Las reacciones de la derecha y de lo que se conoce como el uribismo en torno al anuncio presidencial y el silencio que en esas mismas huestes guardan ante la innoble transacción planteada entre Tapia y el órgano acusador, dejan ver con claridad la enorme confusión moral y ética en la que están la sociedad colombiana y sus miembros.
Para periodistas afectos al “viejo régimen”, resulta inaceptable que el presidente de la República promueva sacar de la cárcel a quienes participaron de hechos vandálicos (quema de buses, destrucción de semáforos y violencia contra policiales), para que sirvan como Gestores de Paz, mientras se resuelve su situación jurídica. Para estos voceros del establecimiento, semejante beneficio jurídico constituye un “indebido premio” que Gustavo Petro les entrega a los miembros de la Primera Línea. A la molestia de los reporteros se suman los alfiles del uribismo, quienes no dudaron en establecer relaciones ideológicas, políticas e incluso de militancia de los jóvenes en lo que se conoce como el Pacto Histórico.
El asunto problemático no está en las críticas que unos y otros han expresado: el problema de fondo está en la incapacidad de los periodistas y de los políticos uribistas de valorar las circunstancias que motivaron la movilización social y el mismo estallido social. Mientras unos y otros buscan la forma de convertir la medida jurídico-política en una burla a la justicia y en una afrenta a las instituciones (en particular, la policía) e incluso, a la sociedad, su silencio frente al ilegítimo acuerdo entre la Fiscalía y Emilio Tapia confirma no solo el doble rasero con el que aquellos miden los hechos, sino la simpatía con la que observan las prácticas corruptas con las que delincuentes de cuello blanco terminan por desangrar las arcas del Estado.
No faltará quien en estos momentos señale que tanto el preacuerdo de Tapia con la fiscalía General, como la conversión de los muchachos en Gestores de Paz hacen parte de una misma moneda, es decir, que tanto los jóvenes procesados por los desmanes e incluso, por “terrorismo urbano”, como el propio Emilio Tapia, responsable de la pérdida de los 70 mil millones de pesos, tienen el derecho a una segunda oportunidad. No es así. El derecho a protestar no puede ponerse en la misma balanza moral de quien, como Tapia, nuevamente participa de un entramado de corrupción. Recordemos que ya había sido condenado por los millonarios desfalcos en el contexto del carrusel de la contratación de Bogotá. Tapia reincide y vuelve a participar de actos de corrupción público-privada.
Sin duda alguna, las reacciones y los silencios de unos y otros confirman que hacen parte de la confusión moral y ética en la que deviene gran parte de la sociedad colombiana. Quizás cuando logremos superar esa confusión en la que nos metió el doble rasero con el que calificamos los hechos, entonces estaremos listos para hablar de paz, habiendo superado nuestro mayor problema: la corrupción.
Germán Ayala Osorio
Foto tomada de: Semana.com
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