del pasado en el presente es siempre valorativa porque, si bien no somos culpables de lo que hicieron quienes nos precedieron, tenemos responsabilidad, como herederos, ante esos sucesos. La esclavitud existió, con el consiguiente beneficio para la economía nacional y no podemos alterar esa situación hoy, pero sí podemos, y lo hacemos, responder ante ese hecho: podemos silenciarlo, exaltarlo o condenarlo. ¿Cómo compatibilizar este apego confesional de la derecha hacia el legado histórico con la revisión del lugar de ese pasado en el presente?
La descolonización de los museos no es un disparate, ni un intento de destruir el patrimonio colectivo. Es la reconversión de esos espacios de representación –antiguos templos del saber– en lugares más inclusivos, con más voces y más perspectivas. Auténticos lugares de contacto e intercambio. ¿No trata de eso la democracia?
Marisa González de Oleaga, profesora de Historia Social y del Pensamiento Político en la UNED.
Fuente: https://ctxt.es/es/20221101/Culturas/41376/museos-descolonizar-ministerio-de-cultura-miquel-iceta.htm#md=modulo-portada-bloque:4col-t2;mm=mobile-big
Foto tomada de: https://ctxt.es/es/20221101/Culturas/41376/museos-descolonizar-ministerio-de-cultura-miquel-iceta.htm#md=modulo-portada-bloque:4col-t2;mm=mobile-big
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